miércoles, 14 de noviembre de 2007
Diez Maneras para que AMLO Recupere Popularidad*
1.- Quitar a Marcelo Ebrard de la Jefatura de Gobierno del D.F. y sustituirlo con Galilea Montijo o con el potero del América.
2.- Cambiar la sede de su “gobierno legítimo” a orillas del río Grijalba.
3.- Cambiar su residencia al rancho San Cristóbal, Guanajuato, para dejar así de ser “el idiota del pueblo”.
4.- Convertirse en el nuevo asesor para protocolo internacional del rey
Juan Carlos I.
5.- Hacer personalmente el recuento de daños a los damnificados de Tabasco, "casilla" por "casilla".
6.- Tomarse una foto saludando un montaje de cartón con la imagen de Leonel Godoy.
7.- Fundar un nuevo partido que se llame “Rebelde Mix”.
8.- Comercializar pejelagartos de hule para que los bebés jueguen con él en las bañeras en vez de con el tradicional patito.
9.- Escribir un libro de superación personal que se llame “Yo y Mi Batalla contra la Autoestima”.
10.- Abrir un blog donde AMLO le enseñe a los internautas a hacer su propia Banda Presidencial con papel maché.
*Inspirado, desde luego, en el show de Letterman
martes, 13 de noviembre de 2007
Discriminación de Género ¡Hasta en en Esto!
OTSEGO, MI—While she may not be making the nightly news or gracing the covers of Time and Newsweek, 46-year-old nursing-home worker Barbara Louise Huxley is a dedicated, ruthless killer. But in today's male-dominated world of remorseless slaughter, Huxley has been forced to murder twice as many innocent victims just to gain the public exposure and foster the widespread panic her male counterparts routinely enjoy.
Huxley in the nursing home where her hard work and horrifying murders have gone unrecognized for years.
Huxley, who smothered her first elderly patient at the ambitious age of 27, got into murder at a time when a woman slowly draining the life from a fellow human being was almost unthinkable. Seven more slow and methodical choking deaths followed, and though her heartless crimes were frequently passed over by local newspapers and her male supervisors at the nursing home, Huxley was determined to prove that she could be just as brutal and unfeeling as serial killers of the opposite sex.
Today, almost 20 years and countless cold-blooded slayings later, Huxley continues to take the lives of others in silence—simply because of her gender.
"After spending so long watching deranged men climb straight to the top of the FBI's Most Wanted list, it was hard to get up the energy to go into work every day and suffocate another frail diabetic," said Huxley, who claims her ability to take human lives without the slightest emotional response has gone overlooked by the chauvinistic news media and biased higher courts time and time again. "I started to think, 'What's the point? What am I doing here?'"
Added Huxley: "I just want to be treated like any other homicidal sociopath."
Like many young women who simply want the chance to kill as many victims as possible before being apprehended by the police, Huxley has faced fierce resistance at every turn, whether from police officials, eyewitnesses, or often, her own flailing victims.
"There's nothing more upsetting than strangling someone with surgical tubing, only to have them look at you in shock and disbelief," Huxley said. "It's like, 'Why are you so surprised? Is it because I'm a woman?!'"
According to Huxley, of the 11 murderers given serial-killer distinction in the five years before her arrest, only one was female—a woman who was eventually dismissed by a male judge as "not possessing the mental facilities required to understand the charges against her."
In addition, the few women who have been granted the distinction have received, on average, fewer than seven years of jail time for every 10 years offered to male serial killers with equivalent body counts.
Dr. Nancy Trisher, a criminal psychologist at the University of Pennsylvania, attributes much of the gender divide to societal perceptions of female murderers.
"People are still uncomfortable with, and often feel threatened by, the idea of a woman slitting open a stranger's throat and watching him drown in his own blood," Trisher wrote in her most recent book, Shattering the Blood-Spattered Glass Ceiling. "Many individuals, especially men, consider women too emotional or too passive, and assume they are happier drowning their own children at home than going out to decapitate vagrants and college students."
In the meantime, Huxley and a half a dozen other women like her must continue to burn and mutilate their victims without the media and law-enforcement attention their gruesome acts rightfully deserve.
"Even when the news finally gets around to reporting on us, it's only to talk about how 'rare' it is to see women do the awful things we do," Huxley said. "It's never because we're just good murderers."
As she patiently waits for the long-delayed public outcry over her unspeakable crimes, Huxley can only hope she will soon secure the kind of lasting infamy already enjoyed by such men as Jeffrey Dahmer, Charles Manson, and Dennis Rader. An inspiration to every young girl with no regard for life, Huxley dreams of a day when society looks at her and sees not just a woman, but a bloodthirsty monster.
sábado, 10 de noviembre de 2007
Nuestros Políticos, ¿Maquiavélicos?, ¡Ojalá asi fuera!
La inquina popular contra los políticos que prevalece en toda América Latina se basa en su supuesta inmoralidad. Pero sea esta acusación cierta o falsa, hay otro defecto menos visible que los ha dañado más gravemente todavía: su falta de profesionalidad. Antes de que podamos juzgar a un cirujano por moral o inmoral es preciso que cumpla una condición previa: que sea, efectivamente, un cirujano. Que tenga "profesionalidad". ¿Por quién preferiríamos ser operados? ¿Por un cirujano sospechado de cobrarles demasiado a sus pacientes o por un aficionado irreprochable pero incompetente?
Esto es, al menos, lo que preguntaría Maquiavelo. Pero nuestros políticos o no lo leen con atención o, de plano, no leen nada para “ser más felices”, como alguna vez sentenciara Vicente Fox. Eso es lo que sugieren sus gruesos errores operativos. Si recorrieran las páginas del florentino con cuidado, si lo tuvieran como lectura de cabecera, otro sería su rendimiento.
Lo que han hecho genios como Federico el Grande de Prusia y Napoleón ha sido vituperar a Maquiavelo en público y estudiarlo en secreto. Es que el lenguaje del florentino es de una crudeza tan desagradable para la sensibilidad moderna que pocos se atreven a respaldarlo abiertamente. Si se dejaran llevar sólo aparentemente por la mojigatería de condenarlo pero estudiaran con atención los consejos que les da, nuestros políticos elevarían considerablemente su rendimiento profesional. Y esto es lo que el pueblo espera de ellos: simplemente, el éxito.
Es posible sublimar además los feroces consejos de Maquiavelo, volviéndolos compatibles con la "corrección política" de nuestra época. Para ejercer el poder con eficacia, hoy ya no hacen falta ni el veneno ni el puñal preferidos en el Renacimiento pero siguen siendo necesarias la astucia del zorro y la fuerza del león que Maquiavelo predicaba, adaptándolas, eso sí, a las costumbres más suaves de la democracia.
En sus obras, Maquiavelo ofrece numerosos consejos a los actores políticos. Mencionaré aquí solamente algunos de los que han violado nuestros dirigentes políticos, con nefastas consecuencias para México y para ellos mismos.
Maquiavelo repite casi obsesivamente que el gobernante debe comportarse como un amigo o como un enemigo, evitando los comportamientos intermedios. Lo peor que se puede hacer en esta materia es ofender a un enemigo sin sacarlo del medio, dejándole intacta su capacidad de venganza. Si al enemigo no se lo puede eliminar hay que convertirlo en amigo, porque no hay nada más peligroso que un enemigo herido.
Otro de los consejos de Maquiavelo, ligado al anterior, es que la primera obligación profesional del nuevo gobernante es desprenderse cuanto antes de aquellos que lo encumbraron. Dependiente de sus patrocinadores políticos al comenzar su gestión, le urge al nuevo gobernante emanciparse de ellos porque, de otro modo, nunca ejercerá el poder, sin que cuente en este caso la virtud de la gratitud porque tampoco los patrocinadores obraban, después de todo, por amor. Para liberarse de ellos, Maquiavelo le aconseja al gobernante dos operaciones: buscar nuevos aliados que le deban su posición a él y no a la inversa, y apoyarse en el pueblo.
