domingo, 13 de enero de 2019

Populismos de Izquierda y Derecha



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Empieza 2019 y con el año se suma en Brasil Jair Bolsonaro a la creciente lista de “hombres fuertes”.  

Muchos analistas ideologizados opinan que poner en el mismo saco a gobernantes de “derecha” como Bolsonaro, Erdogan, Duterte, Orban o Trump con los populistas latinoamericanos considerados “de izquierda” es una insensatez.

Consideran a los gobernantes de izquierda -autoritarios o no- invariablemente proclives a procurar una mejor redistribución de la riqueza, promover beneficios sociales, ser laicos, respetuosos con las minorías  y defensores del medio ambiente; mientras la derecha perpetuamente beneficia económicamente a las oligarquías y es religiosa, intolerante y poco interesada en el medio ambiente.

Sin embargo, la historia reciente desmiente esta dicotomía. Ni el populismo de izquierda es siempre laico, tolerante con las minorías y defensora del medio ambiente, ni el derecha renuncia a desarrollar políticas asistencialistas, que son eso -y no otra cosa- los programas de supuesta “distribución del ingreso” diseñados, en realidad, para la creación de clientelas electorales.

Las estrategias y políticas de los autoritarios actuales de izquierda y derecha son gemelas. Invariablemente hacen sentir al electorado como una perpetua víctima de las elites y de las clases políticas tradicionales.

Fomentan intensamente un voluntarismo irracional al renunciar a entender de manera objetiva las complicaciones de la vida, con todas sus enrevesadas contradicciones, para facilitar  el encumbramiento de promesas simplistas. El carisma, el maniqueísmo y el victimismo sustituyen así la incómoda necesidad de pensar. 

El caudillo de izquierda o derecha siempre dice: “Ha llegado la salvación, soy yo”. Es el mesías, el esperado, quien no puede llevar a cabo su misión redentora dentro de los lentos y controlados cauces de la institucionalidad democrática.
Caracteriza a los hombres fuertes de izquierda y derecha la promesa de volver a un “mítico pasado”, a una época perdida cuando, supuestamente, todo era mejor y más feliz.

También los asemeja su desinterés por la defensa global de los derechos humanos.
El populismo no es "ni de izquierda ni de derecha", es una doctrina sustentada por el lenguaje del agravio, centrada en identificar al enemigo, anti institucional, mesiánica e hipernacionalista. Impera siempre el discurso del odio, el rechazo frontal al “enemigo identificado”.

No entiende la política como un diálogo, sino como una lucha entre “leales” y “traidores”.

A final de cuentas terminan los populistas por renunciar al progreso social para favorecer a nuevos grupos dominantes y en apelar, sin escrúpulo ideológico alguno, a cualquier tipo de recurso para mantener el poder.

América Latina da de ello testimonio fehaciente. En años recientes hemos visto en el subcontinente casos inauditos de populistas de “izquierda” enfrentados con comunidades indígenas, supresores de derechos humanos y laborales, descuidados del Medio Ambiente, corruptos hasta la médula y recurrentes constantes de expresiones y actitudes religiosas e incluso chamanistas. 

*Publicado en el diario ContraRéplica el 9 de enero de 2019

60 años de Fiasco, Desaliento y Tiranía



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Seis décadas de revolución cubana y el sentimiento que priva tanto en la isla como fuera de ella es de duelo por un país estancado, pobre y rehén de una clase política envilecida e inepta.

Sorprende la persistencia de un proceso desde hace mucho tiempo desahuciado, de un fiasco sin paliativos cuyas características primordiales son la dictadura, la impericia administrativa, la corrupción rampante y una pavorosa anemia económica.

Sesenta años después, Cuba es un país donde el totalitarismo castrista impone hasta en los pequeños detalles de la vida cotidiana la asfixiante supremacía del Estado y su partido a una sociedad indefensa. Totalitarismo que se fundó en el carisma y las habilidades histriónicas de Fidel Castro, líder megalómano, impostor abanderado de una supuesta utopía socialista la cual terminó por ser un proyecto delirante y grotesco.

Desde sus primeros años el gobierno de Castro fue una decepción. Llegó al poder el demagogo proclamando promesas absurdas y metas quiméricas. La realidad se impuso, como suele hacerlo siempre.

