domingo, 16 de febrero de 2020

La Epidemia de Xi Jinping




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Hace apenas dos años, el presidente chino Xi Jinping parecía imparable. Ya era, en ese momento, el líder chino con más poder acumulado desde la era de Mao Zedong, y su permanencia parecía garantizada cuando el XIX Congreso del Partido Comunista Chino eliminó de la Constitución los límites a la posibilidad de reelección. 


Sin embargo, desde entonces se han acumulado los problemas: las protestas en Hong Kong, la ralentización económica, las críticas al colosal proyecto de Nueva Ruta de la Seda y la guerra comercial con Estados Unidos.

Ahora, a todos estos retos debemos añadir el la epidemia del coronavirus, quizá el potencialmente más peligroso para la estabilidad des régimen totalitario chino. 


La expansión del virus fue favorecida por la estricta censura de medios, la incapacidad de autoridades locales y el miedo de funcionarios menores a informar a sus superiores sobre las verdaderas dimensiones del peligro.

El tratamiento dado por la policía al doctor Li Wenliang, quien fue el primero en alertar sobre el coronavirus, y su posterior muerte, han provocado una inusitada avalancha de comentarios indignados en las redes sociales chinas, una explosión de rabia acumulada pocas veces vista en este país en su historia reciente. 


La policía buscó a Li, pero no para obtener más información del virus, sino para intimidarlo por difundir “falsos rumores” y pretender, con ello, “dañar al orden social”. Le advirtieron, “seriamente”, contra su “obstinación e impertinencia”, lo amenazaron con la cárcel si persistía con esa “actividad ilegal” y lo obligaron a firmar una carta de arrepentimiento.


Con su muerte, Li se convirtió en un mártir de la represión del régimen. “Recuerden su cara. Es la de un médico caído, un ciudadano diciendo no a las mentiras. Si su muerte no despierta a la nación, no merecemos vivir en este planeta”, así reza uno de los iracundos comentarios subidos en Weibo, la principal red social en China, junto con millones de acusaciones contra las autoridades por su opacidad en la información y lentitud de reacción.

Muchos internautas chinos incluso llegan a describir la epidemia del coronavirus como “el Chernobyl chino”. Por ello podría convertirse en el mayor desafío para el sistema totalitario desde Tienanmen. 


Y no solo en la política, los efectos en la economía son incalculables. Hay quienes de la posibilidad de un crecimiento menor al 5 por ciento del PIB chino para este año. Obviamente, ello tendría repercusiones globales muy negativas.


Todo esto daña la imagen de Xi Jinping, justamente porque al concentrar tanto poder en sus manos le resulta muy difícil señalar a otros responsables.

Es prematuro hablar del fin de Xi, quien ha afianzado un sólido control sobre el gobierno y eliminado a sus potenciales adversarios. Pero con su prestigio manchado, su hegemonía se resquebraja.


Pedro Arturo Aguirre

¿Cuál Boris Johnson?




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Una vez consumado el Brexit, los británicos y el mundo se preguntan sobre cuál Boris Johnson habrá de gobernar el Reino Unido en esta etapa de nuevos e ingentes desafíos: ¿El pragmático, liberal y peculiar alcalde de Londres dueño de un estilo desenfadado y divertido, o el furioso y autoritario populista promotor del Brexit a base de demagogia y flagrantes mentiras? 


Tocará ahora negociar con la Unión Europea un nuevo tratado comercial y buscar las mejores formas de deshacer los centenares de acuerdos firmados en el casi medio siglo de integración en temas como tasas aduaneras, seguridad, inmigración, agricultura, pesca, política fitosanitaria, normas industriales, sin olvidar el temible asunto de la frontera irlandesa.


Una vez concluido todo ello, Johnson deberá cumplir su promesa de convertir al país en una “gran potencia” con un programa masivo de inversiones, sobre todo en el norte del país, la región más afectada por la desindustrialización promovida por Margaret Thatcher.


Pero reactivar la máquina productiva y poner fin a las políticas de austeridad practicadas desde la crisis de 2008 exigirá incrementar el déficit del Estado o aumentar los impuestos.


Johnson deberá, por tanto, escoger entre sus nuevos electores del norte de Inglaterra y los conservadores tradicionalmente liberales del sur.

