lunes, 19 de octubre de 2020

Regreso a la Normalidad

 






La principal tesis de campaña de Joe Biden es el presunto deseo de una mayoría de estadounidenses de un “regreso a la normalidad”. Esto parecería contradictorio. Recuérdese como Donald Trump llegó a la Casa Blanca apenas hace cuatro años precisamente enarbolando las banderas del cambio radical y con el ofrecimiento de enterrar definitivamente a la clase política tradicional. ¿De verdad se ha apoderado de Estados Unidos una nostalgia por los “Business as Usual”? Pues al parecer hay mucho de eso. Estos últimos cuatro años han sido turbulentos. Trump estresa a sus gobernados porque su régimen ha sido catastrófico y su personalidad es insolente y confrontacionista. Tanta estridencia cansa, por eso en uno de los anuncios de la campaña demócrata se pregunta a los ciudadanos: “¿Se acuerdan cuando no teníamos que preocuparnos por el presidente todos los días?”

La administración Trump ha sido incompetente y disfuncional. Se multiplican las malas decisiones en políticas públicas Otro de sus rasgos es la inestabilidad, manifiesta en los constantes cambios de colaboradores. Su nativismo ha minado el liderazgo estadounidense en el mundo. Sus obsesivos intentos por suprimir el Obamacare le han resultado contraproducentes en virtud a la inusitada popularidad adquirida por este programa. Su desprecio por la ley es palmario. La mentira es esencial en el estilo de gobierno. Trump abusa de los recursos estatales para beneficio personal. Padece de una megalomanía galopante. Es grosero, racista y sexista. Tiene una base ultranacionalista blanca a la cual adula y protege. Por carecer de empatía es absolutamente incapaz de desempeñar el papel simbólico del presidente como gran unificador del país. Ello le impide ser una inspiración nacional, sobre todo en momentos difíciles.

Hace precisamente 100 años, en los comicios presidenciales de 1920, el regreso a la normalidad (Back to Normalcy) fue el lema  con el cual ganó el entonces candidato republicano Warren Harding. El público estaba cansado de los años de la Primera Guerra Mundial, de la gripe española y del excesivo activismo internacionalista del presidente Woodrow Wilson. Harding, candidato poco carismático y aburrido como Biden, ofreció “No heroicidad, sino normalidad; no agitación, sino ajuste; no exaltación, sino serenidad; no lo dramático, sino lo desapasionado”. Más o menos esto propone Biden un siglo después.

Fue la de 1920 la primera elección donde las mujeres pudieron emitir su voto. Hoy las mujeres serán decisivas. Aquí Trump también lleva todas las de perder. Las encuestas le dan a Biden hasta treinta puntos porcentuales de ventaja sobre el presidente en el voto femenino. Y no solo con las profesionales progresistas, las universitarias o las liberales de las grandes ciudades, sino también con las mujeres blancas habitantes de los suburbios, conservadoras, clave en la victoria republicana hace cuatro años, ahora desilusionadas ante tanta indecencia.

Pedro Arturo Aguirre

publicado en la columna Hombres Fuertes

21 de octubre de 2020

 

Armenia y los dictadores

 



A los dictadores les encanta la guerra porque con ella atizan el nacionalismo y entretienen a la gente de sus malas decisiones en la gestión gubernamental. Este es el caso del eterno presidente de Azerbaiyán Ilham Aliyev (tirano azerí desde la muerte de su no menos déspota padre, Heydar Aliyev, en 2003) y de su amigo cercano, el presidente turco -convertido en “guerrero permanente”- Recep Tayyip Erdogan.  Azerbaiyán inició un ataque militar a gran escala contra el enclave armenio de Nagorno Karabaj. Aliyev aprovecha así la crisis del Covid-19 (la cual tiene ocupado al mundo), un panorama internacional poco propicio al diálogo civilizado y el aliento recibido por parte del belicoso Erdogan, quien ha enviado a su aliado drones, aviones e incluso grupos de mercenarios sirios.