La reforma agraria arruinó la industria agropecuaria cubana, la industria estatizada fue un fracaso colosal y mucho  de los logros sociales en educación y salud se alcanzaron en una sociedad que ya contaba con índices de desarrollo importantes en 1959. Floreció, eso sí la aparato militar, al grado de que Cuba sirvió de alfil soviético en algunos conflictos de la Guerra Fría, y los métodos de control social, los cuales hoy son ominoso producto de exportación, como le consta al no menos afligido pueblo venezolano.

Los éxodos de los años ochenta hicieron patente el fracaso de una revolución ya en ese momento decrépita. En los noventa, con el desplome del mundo comunista y la imposición del Periodo Especial, los cubanos se hundieron en una economía de subsistencia.

Pero el factor suerte también ha beneficiado al castrismo, primero con el absurdo empecinamiento del gobierno de Estados Unidos en continuar a todo trance el con el ineficaz y contraproducente bloqueo y, más tarde, con el ascenso al poder de Chávez, quien oxigenó al moribundo régimen cubano.

Tras el relevo de Fidel florecieron algunas esperanzas de cambio, pero pronto se vieron truncadas con el irremediable continuismo de Raúl. Apenas unas escasas y timoratas reformas económicas y algunos matices endebles de apertura social vieron la luz en estos tiempos. Algunos quedarán consagrados con la entrada en vigor de la nueva Constitución cubana, programada para entrar en vigencia en unas cuantas semanas, pero la esencia de un sistema de gobierno caduco, represor y medroso queda intacto.

Las seis décadas de revolución se celebran de maneras tristes en una isla hoy gobernada formalmente ya no por un Castro, sino por un gris apparatchik, Miguel Díaz-Canel. El desafío del nuevo gobernante es sacar del marasmo a un país en quiebra que pasó muy pronto de las grandilocuencias demagógicas a los escenarios desalentadores de los miles y miles que sobreviven gracias a las remesas de familiares radicados en el extranjero, de las calles oscuras y depauperadas, del desabastecimiento en las tiendas estatales y de una economía rezagada hace años con crecimientos anuales que apenas superan el 1%.

Cuenta Diaz-Canel como respaldos principales con la lealtad de las Fuerzas Armadas y la eficacia del aparato represivo. Corresponderá a la creatividad, capacidad de trabajo y, sobre todo, voluntad de pagar el precio de ser libres de los cubanos la posibilidad de darle a su nación un futuro viable y luminoso.

*Publicado en el diario ContraRéplica 3 de enero de 1019

Los Nuevos Cultos a la Personalidad



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Con los hombres fuertes vuelve también el culto a la personalidad, aunque con características acordes al discurso antielitista hoy en boga. Ya no se erigen estatuas del líder por doquier, ni se le glorifica a la manera de Mao, Stalin, Hitler o Kim il Sung. Los tiranos de antaño se endiosaban, los hombres fuertes de hoy (respetuosos, aún, de los rituales electorales) procuran fusionarse con “Juan Pueblo”.

Los hombres fuertes ofrecen liderar un “renacimiento nacional” en sus respectivos países a través de la fuerza de su voluntad y de amar y comprender al pueblo como nadie porque ellos también son pueblo, de hecho aspiran a ser El Pueblo.

Putin proyecta una imagen viril de torso desnudo, pero dueño de un sentido del humor digno del mujik más soez, el cual es descrito por los lisonjeros como “lenguaje elocuente, cargado de giros idiomáticos populares y comparaciones agudas”.

Los aduladores del presidente turco Erdogan lo proclaman “nuevo padre de la patria”, pero uno salido del pueblo, sencillo y cercano a las tradiciones musulmanas.

En Hungría, jerarcas de la iglesia cristiana describe a Orban como  “un ciudadano convertido en líder enviado para crear un país de honestidad, decencia y destino”.

Trump representa al tipo listo, exitoso y carismático, pero cercano al pueblo, y eso le da una connotación a  su culto a la personalidad como legitimador de todos sus dislates. Incluso, su torcida forma de ser es exonerada por fundamentalistas de la derecha cristiana, quienes advierten “el plan genial de Dios de usar a un pecador estándar en la salvación de Estados Unidos”.   