Una de las recomendaciones más fuertes que hace Maquiavelo al gobernante es que haga todo el mal de golpe y el bien de a poco. Si el mal es inevitable, desencadenándolo de un solo golpe dejará atónitos a sus gobernados pero, al ver después éstos que ningún mal se agrega al inicial sino que, al contrario, asoman pequeños bienes, sentirán alivio por el mal que no aumenta y esperanza por el bien que se anuncia hasta que la esperanza se vuelva aprobación, y ésta, aclamación.
Supongamos que la comunidad vive en un insostenible nivel 10 y que el gobernante sabe que deberá empezar de nuevo desde un nivel 4. Si desciende el nivel de golpe y empieza a recuperarlo lentamente, ya con un 5 o un 6 la comunidad empezará a conformarse. Si baja de a poco de 10 a 4, en cambio, la irritación de los gobernados irá creciendo hasta un punto tal que impida, finalmente, toda recuperación.
Los economistas discuten de continuo entre políticas gradualistas o de choque. De lo que aconseja Maquiavelo se deduce que el ajuste hacia abajo debe ser de choque, en tanto el retorno a la bonanza debe ser gradual. El choque ascendente es ilusorio: una burbuja. En tanto el gradualismo ascendente es aconsejable después del choque descendente, el gradualismo descendente es, simplemente, letal
viernes, 9 de noviembre de 2007
Suiza la Hipócrita.
Suiza es un país atípico. Estado federal compuesto por 26 cantones con mecanismos de democracia directa utilizados más que en ninguna otra parte del mundo y con una característica identitaria que los une: la voluntad, casi obsesión de ser distintos a los demás. Con su centenaria neutralidad radical como norma, rechazan categóricamente su ingreso en la Unión Europea, en cuyo corazón territorial forman una isla que a muchos parecerá absurda. Hasta hace siete años se negaban incluso a ingresar en las Naciones Unidas.
El problema de los suizos es que están demostrando que su exclusividad es la de montañeses intolerantes y obtusos. Los resultados de las pasados elecciones legislativas, en las que un sujeto de apellido Blocher y su partido reiteraron el triunfo que lograron hace cuatro años, son una prueba de que les va a ser muy difícil evitar los males que surgen en su entorno en este siglo XXI con tanto éxito como evitaron los sufridos por el resto de Europa en el anterior. Blocher es un desagradable sujeto prepotente e ignorante que ha hecho política usando un vulgar mensaje populista y xenófobo. Desde luego, no es el único país que ha sido testigo del crecimiento de organizaciones de este tipo en Europa (recuérdese a Haider en Austria o Fortuyn en Holanda) pero lo que hace que pone en serias dudas la jaleada “alta civilidad” de los suizos es la contundencia del triunfo de esta lamentable opción, que se ha convertido en la más votada del país. Una vergüenza
Los suizos son unos hipócritas. Navegando con su banderita de “neutralidad” han hecho pingues negocios durante las dos guerras mundiales (incluso con bienes de judíos que fueron eliminados por los nazis), han sido y son refugio de una miríada de capitales mal ávidos de dictaduras y gobernantes corruptos del tercer mundo y ahora se distinguen por su racismo y su soberbia. Baste ver el desagradable cartel electoral con el que lograron ganar la pasada elección, un monumento al mal gusto donde dos “inocentes” ovejitas” bancas expulsan de su “paraíso” de cucús y chocolates una oveja negra. ¿Qué se necesita tener en la cabeza para votar una opción así? Pues casi uno de cuatro ciudadanos de este país de gazmoños lo hizo.
Lo que sucede con estos montañeses es lo que sucede con los aldeanos de todos lados: tienen miedo a los cambios Con su mensaje en contra de Bruselas (sin estar en la UE) y de los inmigrantes -una quinta parte de la población-, a los que achaca la criminalidad por completo, Blocher gana votos irracionales del miedo de una sociedad obtusa que teme a los cambios Ni siquiera su éxito económico, con un exiguo desempleo del 4% y una renta per cápita de las más altas del mundo, inmunizan a los suizos del miedo a los nuevos tiempos.
El triunfo de este demagogo, Blocher, representará un giro hacia la reducción de las libertades que garantizan una democracia liberal. Suiza y sus vacas tendrán leyes más hostiles a inmigrantes y minorías, menos gasto en integración, menos calidad democrática en suma, de la que ya se ha producido en esta isla de bienaventurados reales o imaginarios.
jueves, 8 de noviembre de 2007
Los Políticos, ¿Son Idiotas o Están Locos?
Cada vez son más las quejas que los sufridos ciudadanos tienen sobre sus políticos. Y es que además de considerarlos ineptos, ahora se ha puesto de moda etiquetarlos como dementes. Claro, ello es perfectamente comprensible con los antecedentes como los que nos han dado varios de nuestros insignes gobernadores, como el de Morelos y su “Helicóptero del Amor”, o aquel gobernante de Querétaro que quería una guerra de exterminio en Chiapas, y que decir del prestigiadísimo “gober precioso”, por citar sólo algunos de los casos más notables. En efecto, en los últimos años se ha empezado a abandonar la práctica de evaluar a nuestros políticos en función de las metas que se han propuesto y de los métodos que emplean para alcanzarlas, lo que supone prestar atención solamente a su lado racional, como si fueran circunspectos de jugadores de ajedrez, y se ha desarrollado una segunda visión de los políticos, como seres en los que imperan el “lado oscuro”, las pasiones y complejos, el flanco irracional. Así ha crecido una suerte de “disciplina” que explora el inconsciente de los políticos. A esta “disciplina” se ha dado por llamarla “psicobiografía”. Desde esta perspectiva, ya no importan tanto los planes que tienen un Bush, un Fox o un Peje, sino cómo fueron de niños, cuál fue su vida familiar, cuáles son las huellas que les dejaron sus traumas personales, etc.
Según esta disciplina en ascenso, para evaluar las acciones de los políticos ya no basta el análisis de los politólogos; hace falta además el aporte de los psicólogos y hasta de los psiquiatras. En 2003, el psiquiatra Jerrold Post publicó un libro titulado La evaluación psicológica de los líderes políticos, donde convocó a encumbrados especialistas para estudiar la psiquis de los políticos. Después de leer este libro, hay que preguntar no sólo por la estrategia y la táctica de los líderes políticos, sino también por su carácter personal.
En México, la perspectiva psicobiográfica no ingresó en la reciente campaña electoral que padecimos a través de un análisis científico como el de Post, sino con los ataques frontales dirigidos contra el perfil psicológico del candidato de la Coalición por el Bien de Todos, a quien en reiteradas ocasiones se acuso de ser “un peligro para México” y, en un caso extremo, de “estar loco”. Incluso, muchos de sus malquerientes afirman que el tabasqueño es un “mesiánico enfermo de poder", teoría cuyo principal exponente fue Enrique Krauze, quien se aventó a hacer toda una psicobiografía del Peje en las páginas de la inefable revista Letras Libres.
Así ingresó en nuestra campaña electoral la "psicobiografía", planteándose además la posibilidad de que el método de indagar en la psiquis de nuestros políticos pueda extenderse más allá del Peje.