También será crucial un tratado de libre comercio con Estados Unidos, es decir, con Donald Trump, quien tanto aplaudió el Brexit. Los escollos incluirán revisar el régimen fiscal de las poderosas empresas norteamericanas del sector digital, atender la demanda norteamericana de exportar productos alimenticios con menos regulaciones sanitarias y enfrentar lobby de las poderosas farmacéuticas norteamericanas, la cuales pretenden ingresar al mercado del sistema público de salud.


A Trump le encanta hacerse el fuerte en las negociaciones comerciales, y con la reciente decisión sobre permitir en el Reino Unido el desarrollo de Huawei Johnson demostró no estar dispuesto a hacer cualquier concesión.

Por supuesto, también está el tema del posible resquebrajamiento del Reino Unido. En Irlanda del Norte y Escocia se avivan, poderosos, los barruntos de secesión. 


En resumen, se ven venir tiempos difíciles. Ante ellos, Boris se verá tentado a mantener el estilo vociferante del confrontacionista implacable y falsario, del politiquillo aficionado a culpar de todos los males a algún elemento externo supuestamente hostil.  Es el truco más viejo del manual populista. 


Hace unos días, el escritor Ian Mac Ewan comentó en un estupendo artículo: “Hemos sido testigos de la caída en desgracia de la argumentación razonada. El impulso del Brexit contenía importantes elementos de la ideología de sangre y tierra con toques de nostalgia imperial. Estos espeluznantes anhelos se elevaban muy por encima de la realidad”.

Boris llegó al poder esgrimiendo argumentos ajenos a la racionalidad económica o política. Sin duda intentará mantenerse en él de la misma forma.


Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
5 de febrero de 2020

La Decadencia del Senado Norteamericano




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Cada vez en más naciones se consolidan en el poder dirigentes de claro cariz autoritario y pavorosa inopia intelectual. Y una fauna aún más espeluznante encontramos en la lista de legisladores de cualquiera de los países donde la democracia peligra.

Cierto, ningún tipo de régimen se salvaba de gobernantes y legisladores pedestres. Siempre la política ha sido modus vivendi de muchos mediocres. Pero en los regímenes personalistas este fenómeno se agudiza. En ellos es aún más palmaria la necesidad de los líderes de contar más con fidelidad y menos con capacidad, honestidad o experiencia. No se busca calidad en los correligionarios, sino absoluta lealtad.

Evidentemente, no basta con ser culto o contar con antecedentes académicos relevantes para ser buen gobernante o legislador. Muchos elementos juegan para forjar a un estadista genuino: sensibilidad, intuición, paciencia, aplomo, carácter. Pero, parafraseando a Carlos Fuentes, una sólida formación intelectual otorga una mayor y más amplia visión del mundo, de la historia, de los pueblos y de la vida.

La devaluación de la calidad de los políticos se ha hecho notoria en la otrora asamblea legislativa más importante del mundo: el Senado de Estados Unidos, síntoma neurálgico del declive democrático norteamericano.

El Senado nunca ha sido perfecto, pero por ahí han pasado muchos de los más destacados, carismáticos e inteligentes políticos en la historia norteamericana y, con  altibajos, por más de doscientos años sirvió como bastión del republicanismo constitucional.

Sin embargo, a partir de la creciente polarización de la política, el Senado se ha convertido, paulatinamente, en una parodia disfuncional de la labor como equilibrador político para el cual fue concebido, y sus integrantes son, cada vez con mayor frecuencia, personajes de baja estofa.

Con el juicio de impeachment a Donald Trump el Senado ha alcanzado su nivel más bajo. Desde el principio del proceso, los senadores republicanos dejaron clara su intención de no sancionar los evidentes abusos de poder e ilegalidades perpetradas por el presidente y rechazaron, de tajo, citar testigos y solicitar documentos al gobierno.

Monumentales son su hipocresía, cinismo y mala fe, sobre todo habida cuenta de cómo se comportaron en el impeachment de Clinton, cuando demandaron a los demócratas “ser imparciales, hacer justicia y poner los intereses del país por encima de los partidistas”.

Esta denodada y obscena defensa de Trump destruye la reputación del Senado y perjudica fatalmente a la democracia norteamericana.

Y asomarse por las cámaras legislativas de los países con gobiernos cada vez más personalistas nos da lecciones similares de abyección y vergüenza.

Hace muchos años, Porfirio Muñoz Ledo (con quien trabajé en el Senado) me comentó tras observar la envilecimiento de los legisladores del, en aquel momento, partido dominante: “No hay democracia que sobreviva Congresos llenos de serviles ignorantes y ociosos”. Tiene razón.

