La Unión Europea va a la deriva. El que ha sido el
experimento supranacional pacífico más ambicioso de la historia enfrenta una
etapa aciaga que incluso pone en entredicho su futura viabilidad. Hoy, a toro
pasado, parece muy fácil señalar las causas de la debacle, pero en su
oportunidad no faltaron quienes advirtieron sobre los peligros que implicaba
para la institución una unificación monetaria demasiado apresurada, así como
concretar una ampliación desmedida y prematura hacia el este del
continente.
Hoy han transcurrido casi nueve años desde la mayor
ampliación de la Unión Europea, la cual se concretó el 1 de mayo de 2004 con el
ingreso de Chipre, Malta y ocho naciones ex comunistas. Y todavía crece: en
unos 10 días ingresará formalmente Croacia, con el que el número de integrantes
ascenderá a 28. Sin embargo, pese a esta gran expansión la UE afronta actualmente
el peor momento de su historia con una crisis desbocada, desempleo galopante y
brotes acentuados de proteccionismo, nacionalismo y mucho pesimismo por el
futuro del Euro.
El problema de la ampliación al este es que se
efectuó, sobre todo, basada en una evidente intención política. Suponía el
triunfo indiscutible del capitalismo ante el socialismo y la confirmación de la
vigencia de la democracia occidental ante el totalitarismo soviético. Pero la
realidad fue que la admisión de las ocho naciones ex aliadas de la extinta URSS
supuso una carga considerable para Europa, la cual debió asimilar de
forma inmediata una población de varias decenas de millones de habitantes
con bajo nivel de vida y gran cantidad de problemas políticos, sociales y
económicos.
En el presente, y sin excepción, el Producto
Interior Bruto (PIB) per cápita de todos los países admitidos en 2004 sigue
siendo inferior a la media en la UE, y desde aquella fecha hasta el momento los
antiguos países socialistas siguen dependiendo de los subsidios de la UE para
llevar delante de forma más o menos satisfactoria sus gestiones administrativas
y de gobierno. Claro está, sería falso decir que los países grandes de la UE
(Alemania y Francia) no recibieron nada en cambio de esta ampliación. Empresas
de estos países adquirieron mercados nuevos estables para sus productos y mano
de obra barata para realizar sus planes de desarrollo, pero lo miso se pudo
haber logrado si en una primera etapa se hubiese incluido a los países del este
en el Espacio Económico Europeo (EEE) instancia creada en 1994 para facilitar
el libre comercio y los intercambio económicos entre los países de la UE y las
naciones europeas que no estaban interesadas en ingresar abiertamente a la
organización, como es el caso de Suiza y Noruega. Una ampliación escalonada
hubiese sido mucho más deseable y plausible que aceptar a todo el bloque
oriental de un golpe, que fue lo que sucedió.
Por su parte, es cierto que las naciones ex
comunistas ganaron al consolidar su ruptura con el pasado totalitarista, tener
la posibilidad de enviar a sus nacionales a trabajar al occidente del
continente y sumarse a un distinguido club que les daba entrada a inversiones
extranjeras, innovaciones tecnológicas y modelos de gestión modernos y
competitivos. pero hoy los ciudadanos de estos países mucho resienten que sus
gobiernos transfieran parte considerable de sus soberanías a Bruselas. Todos
los pasos importantes de gestión interior y política exterior automáticamente
quedaron supeditados a la voluntad “en consenso” de la UE, lo cual para
los ex comunista supone una situación asaz paradójica, pues si antes los
polacos, checos, eslovacos, húngaros, etc. deploraban que todo lo que concernía
a su gobierno en realidad se decidía la URSS, ahora la UE resuelve todos sus
asuntos con tanta o más intransigencia que la que en su momento ostentó Moscú.
Desde luego, esta sensación de excesivo centralismo
en la toma de decisiones por parte de la “burocracia” de Bruselas en absoluto
es privativa de las naciones del este. En alguna medida todos los ciudadanos habitantes
de las naciones miembro de la UE tienen esta misma queja. Se trata del famoso
“déficit democrático”, el cual ha sido desde el principio una de las
principales flaquezas del sistema supranacional europeo, sobre todo ahora en
tiempos de crisis cuando las opiniones públicas están encrespadas frente a las
reformas estructurales que se perciben como impuestas desde "fuera" y
como el precio a pagar a los "mercados". Pero lo cierto es que la
ampliación tal y como se verificó no hizo sino incrementar el déficit
democrático al hacer aún más ininteligible el funcionamiento de las
instituciones de la UE como resultado de los intrincados tratados de Ámsterdam,
Niza y Lisboa.
Asimismo, la decisión de poner en marcha el euro con
un Banco Central estatutariamente orientado al control de la inflación y un Pacto
de Estabilidad y Crecimiento (límite máximo de 3% de déficit presupuestario y
de 60% de deuda pública) como bases se ha mostrado claramente insuficiente. La
noción de una Unión Económica y Monetaria demostró muy pronto su insuficiencia
al desarrollar solo la Unión Monetaria sin contar con mecanismos eficientes de
gobernabilidad económica y fiscal que pudieran superar las divergencias
prevalecientes entre los distintos países del euro.
Hoy Europa hace frente a su destino, y lo hace con
un grupo de gobernantes pusilánimes, con unas instituciones aparentemente
inadecuadas, con los ciudadanos del continente sintiéndose cada vez más ajenos
a las decisiones tomadas en Bruselas y con el crecimiento exacerbado de los
chantajes nacionalistas de algunos países miembros (en particular del Reino Unido).
Aunque si queremos ser optimistas también es bueno recordar que la Unión Europea tiene una larga historia de saber aprender
de sus propios fallos y de perseverar en la búsqueda de soluciones alternativas.
Ojalá este sea también el caso.
Twitter: @elosobruno