El "personalismo"
Post y sus colaboradores ofrecen en el libro mencionado una larga serie de esquemas o tipos psicológicos de los políticos. En cuanto a su relación con los demás, los políticos pueden ser, por ejemplo, integradores, conciliadores o personalistas. El político "integrador" es el que se dedica a defender la integridad de su propio partido en tiempos difíciles. He de confesar que este es el raro donde más difícil resulta encontrar ejemplos, cobre todo en nuestra sobrepersonalizada América Latina, ya que se trata de personajes que prefieren renunciar a los reflectores en aras del bien institucional. Por ello al lector, quizá, le resultarán poco familiares los nombres del laborista Neil Kinnock, del socialista francés Guy Mollet, del Democristiano italiano Aldo Moro o del socialdemócrata alemán Ollenhauer, todos ellos políticos que encabezaron a sus partidos en sus peores momentos de crisis, y que lograron sacarlos adelante gracias a su tesón, su capacidad de consenso y su capacidad de abandonar toda pretensión protagónica. En México, se me ocurre que el panista don Luis H. Álvarez podría dar un ejemplo.
El político "conciliador" es, en cambio, aquel que, yendo más allá de su partido, procura tejer con otros un acuerdo nacional. Cuando precipitó la convergencia entre su partido y los demás en dirección de los famosos Pactos de la Moncloa de 1977, el español Adolfo Suárez fue un ejemplo de político conciliador. De tener éxito en el reto de sacar adelante a su “Gran Coalición”, la Alemana Merkel podría unirse a la lista de políticos eminentemente conciliadores. Aquí, bueno, en México no sobran los ejemplos. Me atrevería a dar uno muy discutible: Diego Fernández de Ceballos, que ha pasado a la historia como creador de concerta-cesiones.
Ahora bien, políticos personalistas son los grandes figurones que crecen de manera desproporcionada a las instituciones, Desde luego, la presencia de estos personajes no siempre es deleznable. De hecho, es bienvenida en sociedades que han sufrido crisis graves de gobernabilidad, guerras devastadoras, trastornos sociales o intensas crisis económicas. Grandes líderes de la historia democrática reciente han sido personalistas: De Gaulle, Adenauer, Thatcher, FDR y un largo etcétera.
Los políticos integradores y, más aún, los conciliadores, son coherentes con la república democrática en cuanto ésta promueve el diálogo y la negociación entre los dirigentes. El político personalista, sin que necesariamente (como hemos visto) sea contrario per se al sistema democrático, alberga, en cambio, una dimensión dictatorial que debe ser contenida, limitada, por las instituciones democráticas. Cada uno con su estilo, varios herederos de la tradición caudillista han prolongado la orientación personalista de nuestra política. Los ejemplos sobran en todo el mundo, sin ser México desde luego la excepción.
El político personalista no podría prosperar sin la adulación y hasta la obsecuencia de quienes lo rodean. A veces uno no sabe de qué asombrarse más, de las vocaciones personalistas que siguen floreciendo en contradicción con nuestro sistema democrático o de las amplias reservas de obsecuencia que contiene nuestro escenario político.
El "narcisismo"
Con la excepción del personalismo, que encierra una inflación del ego, las categorías que hasta aquí hemos revisado son compatibles con personalidades psicológicamente equilibradas. No ocurre lo mismo con las que vienen a continuación.
La primera de ellas es el narcisismo. Como el lector, seguramente, lo sabe, Narciso es un personaje de la mitología griega que, al descubrir su imagen en la superficie de un lago, se fascinó de tal modo con ella que al fin se ahogó. Aquejado de una baja autoestima inicial, el político narcisista necesita que aquellos que lo rodean le confirmen de continuo que es digno de ilimitada admiración.
Ligado a esta distorsión está también el político cuasi paranoico, que al mismo tiempo que acepta la adulación de sus cortesanos cree ver en aquellos que no se pliegan a ella el signo de una enconada enemistad. Por eso, afuera del círculo de sus incondicionales, cree entrever la oscura trama de alguna conspiración.
Fuera de estos tipos psicológicos, Post ubica a un tercero: el político obsesivo-compulsivo . Es aquel que, en lugar de fascinarse consigo mismo como el narcisista, se apega en tal forma a su obra que rechaza todo compromiso cuando es aconsejable revisarla.
Evidentemente, hay obvios rasgos obsesivos y narcisistas entre buena parte de nuestros políticos. Y no solo el, al parecer, bien documentado caso del Peje. Por ejemplo, no son pocos los priístas que responsabilizan al narcisismo y obsesión de Madrazo de la debacle que tuvieron los tricolores el 2 de julio. También al presidente Fox y, en particular, a su distinguidilla esposa, se les han señalado estas características
Debe reconocerse que todos los políticos albergan alguna forma de exceso psicológico, ya que sin él carecerían del poderoso motor de la ambición que necesitan para lanzarse a la arena de los leones. Debe admitirse asimismo que, más allá de los síntomas preocupantes de toda subjetividad enamorada de sí misma, los políticos también son capaces de reflexionar.
Cuando el ateniense Temístocles, en plena guerra de los griegos contra los persas, propuso una nueva estrategia, un general espartano se enojó tanto que le pegó. Temístocles le dijo entonces: "Pega, pero escucha". El general lo escuchó y los griegos ganaron la guerra. Crispados por la campaña electoral, los políticos sienten la tentación de pegar. La república democrática quedará a salvo si, aun después de pegar, los políticos también demuestran que no han perdido la capacidad de escuchar.
Porque, de lo contrario, si el narcisismo de los políticos es inmoderado, entonces empieza a equipararse con la idiotez.
martes, 6 de noviembre de 2007
¿Es la Democracia Realmente Representativa?
El problema fundamental de las democracias contemporáneas es el que tiene que ver con la representatividad, y ese no se solucionará con una simple reforma electoral. El problema derivado de la enorme desconfianza ciudadana en sus representantes se vincula también con la falta de un aceitado diseño institucional con capacidad de control mayor, donde las instituciones sean más fuertes que los cargos y sus ocupantes no terminen convirtiéndose en poderosos burócratas que virtualmente privatizan la función pública y tienen capturadas a las instituciones.
En su obra "En defensa de la política" , el profesor inglés Bernard Crick sostiene que renunciar a la política es destruir justo lo que pone orden en el pluralismo y lo que permite disfrutar de la variedad sin padecer la anarquía ni la tiranía de las verdades absolutas.
Pretender luchar contra la política equivale a un salto al vacío. En cambio, es factible enfrentar la política mal entendida, esa que Benjamin Disraeli definió como “el arte de gobernar mediante el engaño”. Pero difícilmente pueda construirse algo desde el permanente conflicto. La más sana de las prácticas democráticas es el diálogo.
Pero el hecho es que la vieja política ha quedado prisionera de obsoletos reflejos condicionados. Yace atada a tradiciones de improvisación, corazonadas, negociaciones miopes, recursos demagógicos. Es impresionante que en menos de dos décadas casi toda América Latina erradicara dictaduras y estableciera democracias. Pero en ese mismo tiempo fue zangoloteada por latrocinios de espanto, encabezadas por los mismos presidentes “democráticos”, como fue el caso de Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Collor de Mello en Brasil, Alberto Fujimori en Perú, Carlos Menem en la Argentina, Chávez en Venezuela y un largo etc.
Pero no sólo nos ha dañado la corrupción. Nos ha dañado la falta de grandeza y de altura de miras. Cuando nuestros políticos se enfrentan con los problemas que ahora han crecido como la jungla de una pesadilla, no saben hacer otra cosa que la que hicieron durante toda su vida: deliberar, calcular, tantear, resbalando sobre las arcaicas y hondas huellas. No desarrollan el pensamiento estratégico, no se concentran en perseguir la utopía, no se atreven a arriesgarse a cambios de verdad. Los tiene encadenados el gatopardismo, tan ruin y baladí como el descrito por Lampedusa.
