miércoles, 18 de diciembre de 2013

Los Washington Redskins vs. La Tiranía de la Corrección Política.


Una inconmensurablemente ridícula polémica se ha suscitado en torno al nombre del glorioso equipo de futbol americano de los Pieles Rojas de Washington (Washington Redskins), uno de los equipos más tradicionales de la NFL que, de hecho, es una de las franquicias fundadoras de la liga. 

Aficionado al fútbol americano soy, y por alguna extraña razón siempre le he sido leal a este equipo y lo sigo siendo a pesar de que estos chicos llevan un buen rato sin  dar “pie con bola”, sobre todo desde que los compró un sujeto deleznable de apellido Snyder, especie de Jorge Vergara gringo que siempre anda metiendo su cuchara en todas las decisiones estrictamente deportivas de los Redskins y que incluso es más perjudicial para su causa de lo que es Jerry Jones para los infames Lecheros de Dallas lo cual, créanme, ya es decir mucho, ¡Muchísimo!

Pues bien, mis Redskins hoy, además de estar terminando con una temporada execrable, son acusados de utilizar como mote un término “racista por algunas asociaciones de nativos americanos, además de por personajillos y politicastros que no tienen nada mejor que hacer.  El colmo llegó cuando el presidente Obama irresponsablemente se unió a las voces críticas que exigen a los pieles rojas que cambien de apodo. ¡Qué pena que este presidente tan medianito se dedique a quedar bien con la progresía más afecta a la los excesos de la corrección  política en lugar de dedicarse a tratar de enderezar su tan malhadado gobierno!

Es fácil, muy fácil,  que la corrección política se deslice con naturalidad hacia los extremos. Es cierto que una dosis saludable de moderación en el discurso  debe contemplarse para no caer en actitudes racista u ofensivas y de maltrato a las minorías, pero el problema empieza cuando en el afán de no herir con las palabras se llega, de plano, a restringir el derecho de libertad de expresión, al ridículo o a pretender anular, como en el caso de los Redskins, una tradición bastante añeja y completamente inofensiva que jamás a tenido la pretensión de ofender a nadie. Porque si bien es cierto que el apelativo de “pieles rojas” fue un peyorativo utilizado por ciertos sectores de la población blanca hace mucho tiempo, lo cierto es que el término  tuvo su origen en una expresión nativa, una forma en la que los indígenas norteamericanos se autodenominaban y con orgullo, por cierto. Hasta el diario digital Slate, de orientación liberal y que fue uno de los precursores de la campaña anti redskins, acaba de reconocer que este apelativo fue, efectivamente, auto asignado Ror los indígenas norteamericanos y que las comparaciones con insultos como “nigger”, wetback” o “chink” no tienen razón de ser.

El debate público en Estados Unidos y muchos países más (incluido México) se ha llenado de fáciles acusaciones de homofobia, racismo, xenofobia, sexismo, maltrato animal y desprecio por la discapacidad o por la religión ante ya casi cualquier alusión, broma o comentario. Muchos nos preguntamos, sin por ello apoyar ninguna actitud racista o excluyente, si tanta exageración se ha vaciado de sentido común. Lo peor es que los abusos de la corrección política provocan cansancio del ciudadano, cada vez más harto de escaladas que rozan el absurdo, y lamentablemente dan lugar a que comentaristas y políticos demagogos extremistas utilicen la lucha contra la corrección política como arma para hacerse populares. Así, mientras unos se afanan para ser políticamente correctos y en elaborar discursos nada ofensivos y "democráticamente inclusivos", otros explotan con mucho éxito exactamente lo contrario. Es el poder de la incorrección que en Estados Unidos exhiben tipos como Glenn Beck, Rush Limbaugh y el Tea Party y en Europa gente como Aznar, el checo Václav Klaus y el incorregible Silvio Berlusconi.

El fenómeno ha contagiado a todo el debate público. Mientras se multiplican las denuncias de los pudibundos contra la publicidad, la televisión, Internet o la ficción políticamente incorrectos crece el éxito de los Simpsons, Peter Griffin (Family Guy), el doctor House o Dexter. Quien se desmarca claramente de la corrección política tiene garantizada la atención pública. El discurso políticamente correcto, de tan exagerado, se percibe como hipócrita por una creciente parte de la sociedad. Los excesos alimentan los excesos. Las salidas de tono de algunos políticos posiblemente no serían tan efectistas de no existir el extremo contrario, cuando la corrección pierde su función de defensa de las minorías y se adentra en el eufemismo trivial.