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
29 de enero de 2020



Hasta que la muerte nos separe…







Anhelo de los déspotas desde el inicio de los tiempos es permanecer en el poder al  mayor tiempo posible, de preferencia hasta la muerte y, si se puede, hasta más allá. 


Los mayoría de los grandes dictadores de antaño prescindían de celebrar elecciones y, simplemente, se eternizaban en el poder, como lo hicieron Stalin, Mao, Franco, Hitler y tantos más. Y lo de tratar de conservar el poder tras la muerte no es broma: Kim Il Sung sigue ejerciendo, oficialmente, como presidente de la República Popular de Corea pese al “detalle” de haber fallecido en 1994.


Pero vivimos en la época de las “democracias iliberales”: regímenes donde se respetan las prácticas formales de la democracia liberal, pero en los hechos se erosiona la división de poderes, la celebración de elecciones justas y los derechos ciudadanos básicos.


Los hombres fuertes de hoy necesitan de ingenierías políticas para darse un marco de legitimidad y continuar ejerciendo sus mandatos sin condenas internacionales ni estallidos sociales.


Buscan fórmulas para mantener en sus  manos el control real del gobierno una vez concluidos sus mandatos en lugar de intentar reelegirse sin límite.

El caso reciente de Evo Morales ilustra muy bien los riesgos de pretender extender demasiado la liga reeleccionista. 


También Turquía da un buen ejemplo de los peligros de probar persistir en el mando sin ensayar una estrategia de “disimulo”. Erdogan diseñó para sí mismo un sistema hiperpresidencial, pero para hacerlo fingió un golpe de Estado en su contra y desató una burda ola represiva. Su gobierno se ha debilitado.


La semana pasada, Vladimir Putin anunció cambios importantes en la Constitución para quitarle poder a la presidencia y darle más al primer ministro y al Consejo de Estado. 


Desde luego, esto no se debe, precisamente, a una repentina “vocación democrática”.


Putin goza aun de gran popularidad, ¿por qué no ganar una tercera reelección consecutiva? Por el temor a eventuales protestas. Ya el verano pasado Rusia fue testigo de manifestaciones y reclamos callejeros.


En la propuesta de reforma se incrementa el poder del primer ministro. Quizá la idea de Putin sea ocupar ese cargo y dejar la presidencia un “hombre de paja”, como ya pasó en el período 2008-12.


O también podría desempeñar la presidencia del Consejo de Estado, órgano hasta ahora emblemático pero fortalecido con la reforma. Sucedió en Kazajistán, exrepública soviética de Asia Central, donde el dictador Nursultan Nazarbayev renunció a la presidencia de la República para ser proclamado “presidente vitalicio del Consejo de Seguridad”.


Pero no solo se trata de mantener el poder, sino de conservar inmunidad. Los dictadores suelen hacerse de muchos enemigos durante sus largos gobiernos. Temen a las venganzas. Asimismo, sus malas decisiones los hacen susceptibles a ser, eventualmente, llamados a cuentas por sus gobernados.

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
22 de enero de 2020

Los Hombres Fuertes van a la Guerra




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Los líderes con tendencias autoritarias de todos los tiempos siempre se han servido para consolidarse en el poder de guerras o de graves crisis a la seguridad nacional, ya sean reales, ficticias o (como suele suceder) provocadas por ellos  mismos. 


Quizá el ejemplo más clásico es el famoso incendio del Reichstag de 1933, el cual sirvió de pretexto para el establecimiento definitivo de la dictadura hitleriana en Alemania. 


Casos más recientes lo dan dictadores de todos colores y sabores. Dos los ofrecen Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdogan.


El mandatario ruso ganó la presidencia gracias a la forma como enfrentó la crisis Chechena cuando era primer  ministro y ha logrado mantener y, en su caso, recuperar altos niveles de popularidad en virtud a la fiebre nacionalista desatada en su país como consecuencia de las intervenciones militares en Georgia y Ucrania.


La anexión de la península de Crimea instigó una ola de patriotismo en Rusia la cual impulsó la popularidad de Putin hasta máximos históricos. El año previo las cosas se habían puesto difíciles a causa, sobre todo, de la crisis económica y el aumento de la edad de jubilación.