Deben de sentirse muy afligidos. Los mejores, bastante tristes. Los peores, aguardando nuevas oportunidades. Lamentablemente, han dejado que la sangre llegue al río. Ya no queda tolerancia.
¿Qué hará la sociedad? Por ahora demuestra que abandonó su letargo. En las aguas profundas ha madurado. Es una sociedad más participativa. Ahora se manifiesta de diversas maneras. Impugna a la clase política. Si los políticos no demuestran que están tomando nota, esta marea social corre dos peligros: perder eficacia o, peor, convertirse en el nubarrón de la anarquía. Para muchos exaltados ha llegado la hora de sustituir progresivamente a la democracia representativa por mecanismos de democracia directa. En "El nuevo príncipe", Dick Morris habla del paso de la democracia representativa (madisoniana) a la directa (jeffersoniana) y señala que desde que el referéndum se volvió popular en California la Legislatura de ese Estado se ha vuelto cada vez más un cuerpo ministerial que ejecuta las decisiones políticas tomadas por los propios votantes, a través de los 10 o 12 temas incluidos en las boletas de voto sobre los cuales resuelven cada día de elecciones. "Los votantes quieren manejar el espectáculo directamente y se muestran impacientes con los intermediarios que se interponen entre sus opiniones y la política pública", afirma el ex asesor de Bill Clinton.
Este afán por la democracia directa se ha visto reforzado en California tras el polémico voto de juicio político (recall) mediante el cual los californianos se deshicieron del mediocre gobernador Gray Davis (quien había sido reelecto menos de un año antes), para poner en su lugar al “actor” Arnold Schwarzenegger. Asimismo, la recurrencia a los referéndums y de las iniciativas populares se hace patente en creciente número en cada vez más estados de la Unión Americana.
El tema de la recurrencia a formas de democracia directa en Estados Unidos ha abierto un debate que alcanza no sólo a aquel país, sino al mundo entero. El proceso abierto en California es la secuela de una moda establecida en los setenta, principalmente en los Estados del Oeste (Washington, Oregón y la misma California), de recurrir directamente a la ciudadanía para aprobar leyes sin pasar por las cámaras legislativas estatales. Esta apelación a la democracia directa, plebiscitaria y refrendaria frente a la democracia representativa y republicana atenta, según explica exhaustivamente el decano del periodismo político estadounidense y columnista de The Washington Post, David Broder, en su libro La democracia descarrilada: iniciativas populares y el poder del dinero contra los principios mismos en los que se inspiraron los Padres Fundadores para la redacción de una Carta Magna que ha demostrado su vitalismo en sus más de 200 años de vigencia, al tiempo que "amenaza con subvertir en las próximas décadas el sistema de gobierno americano". Broder recuerda que los autores de la Constitución desconfiaban de los excesos que podría producir una democracia pura, a la griega, en el nuevo país y, por eso, inspirados en las ideas de Locke y Montesquieu -contrato social y separación de poderes, junto a un estricto sistema de controles y equilibrios- remacharon el principio republicano de "democracia representativa". Como el propio Madison explicó, la diferencia entre una democracia pura y una República radica en que "en ésta, el gobierno -y la elaboración de las leyes- se delega en un pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto", mientras que, en el primer caso, toda la ciudadanía participa, como en el ágora ateniense .
El llamado "gobierno por iniciativa popular", vigente ya en 24 de los 50 Estados de la Unión, no sólo constituye "un desvío radical" del sistema de controles y equilibrios vigente, sino que, como recuerda Broder, "se ha convertido en un gran negocio -250 millones de dólares en 1998-, en el que abogados, asesores de campaña, compañías dedicadas a la consecución de firmas y otros desaprensivos venden sus servicios a diversos grupos de interés que sólo persiguen su interés particular" . Por eso, el peligro no es que Arnold Schwarzenegger, cuyo coeficiente intelectual y moderación política es superior a algunos miembros de la actual Administración de Washington, salga elegido gobernador de California, sino que se institucionalice un sistema a todas luces inconstitucional, aunque, hasta ahora, el Tribunal Supremo federal no haya querido intervenir en lo que considera, por el momento, un derecho de los Estados. Asimismo, y en atención al caso mexicano, vale la pena recordar lo inadecuado que resulta para democracias en vías de consolidación como la nuestra atenerse facilonamente al ejemplo norteamericano, cuya excepcionalidad ha sido ampliamente estudiada y documentada por una gran número de celebres pensadores .
¿De verdad la democracia representativa se encuentra agotada? ¿Ha llegado la hora de institucionalizar como mecanismos de decisión permanentes a instrumentos como el referéndum, el plebiscito, la iniciativa popular y la revocación de mandato? La experiencia nos enseña que debemos irnos con cuidado a la hora de ensalzar, sin más, estos métodos, los cuales pueden llegar a ser instrumento de demagogos e incluso de regímenes autoritarios. No han sido pocos los analistas y politólogos que, tras hacer estudios muy profundos sobre el tema, han llegado a la conclusión de que las fórmulas de democracia directa deben ser consideradas como un complemento útil de la democracia representativa, no como su inminente sustituto.
Pese a lo que digan sus más acérrimos críticos, la democracia representativa no ha muerto, aunque urge reflexionar sobre las causas de su actual crisis y actuar, de manera responsable para hacer las correcciones pertinentes.
Es cierto que la gente ha perdido su confianza en las elecciones. Tanto en democracias consolidadas como en las naciones de democratización reciente declina la concurrencia a las urnas. Los ganadores son partidos o candidatos que reciben segmentos cada vez más menguados del voto popular. Desde Italia y Noruega hasta Argentina y México, los gobiernos mayoritarios sólo pueden constituirse con el apoyo de minorías.
Las excepciones aparentes no demuestran lo contrario. Pocos presidentes norteamericanos fueron respaldados por mucho más del diez por ciento de los votantes elegibles. En verdad, la mitad de éstos ni siquiera están empadronados; la mitad de quienes sí lo están, no votan, y menos de la mitad de quienes votan lo hacen por el candidato victorioso. El colmo del escándalo sucedió en los comicios del año 2000, cuando Bush Jr. resultó electo obteniendo un número menor de electores “populares” que el registrado por su contrincante demócrata, gracias a los caprichos de un obsoleto sistema electoral.
Otros resultados aparentemente más contundentes tienen, a su vez, flancos débiles que mostrar. La mayoría "aplastante" que Tony Blair obtuvo en las elecciones generales del 2001 en la Gran Bretaña parada sobre una movediza ciénega: el laborismo superó apenas el 40 por ciento de los sufragios efectivos. En consecuencia, sólo el 24 por ciento del electorado total apoyó al partido de Blair. En la mayoría de los países, las elecciones actuales se parecen muy poco a las de hace veinte años, y menos aún a las de hace medio siglo. ¿Qué ha sucedido?
Una respuesta obligada es: los votantes desconfían de los partidos políticos. La democracia electoral funciona por intermedio de organizaciones que proponen candidatos representativos de determinados paquetes de opciones políticas, expresados en un "manifiesto" o "plataforma". Sin embargo, por diversos motivos, esta vieja práctica se ha vuelto obsoleta.
Las plataformas ideológicas de los partidos han perdido fuerza. Los votantes no aceptan los paquetes específicos que aquéllos les ofrecen: quieren escoger por sí mismos y con detenimiento. Además, los partidos se han transformado en máquinas constituidas por cuadros de insiders muy organizados. Paradójicamente, también se han vuelto más tribales al perder su particularidad ideológica. Pertenecer importa más que tener un determinado conjunto de convicciones. Esta evolución los apartó del ámbito del electorado. El grueso de éste no desea pertenecer a ninguno en particular; por tanto, el juego partidario pasa a ser un deporte de minorías. Esto hace que el público recele aún más de los partidos políticos, entre otras razones (y no es la menor), porque, como todo deporte profesional, es caro.