Armenia padeció bajo un régimen autoritario y oligárquico de larga duración hasta su “Revolución de Terciopelo” de 2018 encabezada por el actual Primer Ministro Nikol Pashinyán, quien ese año inició solitario una marcha de protesta contra la dictadura a través de todo el país, a la cual se fue sumando gente de pueblo en pueblo hasta involucrar a centenares de miles. La marcha le valió el apodo al actual premier de el “Forest Gump armenio”.  Desde entonces en el país se ha instaurado un gobierno democrático y ello molesta sobremanera a los tiranuelos vecinos.

Hasta cierto punto, el fin de la dictadura en Armenia redujo las tendencias militaristas de este país, alentadas en su momento por el derrocado dictador Serzh Sargsyan. Pero en Azerbaiyán el jingoísmo sigue siendo promovido por Aliyev como receta de supervivencia. Por su parte, a Erdogan no le han bastado con sus insensatas aventuras militares en el Mediterráneo Oriental, Libia y Siria. Su delirante neo-otomanismo le exige extender su presencia al Cáucaso, una región militar y económicamente estratégica. Por eso convenció a Aliyev de iniciar una guerra de incierto desenlace. ¿Y Putin? Pues es el tercer dictador en la discordia. Aunque aliada tradicional de Armenia, Rusia ha mantenido una actitud muy ambigua ante el actual conflicto. Por un lado, Putin detesta la idea de una mayor influencia turca en la zona, pero como sus homólogos azerí y turco también recela del posible florecimiento de una democracia en Armenia. Además, Pashinyán se ha acercado a la Unión Europea. Recuérdese como Rusia invadió la península de Crimea cuando Ucrania se hizo “demasiado amigable” con Bruselas.

Guerras brutales como la de Nagorno-Karabaj son consecuencia de la crisis del multilateralismo, el auge del nacionalismo y la crisis global de las democracias. La incipiente pero muy motivada Armenia democrática puede desempeñar un papel constructivo en la cooperación internacional y la paz, modificando la conflictiva situación regional, y eso a los déspotas eso no les gusta pero para nada.

Pedro Arturo Aguirre

publicado en la columna Hombres Fuertes

14 de octubre de 2020

Mujer Fuerte en Argentina

 



Siempre sí: Cristina Kirchner ha vuelto a ser la mujer fuerte de Argentina. La influencia política e ideológica de la vicepresidenta sobre el presidente Alberto Fernández es apabullante y está arruinando a su gobierno. Cristina es una de las más deplorables representantes del neopopulismo latinoamericano. Su gobierno concluyó en el más absoluto desastre económico y social, y es considerado como uno de los más corruptos en la historia argentina, récord asaz difícil de obtener. Ahora, en un fenómeno bautizado por los argentinos como el “hipervicepresidencialismo”, la señora controla a la mayor parte de los diputados y senadores peronistas, varios gobernadores responden solo a sus directrices, aliados suyos tienen mayoría en el Consejo de la Magistratura Judicial e incluso su autoridad dentro del Poder Ejecutivo crece constantemente con Santiago Cafiero -el jefe de Gabinete- como su incondicional servidor.

Cristina ha sido capaz de imponer una agenda gubernamental casi exclusivamente dedicada a garantizar su impunidad respecto a los graves casos de corrupción donde se le imputa, a ejecutar sus deseos de venganza en contra del expresidente Macri y de sus allegados y a perfilar a su hijo Máximo Kirchner, jefe del peronista bloque de diputados del Frente de Todos, como próximo candidato a la presidencia. Todo esto en plena pandemia y con una situación económica y social extremadamente grave. La acometida de Cristina se hizo aún más evidente con un reciente intento de desplazamiento de tres magistrados judiciales involucrados en la investigación de causas judiciales sobre corrupción de la era kirchnerista. También consiguió la liberación de la gran mayoría de exfuncionarios y empresarios ligados a ella condenados por corrupción. Sin embargo, hace unos días el Tribunal Supremo de Argentina, por decisión unánime, decidió paralizar el traslado de los tres jueces. Señaló la máxima institución judicial al respecto “la  inmensa e inusitada gravedad institucional" implícita en este movimiento.