Otro caso reciente de crisis provocada fue el pseudo intento de golpe de Estado acontecido en Turquía en 2016. Hace poco apareció la traducción al español del estupendo ensayo “Cómo Perder un País”, de Ece Temelkuran, columnista muy crítica del gobierno autoritario de turco. Este libro describe la forma como se perpetró un grotesco montaje de crisis nacional para dar la puntilla a las libertades políticas . Al final, la autora hace a sus lectores de todo el mundo, pero sobre todo a quienes viven bajo regímenes populistas, una lúgubre advertencia “lo sucedido en Turquía también les amenaza a ustedes. Es una locura global”.


Donald Trump recurrió a este viejo truco al provocar una crisis internacional con el asesinato del segundo hombre más poderoso de Irán, Qassem Suleimani. Este crimen violó todas las prácticas y normas del derecho internacional. También provocó una severa condena por parte de un sector de la opinión pública mundial e incluso nacional en Estados Unidos. Pero, a decir verdad, sorprende al no haber sido más extensiva. Después de todo se trató del asesinato de un oficial de gobierno, no de un terrorista común, y la acción se efectuó bajo acusaciones no sustentadas con pruebas fehacientes. 


Por encima de consideraciones éticas o del derecho internacional (por otro lado, al parecer cada vez más relativas) Trump tomó la decisión con las elecciones presidenciales de este año en mente. La popularidad del presidente es estable, pero relativamente baja. Una operación militar puede ser muy oportuna para ganar puntos en las encuestas, reducir las críticas y, eventualmente, justificar prácticas personalistas y autoritarias.


Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
15 de enero de 2020

Las Dos Décadas de Vladimir Putin




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El último día de 1999 Boris Yeltsin sorprendió al mundo al renunciar intempestivamente a la presidencia de Rusia y dejar como su sucesor al entonces primer ministro Vladimir Putin, un ex espía de la KGB quien se entrenó para pasar desapercibido.


 Su éxito no se dio en una revolución o campo de batalla, ni es el caso de un ardiente populista que se haya impuesto en las urnas con discurso antisistema. Su ascenso, meteórico, se dio tras el telón. 


Entró en política de la mano de Anatoly Sobchak, alcalde de San Petersburgo. Yeltsin no tardó en reconocer en Putin a un trabajador incansable, tenaz, eficaz para resolver problemas. En 1997 ascendió a vicejefe del gabinete presidencial, solo un año más tarde era designado a jefe del FSB (organismo sucesor del KGB) y en 1999 llegó a primer ministro. 


No habían pasado ni diez días de su nombramiento como jefe de gobierno cuando Putin lanzó la segunda guerra chechena. Ahí Putin ganó fama de un tipo duro que no se anda con rodeos. 


Durante su primer  mandato (2000-04), puso orden en un país a la deriva. Mucho ayudaron para ello los elevados precios del petróleo. La economía nacional se estabilizó, la política interna empezó a endurecerse y en la externa Rusia abandonó su condescendencia con Occidente. 


Su segundo cuatrienio (2004-08) estuvo marcado por un autoritarismo cada vez más palmario, asesinatos de adversarios políticos, crecientes violaciones a los derechos humanos y acoso a partidos y organizaciones de oposición.

Tras prestarle la presidencia a Medvedev cuatro años (2008-12), Enfrentó al iniciar su nuevo mandato crisis económica y creciente descontento. Por eso decidió jugar la carta nacionalista. Sus intervenciones en Georgia y Ucrania le dieron lustre imperialista a su régimen. 


Hoy, tras veinte años de gobierno, Putin presume estabilidad política (Stabilnost), seguridad pública y, hacia el exterior, una actitud desafiante frente a occidente (que no ante China) y la defensa irrestricta de las minorías rusas en las repúblicas ex soviéticas.


Pero la balanza le va en contra. Apostó demasiado a geopolítica global en detrimento del desarrollo nacional. El nivel de vida de los ciudadanos, en general alto en los años del boom petrolero, ha ido menguando los últimos años de forma notoria. La economía es demasiado dependiente de los precios de los hidrocarburos. El gobierno no ha sido capaz en estas dos décadas de lanzar al país a una economía competitiva posindustrial exitosa, la corrupción es rampante en todos los niveles, el Estado de derecho es frágil, por decir lo menos. El sistema político es cada vez más autoritario, el culto a la personalidad del presidente ya llega a ser grotesco y en política exterior esta pretendida superpotencia va en la ruta de ser un apéndice de China.




Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna Hombres Fuertes
8 de enero de 2020