Si el costo recae en el contribuyente, le genera resentimiento. Pero si los partidos no son sostenidos por el Estado, deben buscar fondos por vías con frecuencia dudosas, cuando no ilegales. Entre los grandes escándalos políticos de las últimas décadas, no pocos tuvieron origen en la financiación privada de partidos y candidatos. Por ello debe contemplarse a la financiación estatal por lo menos como un “mal menor”. Eso sí, deberán establecer mecanismos mucho más estrictos para la fiscalización de los recursos públicos que se destinan a los partidos, así como efectuar reformas para evitar que las campañas electorales sean tan onerosas.
Otros indicadores confirman la impopularidad de los partidos (por ejemplo, la marcada declinación de sus padrones de afiliados). No obstante, siguen siendo indispensables para la democracia electiva. El resultado es una desconexión evidente entre los actores políticos visibles y el electorado. Como los partidos operan en los parlamentos, la desconexión afecta a una de las instituciones democráticas cruciales. El pueblo ya no se considera representado por los parlamentos; por consiguiente, éstos no están investidos de la legitimidad necesaria para tomar decisiones en su nombre. De ahí las demandas, expresadas constantemente en México por algunos de nuestros avezados “líderes de opinión” en el sentido de recortar el número de los legisladores que integran las cámaras legislativas, incluso mediante el equívoco de eliminar la repartición proporcional de escaños.
Dicho en los términos expresados por Dahrendorf : “A esta altura, entra en juego otro hecho totalmente disociado de aquél. El pueblo está más impaciente que nunca. En tanto consumidor, se ha habituado a la gratificación instantánea. Pero como votante debe esperar a que se manifiesten los frutos de su elección en las urnas, si los hubiere. A veces, nunca ven los resultados deseados. La democracia necesita tiempo, no sólo para votar, sino también para deliberar, revisar y compulsar. El consumidor-votante es reacio a aceptar esto y, por ende, se aparta” .
Como hemos visto, hay alternativas, pero cada una plantea sus propios problemas como solución democrática. La acción directa mediante manifestaciones callejeras se ha vuelto un hecho común y, a menudo, eficaz. También tenemos a las organizaciones no gubernamentales, al parecer más estrechamente conectadas con la ciudadanía, aunque muchas veces sus estructuras no sean democráticas. Y más allá, por supuesto, la posibilidad de desconectarse por completo, dejar la política a los profesionales y concentrarse en otros ámbitos de la vida. Esta última opción es la más peligrosa porque sustenta el autoritarismo progresivo que caracteriza a nuestra época. Pero las otras señales de desconexión también crean una gran inestabilidad, en la que nunca podemos decir cuán representativas son las opiniones predominantes. Algunos quieren abrir paso entre la maraña aumentando la democracia directa. Pero no podemos establecer conexiones duraderas entre gobernantes y gobernados reduciendo el debate público al simple referéndum.
Hay mucho que decir en favor de mantener las instituciones clásicas de la democracia parlamentaria y tratar de reconectarlas con la ciudadanía. Después de todo, los partidos impopulares y la menguante concurrencia a las urnas podrían ser meros fenómenos pasajeros. Quizá surjan nuevos partidos que reanimen las elecciones y el gobierno representativo. Pero, probablemente, esto no bastará para devolver a los gobiernos elegidos su perdida legitimidad popular. Repensar la democracia y sus instituciones debe ser, pues, una tarea prioritaria para todos cuantos apreciamos la constitución de la libertad. La democracia se corrige con mejor democracia, nunca con más de lo mismo.
Una revisión sumaria de la historia de los partidos políticos en América Latina concluye, sin hipérboles, que los esfuerzos por establecer sistemas de partidos viables y democráticos han encontrado más obstáculos que condiciones favorables, más fracasos que éxitos, pero sin la presencia de los partidos el desarrollo político hubiera sido mucho más frustrante.
Asimismo, por ningún motivo debemos despreciar la necesidad de iniciar la construcción de una nueva cultura cívica orientada a entender la democracia y sus instituciones. Sería deseable que en esta tarea confluyeran todos los principales actores sociales. Una nueva cultura ciudadana prohijada en la democracia restauraría la credibilidad en las instituciones. Sin embargo, en México la cultura clientelar en la que se sustentó el viejo régimen autoritario fabricó un círculo vicioso que será muy difícil de romper.
sábado, 3 de noviembre de 2007
Nueve Citas sobre Dios
"La gente respetable cree en Dios para no tener que hablar de Él".
JP Sartre
"Dios me perdonará, ese es precisamente su negocio".
Heinrich Heine, últimas palabras.
"Dios es un comediante cuya audiencia tiene miedo de reir".
John Dryden
"Dios es el refugio inmemorial de los incompetentes, de los mediocres y de los torpes, quienes no sólo encuentran refugio en Él, sino una cierta superioridad moral que cura sus miserables egos”.
HL Mencken
"Dios sí existe, sólo que ahora trabaja en un proyecto menos ambicioso"
Graffiti pintado en Estocolmo.
"Aquellos que sirven a Dios y al Diablo, pronto descubren que Dios no existe".
Julius Lester
"El único pretexto que puede tener Dios es que no existe".
Stendhal
¿Cómo es la cosa, es el hombre un error de Dios, o Dios es un error del hombre?
F. Nietzsche
jueves, 1 de noviembre de 2007
Parlamentarismo Vs Presidencialismo, sin Clichés
La actual discusión sobre reforma del Estado, la enésima, ha sacado a la palestra, una vez más, la posibilidad de modificar a fondo las prácticas y las instituciones políticas de nuestro país. En lo que se refiere al debate entre la idoneidad de los sistemas parlamentario y presidencialista, hay algunos comentaristas que se han pronunciado abiertamente por adoptar al sistema parlamentario. En un primer vistazo, parecería que tienen razón. De las veintidós democracias más estables existentes en el mundo, tomando como parámetro aquellas que han durado cincuenta años o más ininterrumpidamente, veinte son parlamentarias. Este dato algo nos tiene que decir. A primera vista parecería que el parlamentarismo presenta una mejor opción que el presidencialismo.
Quienes proponen la adopción del sistema parlamentario sugieren que así se superaría "la rigidez del presidencialismo" que "no permite el cambio ante situaciones de crisis". Un cambio en el sistema de gobierno fortalecería el andamiaje institucional del país interpretaría más eficazmente la pluralidad que, según ellos, priva en México.
Quienes respaldan la adopción de un sistema parlamentario al estilo europeo argumentan que ese sistema limitaría la inclinación al personalismo, y que es más flexible frente a situaciones de crisis, porque al permitir un recambio rápido del jefe de Gobierno evita el desgaste al que expone un mandato fijo, como el presidencial.
Y, en efecto, en América Latina ha habido varios ejemplos de estallido social que han desembocado en escandalosas renuncias presidenciales. Un sistema parlamentario, argumentan sus defensores, hubiera evitado esos traumas y hubiese logrado una transición más fluida a través de la elección de un nuevo jefe de Gobierno.
En la vereda de enfrente se ubican quienes entienden que un sistema parlamentario incrementaría la inestabilidad institucional porque brinda la posibilidad de cambiar de gobierno en cualquier momento con un simple realineamiento de las alianzas en el Congreso y, que en todo caso, es fundamental promover antes una profunda reforma al sistema de partidos para garantizar que estos sean verdaderamente representativos y responsables ante el devenir nacional.
También sostienen que los países latinoamericanos reflejan una tendencia histórica hacia los liderazgos fuertes, que se ve mejor representada con el presidencialismo de matriz norteamericana.