Alberto Fernández consiguió una imagen positiva con la decisión de decretar una cuarentena temprana ante la pandemia, pero también porque parecía responder a las expectativas creadas en torno a él y a  su capacidad de actuar con independencia frente a su voraz vicepresidenta. Pero ello duró poco. El presidente empezó a enfrentarse con las autoridades sanitarias y con todos quienes habían sido buenos aliados en la batalla contra el Covid. Ahora Argentina es uno de los países con peores resultados frente a la pandemia. En las encuestas el presidente ronda apenas el 41 por ciento de aprobación ciudadana.

La nueva crisis institucional argentina, con un presidente desdibujado y la vicepresidenta como chivo en cristalería, es nueva prueba de la importancia de mantener vigente y sana la separación de poderes. Está en tela de juicio la forma como limitamos al poder y garantizamos nuestras libertades frente al quienes mandan.

 Pedro Arturo Aguirre

publicado en la columna Hombres Fuertes

7 de octubre 2020

 

sábado, 17 de octubre de 2020

Corte Suprema a la Deriva

 





Los “Padres Fundadores” de Estados Unidos concibieron a la Suprema Corte de Justicia como un asamblea imparcial de sabios alejados de pugnas políticas y atentos solo a la majestad de la Constitución y las leyes, pero esta noble intención se ha extraviado. La Corte se ha vuelto una institución intensamente partidista. Durante las últimas dos décadas prácticamente en todos sus veredictos más transcendentales los jueces se han decantado de acuerdo a su orientación política. Los cinco magistrados designados por un presidente republicano han votado en sentido contrario a como lo han hecho los cuatro nombrados por un mandatario demócrata. Por ello, cada nombramiento de un nuevo magistrado se convierte en una batalla campal.

El partidismo es mucho más notable en el caso de los jueces republicanos. Como lo señaló el New York Times, son de los más conservadores desde la Segunda Guerra Mundial. Muestras de su fervor sectario lo han dado en temas como los derechos al voto, financiamiento de las campañas electorales y anulación de legislaciones en materia laboral, antimonopolio y justicia penal. Actualmente, penden de un hilo el Obamacare, el derecho al aborto y, sorprendente para la supuesta democracia más importante del mundo, la posibilidad de perpetrarse un fraude electoral.

Trump quiere apurar el nombramiento en el Senado de la conservadora Amy Coney Barrett para antes de las elecciones porque quiere ganar los comicios a como dé lugar y contar, para ello, con una mayoría sólida de jueces republicanos. Su plan para  rechazar la legitimidad de la elección, si pierde, es afirmar la ilegitimidad de millones de votos emitidos por correo. Podría iniciar una controversia ante la Corte al estilo de la verificada entre George Bush y Al Gore, pidiendo detener el escrutinio de votos antes de finalizarse el conteo de las boletas emitidas por correo.

Pero esta ofensiva para dominar a la Suprema Corte de forma tan perentoria podría resultarle contraproducente a los republicanos. En una encuesta de Washington Post-ABC News, el 58 por ciento de los encuestados se manifestaron porque el nombramiento de quien ocupe la vacante efectuado por el presidente entrante. Si los republicanos desafían a la opinión pública e insisten en impulsar, a ultranza, una designación para antes de las elecciones podrían ser castigados en las urnas, y no solo en lo concerniente a la elección presidencial, sino también en varias competencias senatoriales reñidas y comprometer su dominio de la Cámara Alta.

Otro dato interesante: el 64 por ciento de los votantes demócratas consideran la perspectiva de una mayoría conservadora reforzada en la Corte Suprema como un aliciente adicional para votar a Biden, y solo el 37 por ciento de los republicanos afirman algo similar respecto a Trump. La precipitación del presidente podría movilizar al voto demócrata.


Pedro Arturo Aguirre Ramírez

publicado en la columna Hombres Fuertes

30 de septiembre de 2020

Nuevos Autoritarismos y Libertad de Expresión

 


 

Los nuevos autoritarismos no suelen tener su origen en revoluciones, golpes  de Estado o guerras civiles. Son producto de un proceso paulatino de degradación de la democracia y sus instituciones. No llegan dictadores actuales a apoderarse de un país mediante la súbita aplicación de la ley marcial, el Estado de sitio y supresión inmediata de instituciones de representación política. Caudillos como Hugo Chávez, Daniel Ortega, Vladimir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Viktor Orban y varios más han sido electos democráticamente en las urnas, pero con el paso del tiempo concentran en sus manos una cantidad desmesurada de poder. Se suprimen gradualmente la independencia del Poder Judicial, la relevancia del Legislativo, la autonomía de las instituciones electorales y se pierde todo el resto de los contrapesos sociales e institucionales. La deriva autoritaria incluye el progresivo exterminio de la libertad de expresión.