El adjetivo “Piel Roja” no tiene un origen peyorativo y según varias encuestas los nativos americanos de hoy no se sienten en su mayoría ofendidos por el mote. De hecho, un sondeo efectuado por el prestigiado Annenberg Public Policy Center arrojó que el 90% de los nativos no tienen problema con el apodo. Asimismo, las encuestas demuestran que, de forma abrumadora, los aficionados al Fútbol Americano se niegan a que los Pieles Rojas cambien de nombre. Se trata de un juego de políticos oportunistas ociosos que pretenden medrar con este indigno debate y que solo provocan reacciones con la misma intensidad, pero en sentido contrario. Como lo dijo muy oportunamente el mariscal de campo piel roja Robert Griffin III, en el único momento de lucidez que ha tenido este año catastrófico el pobre muchacho: “En el país de la libertad se nos quiere tener como rehenes de la tiranía de la corrección política.”
Para ser efectiva, la corrección política debe servirse en dosis inteligentes oportunas y moderadas.

Así que, amigos, Heil to the Redsins! Forever!

lunes, 9 de diciembre de 2013

La Otra Muerte que Conmovió a Sudáfrica: El Asesinato del “Anti Mandela”


 

Hendrik Verwoerd
Ocurrió hace casi cincuenta años una muerte que también conmovió a Sudáfrica, pero a diferencia de ahora entonces quien falleció fue un hombre infame. Hendrik Verwoerd, fue el arquitecto del apartheid y artífice de los “bantustanes”, los territorios creados para no blancos que se diseñaron para segregar a la población de color. Este hombre, que fue psicólogo, sociólogo , periodista y político, nació en Ámsterdam en 1901 y fue toda su vida, como él siempre lo admitió sin rodeos, un “Afrikaner de extrema derecha”. Obtuvo un doctorado en la Universidad de Stellenbosch y luego se fue a Estados Unidos y Europa, donde realizó estudios de postgrado en varias universidades, incluyendo Hamburgo y Berlín. En 1928 regresó a Sudáfrica (donde había arribado con su familia cuando tenía dos años) y fue nombrado profesor de Psicología Aplicada y Sociología en la Universidad de Stellenbosch. Desde muy joven desarrollo inclinaciones filo nazistas y de supremacismo racial. En 1936 se unió a un grupo de seis profesores radicales que protestaron vehementemente contra la admisión en Sudáfrica de refugiados judíos de la Alemania nazi. Con este hecho Verwoerd demostró que estaba destinado a ser rodeado por la polémica. Al año siguiente se convirtió en el primer editor de Die Transvaler, el periódico del Partido Nacional en Johannesburgo, que bajo su dirección editorial se convirtió en un instrumento propagandístico de los nazis en Sudáfrica. Con la derrota de Hitler, Verwoerd se vio obligado a moderar sus inclinaciones nacionalsocialistas, pero su racismo y odio por todo lo que no fuera como él se mantuvo intacto. En 1948, el Partido Nacional llegó al poder en las elecciones generales y Verwoerd fue electo senador. Dos años más tarde entró en el Consejo de Ministros como encargado de Asuntos Nativos , donde mucho contribuyo a la instauración del apartheid, definido eufemísticamente por Verwoerd como “el sistema que proporciona igualdad de oportunidades a todas las personas…pero estrictamente dentro de su propio grupo racial”.


En 1958 Verwoerd se convirtió en primer ministro. Como gobernante consolidó el sistema de discriminación racial y reprimió brutalmente las protestas de la mayoría negra (como en la célebre masacre de Sharpeville en 1960), encarcelando a sus principales dirigentes, siendo uno de ellos un tal Nelson Mandela. El 6 de septiembre de 1966, en plena sesión parlamentaria, justo cuando tomaba asiento en su escaño un ujier de la cámara de nombre Dimitri Tsafendas se le acercó de repente, sacó de entre sus ropas una daga, levantó con ella la mano derecha y apuñaló a Verwoerd cuatro veces en el pecho . Cuatro miembros del Parlamento que eran los médicos se apresuraron a la ayuda del Primer Ministro, quien de inmediato fue trasladado a un hospital cercano donde murió a los pocos minutos de su llegada. Que yo sepa, Verwoerd ha sido uno de los dos únicos mandatarios que han sido asesinados durante una sesión parlamentaria, siendo el otro Spencer Perceval, asesinado a la entrada de la Cámara de los comunes en 1812 y convirtiéndose, así, en el único primer ministro británico en ser asesinado. La historia de este magnicidio es magistralmente narrada por el escritor Henk Van Woerden en la novela El asesino (piublicada en español por Mondadori en 2001). No hubo ninguna interpretación ni  intencionalidad política sobre este asesinato. Muy pronto, y sin las dudas que suelen acompañar a los eventos de este tipo, quedó claro que fue obra de un asesino solitario, quedando descartada cualquier posibilidad de complot. El hombre que lo mató era hijo ilegítimo de un padre griego y de una madre africana. Su pecado fue vivir en el lugar equivocado, la Sudáfrica del racismo y el apartheid, donde solo era uno más entre tantos parias, en un hombre sin patria ni identidad. Deambuló por toda África embarcado en cargueros, hasta que en Ciudad del Cabo buscó asentarse e iniciar una nueva vida. Pero Tsafendas “era demasiado negro para los blancos y demasiado blanco para los negros”. Consiguió un trabajo como ujier en el Parlamento y poco después decidió cometer su hazaña.

