Es cierto que cada vez vemos a más mujeres como jefas de Estado y de gobierno alrededor de todo el mundo, pero no por ser gobernantes algunas dejan de ser objeto de deplorables ataques y prejuicios machistas. El caso más grave de esto lo ha dado Australia. Hace unos días los parlamentarios del partido laborista de aquel país destituyeron como líder de su partido Julia Gillard, quien hasta ese momento fungía como la primera mujer jefa de gobierno australiana, por considerar que su impopularidad ante el electorado era insuperable y que su derrota en las elecciones generales a celebrarse el próximo septiembre era inevitable. Como su remplazo al frente del partido y (consecuentemente) del gobierno pusieron al ex primer ministro Kevin Rudd, quien había antecedido a Gillard en la jefatura del gobierno. De inmediato las encuestas de opinión empezaron a ofrecer a los alicaídos laboristas la oportunidad de vencer a sus adversarios en las urnas.¿Por qué era tan impopular Gillard? Cierto es que la forma en que llegó al poder fue algo ruda. Gillard acusó al entonces primer ministro Rudd de haber perdido el rumbo del gobierno y empezó a maniobrar para destituirlo. La estratagema tuvo éxito y Gillard fue designada nueva primera ministra. Muchos analistas, confieso que incluido yo mismo, pensamos que la maniobra de Gillard había sido asaz traicionera, pero en política estas cosas se dan todos los días. ¿O no? Quizá de haber sido hombre no hubiese faltado quien incluso halagara a Gilliard por su “maquiavelismo” y astucia política. Muchas, pero muchas más tropelías se le han perdonado, por ejemplo, al impresentable Berlusconi, quien sigue ganando millones de votos a pesar de haber gobernado a Italia con las patas y de ser centro de sus innumerables escándalos de corrupción y sexuales. En cambio Gillard pasó a ser, de inmediato, la gran villana, The Bitch que todo el mundo ama odiar.
La verdad es
que desde el principio de su carrera política Gillard fue víctima de groseros
prejuicios machistas. Cuando era viceprimera ministra un diputado conservador
expresó sus dudas de que una mujer soltera y sin hijos pudiera hacerse cargo de
los asuntos de un país. El estilo descarnado, franco y directo de Gillard era
considerado como demasiado “agresivo” por parte de los electores y no solo por
los hombres, hay que decirlo, sino las mismas mujeres que le criticaban su
presunta “desfachatez” de llamar al pan
“pan” y al vino “vino”. A la prensa sensacionalista le encantaba comparar a la
ascendente política laborista con la cínica y calculadora Miranda, famoso
personaje de la serie televisiva Sex in
the City. Ya como jefa de gobierno, Gillard fue objeto de una interminable
y visceral retahíla de insultos sexistas y agravios misóginos. Se debatía sobre
el estilo de su vestimenta, el tamaño de su trasero, la gradación de
su escote, el corte de su pelo, el tono de su voz y se especulaba si su marido
–peluquero de profesión-, era o no gay. Cuando, el año pasado, su padre murió,
un personaje de la radio tuvo el pésimo gusto de preguntarse al aire si el
señor se habría muerto de vergüenza por haber tenido la hija que tuvo.
Rumbo a la campaña el tono sexista subió a niveles grotescos. En una cena para recaudar fondos ofrecida por el
partido Liberal de Australia (oposición), el menú indicaba como su plato
estrella “codorniz a la Julia Gilliard: pequeños pechos, grandes muslos y un
gran agujero de color rojo”. El líder de la oposición, Tony Abbott,
ha tenido el descomedimiento de arengar a sus seguidores ante sendas
pancartas que tildaban abiertamente Gillard de “perra” (bitch) y “bruja”
(witch). Los ataques sexistas han dado lugar a enconados debates
parlamentarios en los que Gillard, mujer de carácter no se arredró e incluso
llegó a recuperar algunos puntos ante la opinión pública. “Este hombre no me va a dar lecciones sobre
sexismo y misoginia. Ni ahora ni nunca. (…) Si quiere saber qué aspecto tienen
el sexismo y la misoginia en la Australia moderna no necesita una moción
parlamentaria. Necesita un espejo”, le recamó Gillard alguna vez a su rival
Abbott.
Evidentemente, indignarse por los agravios sexistas a
Gillard no quiere decir que por el simple hecho de ser mujer una persona dedicada
a la política deba ser inmune a críticas o insultos o se le disculpen torpezas,
ineficiencias o actos de corrupción. A
fin de cuentas, es gobernante de una nación democrática. Solo remítase la
memoria a. por ejemplo, Cristina Kirchner para saber lo mala que puede ser
una gobernante, o a nuestra Elba Esther si se quiere hablar de corruptas. Pero
lo que destaca aquí el carácter abiertamente misógino de estos insultos,
siempre destinados a destacar la condición femenina de Gillard. Algo parecido
ha pasado con otras gobernantes en el mundo, no cabe duda, pero nunca en la
intensidad de lo que ha sucedido con la ex primera ministra australiana, quien,
por otro lado, fue una buena gobernante en términos generales: presidió un
sólido crecimiento económico, logró reducir las emisiones de carbono en su país
y promovió trascendentales reformas en los ámbitos de la educación y la
protección de los discapacitados. Cometió errores también, como abandonar la promesa de no introducir un impuesto sobre
el carbono, adem´pas que muchos “expertos en comunicación” destacan su
incapacidad de proyectar simpatía,
sentido del humor y sinceridad en sus intervenciones públicas. Pero sus
defectos ni de lejos pueden compararse a... bueno, otra vez el mejor ejemplo
que se me ocurre es la incompetencia, corrupción y grosería de Silvio
Berlusconi, a quienes todavía hoy millones de italianos le votan con singular
alegría. ¿No es espantoso el contraste entre lo que sucedió con Julia y la
forma en que se le perdona todo al bufón machista Berlusconi?
Rumbo a los comicios de septiembre, Rudd ha revivido las posibilidades de su
partido y los comentaristas han pasado de discutir la misoginia a tratar los
temas electorales clásicos: los impuestos, los inmigrantes, la economía. Hay
una desconcertante sensación de alivio en la prensa del país ahora que “esa
mujer” se ha ido. Pero no debería olvidarse tan fácil ni rápidamente la
bochornosa experiencia de lo sucedido con Julia, mucho menos en Australia, un
país supuestamente desarrollado pero que padece un severo problema de violencia
machista. La tasa de violencia de género en Australia es una de las más altas
de los países occidentales. Alrededor de 77 mujeres mueren cada año a manos de
sus parejas, dato extremadamente alto si tenemos en cuenta que Australia tiene
una población de tan solo 22 millones de habitantes.