Buen ejemplo del proceso de cómo se aniquila una democracia de acuerdo a estos los cánones lo ofrece Turquía. Con la democratización del país en los años noventa comenzó una buena época para la libertad de expresión y los derechos humanos en este país de arraigada tradición autoritaria. Pero con la llegada de Erdogan al poder las cosas empezaron a cambiar, aunque no de inmediato. Al principio se verificaron avances democráticos con el aliciente de un posible ingreso a la Unión Europea. Pero tal cosa nunca se concretó y Erdogan optó por el nacionalismo exacerbado y tratar de convertir a su país en una potencia regional.

Comenzó en Turquía un paulatino proceso de supresión de la libertad de expresión. No se clausuraron periódicos de un día para el otro, ni se encarcelaron periodistas, ni se decretó una censura generalizada. Inició un proceso de estigmatización y acoso a veces sutil, a veces declarado, contra los medios independientes y los opinadores críticos. Se les acusó de ser cómplices de la vieja clase política y de la corrupción. Asimismo, el Estado chantajeaba a los propietarios de los principales medios de comunicación, empresarios con presencia en otros rubros económicos. También para doblegar a algún medio incómodo se le iniciaban arbitrarias inspecciones fiscales e imponían multas desproporcionadas.  

Según Freedom House el deterioro de la libertad de expresión en Turquía inició a partir del 2007 y fue in crescendo los años siguientes. Para 2012 Turquía era ya el país con más periodistas en prisión del mundo, y con el golpe de Estado de 2016 la libre palabra fue definitivamente aniquilada.

Estrategias muy similares han sido aplicadas en otras naciones gobernadas por hombres fuertes como Hungría, Rusia, Nicaragua, Venezuela, etc. Por esto la ONU y la CIDH han denunciado la estigmatización, las restricciones legales ilegítimas y los medios indirectos de censura  como violaciones claras contra la libertad de expresión.

Pedro Arturo Aguirre

publicado en la columna Hombres Fuertes

23 de septiembre de 2020

El Arlequín de Westminster

 




Boris Johnson es un apayasado personaje incapaz de gobernar de forma constructiva, por ello evita a toda costa el escrutinio y promueve el caos. La pésima gestión del coronavirus por parte de su gobierno ha provocado una debacle. El Reino Unido se ha convertido en el país europeo con más víctimas del Covid. La contracción económica será una de las más altas del mundo: más del 14 por ciento. También hubo precipitación al ordenar reactivar la economía y retirar medidas de confinamiento. Los contagios de la segunda ola se han disparado y el primer ministro debió revertir la desescalada. Otro desastre han sido las negociaciones para concretar un acuerdo comercial con la Unión Europea, las cuales están al borde del colapso. El llamado “Brexit duro” está a la vuelta de la esquina, con todas sus muy perjudiciales consecuencias.

Además, el gobierno británico impulsa una nueva ley aduanera la cual es violatoria del acuerdo de salida firmado por el Reino Unido con la UE el año pasado porque afecta el tema de Irlanda, cuestión asaz delicada. Una frontera “dura” amenazaría el proceso de paz de la región. El acuerdo del Brexit deja a Irlanda del Norte oficialmente en el territorio aduanero del Reino Unido, pero para evitar frontera dura con la República de Irlanda, también queda alineada a los códigos comunitarios de comercio. Ahora, Boris sale con la novedad de desconocer este acuerdo de forma unilateral. Esto amenaza con convertirse en un escándalo internacional mayúsculo porque pone en entredicho la honorabilidad de la “pérfida Albión”. En el debate parlamentario del pasado lunes la oposición destrozó los argumentos de Johnson con rotundidad. “El primer ministro firmó el acuerdo de salida y lo presumió como jun rotundo éxito. Hoy se arrepiente. Si es un fracaso, es su fracaso. Por primera vez en su vida, el primer ministro debe asumir la responsabilidad por sus actos”, le exigió en el exlíder del partido laborista Ed Miliband. También los cinco ex primeros ministros vivos han expresado su crítica a la actitud de Johnson por el irreparable daño a la credibilidad británica y lo mismo hicieron una veintena de rebeldes parlamentarios conservadores.