Sin embargo, el argumento “idiosincrático” ha perdido validez en los últimos años, justo por los fracasos de algunos presidencialismos. El planteo de que el presidencialismo forma parte de la idiosincrasia latinoamericana no se ajusta a la realidad, porque si el sistema fracasó en más de un siglo de vigencia quiere decir que no responde tanto a nuestros “impulsos profundos”.
El argumento que atañe al sistema de partidos es mucho más fuerte. El número de partidos que domina un sistema parlamentario es determinante en la naturaleza del funcionamiento de éste. Sistemas bi o tripartidistas suelen dar ejemplos de gobiernos parlamentarios que funcionan prácticamente como presidencialismos. Se cuentan a tá en figuras como Adenauer, Blair, Churchill, Olor Palme, Felipe González y Golda Meir como prueba de fuertes figuras más de tipo presidencial que del parlamentario.
En los sistemas pluripartidistas el tema de la gobernabilidad es mucho más delicado. En éstos muchas veces el gobierno depende de la participación de partidos medianos y pequeños que venden caro su apoyo para permitir la gobernabilidad. Los ejemplos de las tercera y cuarta republicas francesas y de la Italia de la posguerra nos hablan de lo peligroso que puede ser un sistema fragmentado. Por ello es imprescindible entender que partidos tenemos antes de proponer una adopción del sistema parlamentario
Si nos asomamos al caso mexicano nos daremos cuenta de la debilidad intrínseca del sistema de partidos. Tenemos a los tres hermanos mayores con una posibilidad cada vez más reducida a imponer disciplina de voto en el Congreso, y a un grupo de minipartidos que son tan irresponsables como poco representativos.
¿Se imaginan a Dante Delgado o al niño verde como las claves para formar una coalición de gobierno?
Los críticos del régimen presidencial señalan la necesidad de adoptar un sistema parlamentario puro parecido a los que funcionan en la mayor parte de Europa, o por lo menos a uno semipresidencial que se asemeje al francés, donde la primacía política transita cual péndulo del presidente al primer ministro, y viceversa, de acuerdo al partido que cuente con la mayoría en la Asamblea Nacional. Los más moderados proponen que únicamente se establezca la figura de “Jefe de Gabinete”, pero pocos explican cuales serían las características, alcances y –lo más importante- grado de responsabilidad ante el Congreso de la Unión que tendría dicho funcionario.
Al emprender el análisis de los diseños constitucionales vigentes actualmente en el mundo, es fundamental no perder de vista que ninguno es infalible. Todos enfrentan, en alguna medida, críticas de algún sector de inconformes, insatisfechos por alguna razón de la forma en que trabaja el sistema político. En algunos regímenes parlamentarios puros, como es el caso de Gran Bretaña y Canadá, los críticos señalan el excesivo poder del primer ministro, mientras que en otros, como Italia, Japón y la Francia de la III y IV Repúblicas no faltan –ni, en su momento, faltaron- los descontentos por la desmesurada influencia del parlamento. En la mayor parte de los sistemas presidenciales se habla de los inconvenientes y riesgos que encierra la posibilidad de arribar a un “punto muerto” constitucional en caso de que el parlamento este bajo el control de un partido opuesto al del presidente en funciones, y en varios regímenes semipresidenciales subsisten aún polémicas sobre quien de entre el presidente y el primer ministro debe poseer preponderancia en caso de cohabitación.
En sentido contrario a lo que creen muchos de nuestros “transitólogos”, la mera redacción de una nueva Constitución no remediara por sí misma todas nuestras dificultades en materia de gobernabilidad democrática. Instaurar de la nada un sistema parlamentario puro, semipresidencial o, “semiparlamentario”, lejos de contribuir al fortalecimiento de la incipiente democracia mexicana podría contribuir decididamente a arruinarla. La democracia no es un régimen perfecto y de hecho, como dijo Bryce, es el sistema político que más requiere de estadistas competentes para ser eficaz. Ningún mecanismo constitucional funcionará en México si no contamos con una clase política responsable, y si los partidos se empeñan en anteponer sus propósitos particulares al interés de la nación.
Hablar de un cambio radical de sistema político es sumamente riesgoso. Éste debe adaptarse paulatinamente a las nuevas necesidades del país. Pugnar por hacer imitaciones extralógicas de sistema vigentes en otras naciones, con diferentes antecedentes y bajo distintas realidades políticas sencillamente, es hacer demagogia. Sin embargo, esto no quiere decir que no sea necesario hacer ajustes a la Constitución tendientes a tratar de propiciar una mayor colaboración, o por lo menos una relación más armónica, entre los poderes Legislativo y Ejecutivo. Son varias las opciones, las cuales no se circunscriben únicamente a la discusión de adoptar un régimen político en su forma pura. Híbridos, combinaciones y la posibilidad de simplemente adoptar algunos rasgos específicos propios de otros sistemas deben ser puestos a consideración.
De entrada, habría que tener cuidado ante la posibilidad de que México se convierta a un sistema parlamentario puro. Nuestra añeja tradición presidencial es demasiado fuerte como para dejar de ser tomada en cuenta. Dicho esto sin desconocer que los excesos presidencialistas mucho daño han hecho al país en incontables ocasiones durante nuestra historia, y sin olvidar los argumentos (algunos válidos, otros no tanto) de Juan Linz, Arend Lijphart y otros destacados adeptos al parlamentarismo. Experiencias latinoamericanas recientes han demostrado que los sistemas presidenciales pueden explorar mecanismos eficientes para acotar el poder presidencial sin poner en peligro la gobernabilidad y, al mismo tiempo, evitar abusos en el ejercicio del poder. Asimismo, descartaría al sistema semipresidencial tal y como funciona -con una interesante variedad de matices- en varias naciones europeas, por corresponder éste mucho más a la tradición parlamentaria.
Me parece que la opción más sensata para México es la adopción de algunos rasgos propios de los regímenes parlamentarios los cuales, sin cambiar la esencia del régimen presidencial, coadyuven a reforzar una relación sana entre presidente y Congreso. Algunas naciones de América, región donde en mayor cantidad se concentran los regímenes presidenciales, ya han experimentado con la adopción de rasgos parlamentarios. Como lo han señalado Matthew Shugart y John Carey, los críticos del régimen presidencial “tienden a concebirlo como un régimen monolítico, cuando en realidad existe una diversidad institucional para hacer una relación más interactuante entre Legislativo y Ejecutivo”.
Fundamentalmente son tres los rasgos del régimen parlamentario que han sido adoptados por algunos sistemas presidenciales: aprobación de los miembros del gabinete por parte del Poder Legislativo, censura parlamentaria a los miembros del gabinete y –quizá la más original y significativa- nombramiento de un primer ministro –en Argentina, jefe de gabinete-políticamente responsable, en alguna medida, ante el parlamento.
Aprobación parlamentaria del gabinete
Un rasgo parlamentario adoptado por algunos regímenes presidenciales es la aprobación de los miembros de gabinete por el parlamento en pleno o por alguna de las cámaras del Congreso. El caso más célebre de esto lo ofrece Estados Unidos, donde los nombramientos de los miembros del gabinete deben ser ratificados por el Senado.
Concebido por los redactores de la Constitución norteamericana como una fórmula para reforzar el sistema de checks and balances entre los Poderes, la ratificación senatorial de los integrantes del gabinete presidencial rara vez ha provocado tensiones entre el Ejecutivo y Legislativo, a pesar de que en muy largas etapas en la historia de Estados Unidos el Senado ha estado dominado por el partido opuesto al del presidente. De hecho, son insólitas las ocasiones en que el Senado ha rechazado a un nominado. Sin embargo, desde el rechazo que el Senado hiciera de John Tower en 1989 como secretario de la Defensa de George Bush senior, las disputas en torno a las designaciones han intensificado. Según varios analistas, el mecanismo de confirmación se han sobrepolitizado, y no sólo en el caso de los miembros del gabinete, sino también en el de los jueces de la Suprema Corte de Justicia, lo que podría envenenar en el futuro la relación entre presiente y Congreso.
