La victoria de Joe
Biden en las elecciones presidenciales constituye una buena noticia para
quienes consideramos a la democracia como el mejor sistema de gobierno, pero
Trump deja a su país y al mundo un pernicioso legado. El encono y la discordia
política amenazan paralizar la vida institucional de Estados Unidos por años. Biden promete
reconciliación y los más optimistas apuestan por considerar a Trump como una mera
"aberración histórica" la cual se podrá superar con algo de esfuerzo
y buena voluntad. Pero la aún principal potencia del mundo está contaminada por
el odio y de ello Trump no es el único responsable, sino sólo es síntoma de una
crisis mucho más profunda.
Más de setenta millones
de estadounidenses votaron y aún hoy defienden con locura a quien muy
probablemente sea considerado por los historiadores del futuro el peor
presidente en la historia del país. Nada impidió a los trumpistas idolatrar a
su chocante adalid: ni su mitomanía, ni su corrupción, ni su notable incompetencia,
ni su abierto cinismo y crasa vulgaridad, ni la catastrófica mala gestión de la
pandemia, parcialmente responsable de las más de 220 mil muertes. Creyeron y
todavía creen en el universo paralelo de verdades alternativas creado por este
personaje y divulgado con fruición por múltiples medios radicales activos en internet.
Nunca antes en la historia un presidente había dañado tanto al tejido de la
democracia estadounidense en tan poco tiempo. Tomará años reparar el daño. Además,
se cierne sobre la todavía potencia más importante del mundo la sombra de la
violencia política.
Narcisista y mal
perdedor, Trump clama fraude y ha
iniciado una serie de erráticas iniciativas legales con el fin de torcer el
resultado, pero ninguna argucia prosperará sin el apoyo decidido y unificado
del Partido Republicano y éste no “come lumbre”, mucho perdería si se decidiera
a “quemar la casa” por defender a ultranza al vesánico presidente. Pero en la
oposición los republicanos difícilmente retomaran el camino de la institucionalidad
democrática. Lo más deseable sería ver a republicanos y demócratas reaprender a
trabajar juntos y alcanzar acuerdos tal y como lo hicieron durante décadas.
Pero tal esperanza es quimérica. Difundir el odio reditúa en las urnas. Los
republicanos seguirán en la senda de la demagogia y la verdad alterna.
La derrota de Trump tendrá repercusiones mundiales. Al desaparecer del escenario el principal populista global cabe la esperanza de un rebrote de la democracia y de contemplar el principio del ocaso de esta época de hombres fuertes y nuevos autoritarismos. Pero las cosas no son tan sencillas. Tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo falta recorrer un muy largo y difícil trecho en la tarea de la reconstrucción democrática.
Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombre Fuertes
11 noviembre 2020