Hugo Chávez procuró en vida ser producto del pueblo y su perfecto representante, aunque su culto se convirtió en adoración cuasi religiosa tras su muerte.

En Bolivia, el “Museo de la Revolución Democrática y Cultural” está dedicado a exaltar el humilde origen indígena de Evo Morales, y su modesta infancia es ilustrada en el bonito libro para niños “Las Aventuras de Evito”.
De maneras sigilosas, pero constantes, todo culto a la personalidad pasa de ser un sentimiento espontáneo a una política oficial legitimadora de regímenes autoritarios.

Las nuevas tecnologías y modernos conceptos mercadotécnicos se suman a las viejas prácticas de aduladores y sicofantes para servir a los propósitos de los gobernantes megalómanos.

Vivimos una época de culto al líder quien, en el fondo, “es como uno”:  hombres del pueblo hechos a sí mismos, personas sencillas para fascinar a la gente sencilla pero, de alguna manera, señalados por la providencia. Seduce el desparpajo de los nuevos hombres fuertes, sus incorrecciones políticas, su chabacanería. 

Así sucede con Putin, Orban, Erdogan, Chávez, Evo -entre otros- y así será con los que, tristemente, se acumulen a la lista a lo largo de nuestro atribulado mundo en el futuro cercano.


*Publicado en el diario ContraRéplica 26 de diciembre de 2018

Hombres Fuertes


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En todo el mundo decae la democracia representativa y tenemos a hombres fuertes en el gobierno de cada vez más naciones. A partir de finales de los años noventa resurgió con ímpetu el populismo latinoamericano con personajes como Hugo Chávez, Daniel Ortega, Evo Morales y Rafael Correa. Al comenzar el nuevo siglo aparecieron personajes como Vladimir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Viktor Orban y Rodrigo Duterte. Todos fueron electos democráticamente en las urnas, pero han concentrado durante sus gobiernos un poder excesivo. 

Se ha inaugurado una etapa de incertidumbre global con un cambio de paradigma donde gobernantes con vocación personalista y talante autoritario se valen de los métodos de las democracias tradicionales y de los medios masivos de comunicación para llegar al poder y sostenerse indefinidamente en él. Si hasta el inicio del actual siglo liberalismo y democracia se habían sostenido como un binomio indisoluble, ahora vemos como se disgregan.

Tras la ola democratizadora que se experimentó tras la caída del muro de Berlín muchos pensaban que las dictaduras, los cultos a la personalidad y los “hombres fuertes” eran cosa del pasado. Pero contra los pronósticos de los más optimistas, el personalismo ha vuelto en iracunda vorágine. Casi siempre lo ha hecho con la pretensión de corregir graves desequilibrios sociales. Ante las transformaciones del mundo globalizado los ingresos y las perspectivas de futuro de la gente común se han estancado, si no es que reducido. 

La indignación cunde contra las elites y los “establishments”, pero también contra las instituciones de representación política.
Los hombres fuertes despiertan grandes ilusiones. Tienen en común la idea de que las cosas pueden cambiar a base de pura voluntad, por ello desprecian a las instituciones y no tardan en socavarlas. Convencidos de su capacidad única para canalizar las opiniones de la gente común, abuzan de las fobias nacionalistas, de la manipulación informativa y de la estrategia maniquea de culpar de todo mal a la oposición, a los inmigrantes, a los enemigos internos y externos y a todo tipo de apócrifos villanos.
El discurso de odio al que constantemente apelan los hombres fuertes se traduce en el aumento de la inestabilidad global y eso da lugar a una época cada vez más turbulenta. Son encantadores de serpientes, hábiles pescadores en ríos revueltos, pero también aprendices de brujo. 

Todo esto sucede, lamentablemente, con el acuerdo tácito de segmentos sociales que a lo largo del  planeta prefieren ver a dictadores en ciernes en el gobierno como una supuesta mejor opción frente al miedo, la desigualdad y la inseguridad. 

Cada vez más naciones se entregan al frenesí de líderes inspirados por visiones de un supuesto “destino supremo”, pero los problemas complejos de las sociedades modernas requieren para su solución mucho más que adalides providenciales.

*Publicado en el diario ContraRéplica, 12 de diciembre de 2018