Otra nación presidencial que somete a la ratificación parlamentaria los nombramientos del gabinete es Filipinas. Una Comisión bicameral, integrada por senadores y diputados, es la encargada de dar su beneplácito o imponer su rechazo a los designados. Como en el caso de Estados Unidos, en Filipinas han sido raras las ocasiones en que un nominado es rechazado, aunque la conformación del parlamento filipino, que tiende a ser cada vez más multipartidista, podría cambiar esta tendencia.
Lo cierto es que de aprobarse en México la confirmación parlamentaria de los miembros del gabinete, éste debería dar lugar, muy probablemente, a la conformación de gobiernos de coalición en la dos o más partidos participarían en la integración del gobierno. La pregunta reside en saber si nuestros partidos, tan poco acostumbrados a la democrática costumbre de negociar y tan adictos, algunos, a la política del “todo o nada”, estarían dispuestos a negociar civilizadamente la formación de una coalición.
Hablando de coaliciones, vale decir que esta ha sido una de los rasgos del parlamentarismo más importantes que han sido adaptados por algunos regímenes presidenciales. Característica no formal del parlamentarismo, ya que en ninguna Constitución esta prescrita la necesaria formación de coaliciones, es la ausencia de mayorías absolutas el origen de la creación de alianzas entre partidos que se hagan responsables de la conducción del gobierno. En países presidenciales nada impide la integración de coaliciones como fórmula de ampliar el consenso político y garantizar la gobernabilidad democrática. Tal vez el mejor ejemplo de esto lo ofrezca Brasil, donde tanto el actual presidente, “Lula” Da Silva, como su distinguido antecesor, Fernando Henrique Cardoso, han demostrado una gran habilidad política en la conformación de gabinetes donde participan ministros procedentes de varios partidos aliados para llevar adelante al gobierno. Sin duda alguna las coaliciones son una de las salidas más viables al problema de gobernabilidad que se plantea en los sistemas presidenciales.
Voto de censura a miembros del gabinete.
Otra posibilidad es aplicar la censura parlamentaria a los miembros del gabinete presidencial. La idea está o ha estado vigente en algunas naciones de América bajo dos distintas modalidades: censura simple y censura restringida. La primera es la que permite provocar la dimisión de un ministro mediante el voto de la mayoría simple de los diputados, como sucede actualmente en Ecuador y sucedió en el Perú prefujimoriano y en Chile antes de 1925. La segunda impone condiciones especiales para que un ministro sea relevado. En Uruguay se necesita dos tercios de votos del total de los integrantes de la Cámara de Representantes; en Guatemala el presidente puede vetar una decisión de censura, precisándose entonces de una mayoría de dos tercios de los diputados para superar dicho veto; en Colombia se requiere que una décima del total de los integrantes de cualquiera de las cámaras legislativas presente una moción de censura contra algún ministro, y que esta sea aprobada por la mayoría absoluta del total de los diputados y de los senadores; en la Cuba prebatistana se imponían las mismas restricciones para censura a un ministro que las prevalecientes para hacer dimitir al primer ministro.
Primer ministro responsable ante el parlamento
Varias repúblicas presidenciales han experimentado con un primer ministro responsable ante el parlamento. No se debe confundir este procedimiento con semipresidencialismo, en virtud a que en este último, por regla general, el primer ministro tiene la preeminencia política sobre el presidente, y a que la responsabilidad tanto del jefe de gobierno como de los miembros del gabinete ante el parlamento es amplia. Solamente la Francia de la V República (en épocas de no cohabitación, y eso con sus matices) y, actualmente, Rusia son regímenes semipresidenciales que han conocido la preeminencia del presidente sobre el primer ministro.
En el caso de sistemas presidenciales con un primer ministro responsable ante el parlamento, la preeminencia política corresponde incuestionablemente al presidente y la responsabilidad del premier y del gabinete es bastante más limitada que en los sistemas semipresidenciales. Los casos más conspicuos de regímenes presidenciales con un primer ministro responsable ante el parlamento son la República de Corea (desde 1987 a la fecha) Argentina (desde 1994) y Cuba (Constitución de 1940). Sin embargo, y como trataré de explicar, únicamente el caso coreano aporta una experiencia verdaderamente significativa.
En Argentina el Presidente nombra y remueve libremente tanto al jefe de gabinete de ministros como a los secretarios de despacho. Sin embargo, el jefe de gabinete de ministros puede ser destituido también por una moción de censura aprobada por el voto de la mayoría absoluta de los miembros de cada una de las cámaras (senadores y diputados) condición que, evidentemente, dificulta formidablemente la posibilidad de un remoción y vuelve a este mecanismo parlamentario inoperante en la práctica. Los legisladores que redactaron las reformas constitucionales de 1994 pensaron que un jefe de gabinete podría contribuir a la gobernabilidad si se lograba que buena parte de la responsabilidad política recayera en un personaje que fuera concebido como un intermediario entre el Legislativo y el Ejecutivo. Pero las ingentes dificultades que, al final, se impusieron para lograr su censura evitaron que esta idea fructificara, tal y como lo comprobó la grave crisis política que estalló en el país del Plata a finales del 2001 que, como se recordara, desembocó en la renuencia a la presidencia de Fernando de la Rúa.
Un caso más certero lo daba la Cuba prebatistana, con un premier nombrado por presidente que podría ser removido por el parlamento unicameral, aunque sólo bajo las siguientes condiciones: no podía haber censura ni durante los primeros seis meses ni en el último semestre del mandato presidencial, que era de cuatro años. Evidentemente, la asunción de Batista como dictador dio lugar al abruto fin de este interesante sistema.
Desde la promulgación de la constitución de 1987, en la República de Corea el primer ministro es designado por el presidente con la aprobación de la Asamblea Nacional, y los miembros del gabinete son sujetos a nombramiento presidencial tras consultas con el premier, sin la intervención del parlamento. No existe, sin embargo, posibilidad de censura parlamentaria, y el primer ministro puede ser removido libremente por el presidente, aunque su suplente deberá ser aprobado por el parlamento. Este es el caso que ha presentado durante los últimos años las características más interesantes, y encierra experiencias que deberían ser muy tomadas en cuenta en nuestro país.
El sistema cobro pleno vigor y sentido cuando, en 1998, fue electo presidente Kim Dae Jung, cuyo partido no contaba con mayoría parlamentaria. Un complejo mosaico partidista prevalecía en el Legislativo. Kim Dae Jung (cabe decir que estamos hablando de uno de los grandes personajes del siglo XX) se vio obligado, durante todo su mandato, a designar primeros ministros que no pertenecían a su partido. Durante su administración, que duró cinco años, desfilaron ocho primeros ministros. Ello no fue óbice para que Corea del Sur superara exitosamente la grave crisis económica que la atosigaba desde 1997 y mejorara sustancialmente sus relaciones con el veleidoso y explosivo régimen de Pyongyang. Una lógica implacable privó en el país desde el primer minuto de la presidencia de Kim: el presidente dictaría las grandes políticas de Estado, sobre todo las concernientes a la política exterior, la defensa nacional y los esquemas de largo plazo de desarrollo económico y social; mientras que los primeros ministros se dedicaban a enfrentar los problemas políticos y administrativos cotidianos. Evidentemente, la mayor parte del desgaste recaía en el premier –prueba de ello es que fueron ocho personas las que ocuparon este cargo- cosa que permitió al jefe de Estado mantener más o menos indemne su posición política.