Muchos analistas ven en este temerario paso de Boris una vulgar fullería: aprovechar la crisis del coronavirus para tener un Brexit duro sin acuerdos comerciales y poder culpar a la pandemia del caos económico consecuente. Pero es jugar con fuego. Boris ya tiene al frente del opositor del Partido Laborista a un contrincante muy solvente, Keir Starmer. También crece el fantasma del secesionismo escoces e incluso irlandés. Dentro del Partido Conservador se escuchan los cuchillos largos. Cierto, el demagogo goza de una aplastante mayoría parlamentaria, pero nada le garantiza un gobierno longevo si insiste en mantener un talante frenético.

Pedro Arturo Aguirre

publicado en la columna Hombres Fuertes

16 de septiembre de 2020



 

 

 

 

 

 

El “Coco” de Putin

 



 

El más temible opositor de Vladimir Putin es Alexei Navalny, por eso no extraña el intento de envenenarle, máxime considerando el carácter gansteril del actual régimen ruso. Y es el más temible porque, a diferencia de muchos opositores del pasado reciente, no es un “plutócrata” añorante de los irredimibles tempos de Boris Yeltsin, ni un liberal amigo de Occidente, ni un ex comunista, ni un demagogo alcohólico e irrelevante como Vladimir Zhirinovski. Navalny es un populista, como Putin, y quizá nada le produce más pavor a un populista que enfrentar a otro populista.

Navalny (44 años) comenzó su carrera política en el partido liberal Yabloko, pero fue apartado de éste por sus posturas xenófobas. De ahí se involucró en el movimiento "Marcha Rusa", de orientación derechista y antiinmigracionista, pero no tardó en abandonarlo para iniciarse como bloguero. Con sus audaces denuncias contra la corrupción, su carisma de “antipolítico” y su discurso llano y directo ganó en YouTube casi dos millones de seguidores. Las autoridades empezaron a preocuparse y en 2011 acusaron a Navalny de una supuesta malversación de fondos. El juicio tuvo un inconfundible tufo político. Fue  hallado culpable, pero la sentencia suspendida después de verificarse numerosas y multitudinarias protestas en apoyo de Navalny y del rechazo al procedimiento por parte de la Corte Europea de Derechos Humanos. En 2013 se lanzó para las elecciones a la alcaldía de Moscú. Alcanzó un sorprendente segundo lugar, con alrededor del 27 por ciento de los votos. La campaña consolidó su carisma como “enemigo acérrimo de la corrupción” y lo convirtió en la única persona capaz de disputar el poder a Putin.

Perfiló para las presidenciales de 2018 una plataforma bastante difusa con énfasis, eso sí, en la lucha contra la corrupción “el principal problema de Rusia”, y con las facilonas propuestas de siempre: aumento de los salarios, construcción de carreteras y hospitales, elevar las pensiones, impulsar la educación gratuita, mejorar el servicio de salud, desgravar a trabajadores y pequeños emprendedores, etc. También insistía en el antiinmigracionismo al prometer limitar el número de trabajadores procedentes de Asia Central y Transcaucasia. En política exterior, proponía terminar las intervenciones rusas en Siria y Ucrania, pero fue más cauto en cuanto a la muy popular anexión de la península de Crimea. El tema de la democracia brillaba por su ausencia.

Navalny fue impedido de participar en las elección presidencial de 2018. Con todo el andamiaje estatal en sus manos, Putin es capaz de emplear a placer recursos formales para impedir la consolidación legal de cualquier alternativa opositora. Pero con un populista como Navalny, capaz de ganar la calle, eso no basta. De ahí lo de apelar a ciertos recursos “informales”, como el veneno, uno de los favoritos del dictador ruso.


Pedro Arturo Aguirre

publicado en la columna Hombres Fuertes

2 de septiembre de 2020