Van Woerden estremece con su relato. Presenta a Tsafendas como un hombre roto, siembre maltratado, ninguneado, escarnecido en la infame Sudáfrica del apartheid que un buen día decide matar al racista por antonomasia, al filonazi irredimible, al irreductible supremacista racial. Muy pocos fuera de Sudáfrica lamentaron la muerte de tan siniestro personaje, pero a su funeral asistieron más de un cuarto de millón de afrikáners. Un pedazo de alfombra con la sangre derramada de Verworerd se exhibió como recuerdo en el vestíbulo de la sala de sesiones del Parlamento hasta que en 2004 el gobierno decidió retirarla. Hoy ya nadie quiere acordarse de Verwoerd, símbolo de un oscuro pasado.  

viernes, 6 de diciembre de 2013

¡No se rían, lo de Okinawa es muy, muy grave!


 
Todo el  mundo riéndose (otra vez) de las burradas de Peña Nieto, pero la realidad es que en la prefectura de Okinawa, allá en Japón, se encuentra un aparentemente insignificante archipiélago de cinco islas deshabitadas y tres arrecifes que podría convertirse en el “Sarajevo” del siglo XXI. La semana pasada, China anunció que reconocía como zona de identificación de defensa aérea (ADIZ, en inglés) la región donde se ubican estas mugrosas islitas, las cuales disputa con Japón y que son conocidas como “Senkaku” (en Japón) o ““Diaoyu” (en China). Centenario es el odio y los rencores que se profesan mutuamente chinos y japoneses. Por eso un periódico británico tituló una editorial que dedicó al tema como “Islas Vacías, Heridas abiertas”. Todavía los chinos resienten a fondo las inconmensurables e incontables atrocidades perpetradas por los hijos del Sol Naciente durante la invasión y ocupación japonesa del territorio chino durante la Segunda Guerra Mundial, tales como la masacre y violación de Nanking, en 1937. Hoy que China se ha convertido en una de las principales potencias militares y económicas del mundo, no está dispuesta a seguir tolerando lo que ellos sienten nuevos agravios de sus viejos rivales. ¿Exageración? ¿Nacionalismo trasnochado? Puede ser, pero la realidad es que la responsabilidad de estas tensiones recae, desde mi punto de vista, más en el gobierno japonés que en el chino, y eso que la propiedad de las islas Senkaku fue reafirmada bajo el Tratado de Paz de San Francisco en 1951, que demarcó el territorio japonés después de la Segunda Guerra Mundial, y en el Tratado de Restitución de Okinawa en 1971, que regresó los derechos de administración de Okinawa, incluyendo las islas Senkaku, de Estados Unidos a Japón.
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La razón fundamental del deterioro de las relaciones entre Japón y sus dos vecinos más importantes, China y Corea del Sur, se debe a que los gobiernos japoneses desde el fin de la segunda guerra mundial se niegan a reconocer las atrocidades de la guerra perpetradas por el ejército de su país, las cuales no tienen nada que envidiar a las cometidas por los nazis en Europa. Aún más, lejos de hacer algún acto de contrición, el actual primer ministro, Shinzo Abe, y muchos políticos japoneses explotan un discurso nacionalista agresivo en el que demandan que su país vuelva a tener el derecho a convertirse en una potencia militar, cosa hoy prohibida por la Constitución del país. En contraste con lo que sucedió con Alemania, nación que si ha sabido hacer un examen de conciencia sobre el nazismo y sus fatales consecuencias, Japón no considera tener la culpa de nada. Al contrario, se consideran más bien víctimas del conflicto por los episodios atómicos sufridos en Hiroshima y Nagasaki.

Las tensiones en los mares de oriente han resurgido periódicamente desde que al comenzar el actual siglo China se convirtió en un poder marítimo más proactivo, pero en 2012 la disputa cobró un carácter decisivamente más preocupante con la decisión unilateral de Tokio de “nacionalizar” las islas". Además,  Japón ha negado sistemáticamente la mera existencia de una disputa. La política de Shinzo Abe desde que llegó al poder se ha basado en la noción de una “resurgencia japonesa”, y en ese sentido refleja una mayor reticencia de Japón a tolerar lo que se percibe como intrusiones de China en territorio japonés. Ahora China pretende con el anuncio de la ADIZ incrementar la presión sobre Japón para que reconozca que existe un conflicto territorial.

 El hecho Japón mantenga su orgullosa postura es una desgracia para Asia. Recuérdese que, en buena medida, gracias a que Alemania enfrentó su pasado fue posible la construcción de la Unión Europea bajo las bases de la paz, la democracia y la cooperación supranacional. Si Japón adoptara una conducta similar, las relaciones de la región Asía-Pacífico, la más pujante en la actualidad de todo el orbe, mejoraría sustancialmente. Pero no existe ni el más mínimo inicio de que eso pudiera suceder en el futuro cercano. Tenemos entonces un escenario donde que una potencia declinante pero jactanciosa encara el rencor de una potencia al alza y que no olvida. La combinación es peligrosa.