Este año, el sistema coreano se ha visto sujeto a mayores pruebas. El actual presidente, Roh Moo Hyun -electo en 2003- fue sujeto de juicio político (impeachment), acusado de violar la ley electoral en época de campaña. Aunque el mandatario logró superar la acusación gracias a una resolución a su favor dictada por el Tribunal Constitucional y podrá completar su mandato de cinco años, el Partido Del Milenio (que postuló a Roh a la presidencia), fue humillado en las elecciones parlamentarias celebradas en abril de 2004. Apenas ganó 10, escaños, mientras que un partido emergente originalmente de oposición, el Uri, logró ganar la mayoría absoluta. Es un hecho que el presidente pasará el resto de su período a un segundo plano, dedicado, en mayor o menor medida, a orientar algunas políticas de Estado e intentar ser árbitro supremo del sistema político. Ello, a pesar de que Roh anunció poco después de las elecciones su defección del partido del Milenio para ingresar al Uri. Todos los observadores de la política coreana coinciden en decir que la iniciativa política ha pasado al primer ministro y, con casi toda certeza, esta situación se mantendrá hasta el final del mandato de Roh.
Corea del Sur nos da un estupendo ejemplo de que es posible trabajar en un régimen esencialmente presidencialista con mecanismos propios del parlamentarismo, de tal manera que un presidente que no cuenta con mayoría absoluta en el parlamento tiene la capacidad de hacer más fluida la relación con los legisladores nombrando a un intermediario político, quien será el responsable principal del desarrollo cotidiano de la administración mientras él se dedica a las políticas llamadas “de Estado”. Este sistema ofrece también una salida en caso de que un presidente se vea gravemente limitado en sus alcances por alguna razón extrema, ya sea una grave derrota en las urnas o manifiesta incapacidad política.
Evidentemente, todas estas fórmulas son imperfectas y siempre entrañan riesgos de ingobernabilidad. En México, donde nos espera un largo proceso de negociación en torno al tema de la reforma del Estado, es imprescindible entender, de una vez, que no hay recetas mágicas, que los clichés y lugares comunes deben ser desterrados y que deben procurarse soluciones que sintonicen con nuestras realidades políticas. Asimismo, no deberá olvidarse que sin partidos responsables y sin una clase política competente, la democracia mexicana estará condenada a padecer problemas de ingobernabilidad, sean cual sean las fórmulas escogidas, y así bajaran ángeles del cielo a redactar nuestras leyes. Necesitamos políticos con grandeza, si tal cosa existe. Albert Camus escribió alguna vez que “Los hombres que verdaderamente poseen grandeza intrínseca jamás se dedican a la política”. Ojalá se haya equivocado.
miércoles, 31 de octubre de 2007
Porfirio Muñoz Ledo: Falstaff en el Blanquita
Mi absurda carrera política comenzó en 1987 bajo “inmejorables auspicios”, según las creencias que tenía yo en aquellos ayeres de muchachito tonto y socialdemócrata que estudiaba en la UNAM: al lado de Porfirio Muñoz Ledo, un hombre al que admiraba desde que en los años setentas había leído el capítulo de Los Agachados donde Rius lo presentaba como el aspirante a suceder a Luis Echeverría más cercano a “la izquierda encuadrada dentro del PRI”. Ese año, Porfirio había regresado de Nueva York tras el “incidente” que lo obligó a renunciar a la representación de México ante la ONU y comenzaba a formar la Corriente Democrática al lado de otros “progresistas”. Ustedes saben el resto de la historia.
Porfirio Muñoz Ledo es la medida que evidencia la atroz mediocridad de nuestra clase política. Y no es porque él sea el arquetipo de quienes hacen política en México. Todo lo contrario. Porfirio fue atípico, uno de los políticos más ilustrados, sagaces e inteligentes que ha tenido este país. Un hombre medianamente culto (o, sí se quiere, más informado de lo que pasa en el mundo que la media de nuestros gobernantes) dueño de una gran agilidad mental y de un rico, aunque incompleto, sentido del humor. Objetivamente hablando, este personaje no tenía ninguna de estas virtudes en grandes cantidades, pero sí en las suficientes como para opacar a la inmensa mayoría de sus pedestres colegas. Por eso es la medida, porque sí con sus medianías parece un titán al lado del resto, ¿De qué tamaño será el resto?
Porfirio ha tenido grandes virtudes. Hacía burla del excesivo formalismo y solemnidad que padecemos en México a todos los niveles. Nadie puede refutar su condición de rebelde cuasi heroico, ni sus aportaciones (muchas, como en el caso de Cuauhtémoc, involuntarias) a la democratización del país. Criticaba lúcidamente el analfabetismo de nuestros dirigentes, jugaba unas bromas deliciosas y muchos apodos por él concebidos pasarán a la historia. Pero nada más. Porfirio no es más que ocurrencias, agilidad mental, información por encima del promedio y un aceptable sentido del humor además, claro está, de una vanidad tan absurda como colosal (O absurda justamente por colosal). Dicha sea la verdad, en cualquier país medianamente civilizado no tendría mucha oportunidad de destacar como lo ha hecho aquí. Le falta consistencia intelectual, profundidad de pensamiento y capacidad de propuesta. Padece de lagunas culturales y formativas pavorosas, mismas que trata de subsanar a base de su ingenio. Es un hombre terriblemente fútil.
Podría suponerse que de vivir como ciudadano en alguna democracia avanzada, Porfirio aspiraría a ser uno de los “excéntricos” del parlamento. Pero cuando uno ve a los “excéntricos” que ha habido, por ejemplo, en Gran Bretaña, uno se da cuenta que no daría el ancho ni para eso. No hablemos de “excéntricos” como Disraeli, Churchill o Pitt el Joven, tres estadistas colosales a quienes consideraron extravagantes en sus respectivas épocas. Pensaría, más bien, en alguien como Enoch Powell, un parlamentario británico famoso por las desmesuras que decía, al grado que por ello no avanzó demasiado en su carrera política. Pero Powell era un erudito experto, entre otras cosas, en cultura clásica, filosofía vitalista, literatura medieval, historia militar y un larguísimo etcétera, amén de que legó una impresionante obra escrita. A su lado, Pofis es un gnomo.
La gran objeción que le pongo a Porfirio es su superficialidad. Se dedica a decir desmesuras y frivolidades, tan absurdas e incoherentes hasta para un país tan superficial y aldeano como es México, que ya toleró a un Vicente Fox como presidente. Se le empieza a considerar un payaso. Obviamente, es un payaso de cierta calidad que actúa en un medio donde sus colegas parecen cómicos vulgares. Por eso Porfirio me da la impresión de ser un Falstaff actuando en el teatro blanquita al lao de cómicos albureros y soeces.
Pero incluso es un arlequín imperfecto. Otro gravísimo defecto de Porfirio es su incapacidad de burlarse de sí mismo, consecuencia de su egocentrismo excesivo. El Embajador Muñoz Ledo no admite la mas mínima burla a su augusta persona, lo cual, evidentemente, habla de su monumental complejo de inferioridad. Por eso afirmo que el tipo tiene un sentido del humor incompleto. Asimismo, llama la atención su notable mitomanía. Sí, es cierto que Porfirio ha sido lo suficientemente hábil como para sacar tajada de su mitomanía (tengo una tercia de amigos por ahí que también han sabido hacerlo), pero la mitomanía es una bestia peligrosa que suele acabar por devorarse a sus amos.
Es bueno ser vacilador, pero si no se renuncia a la profundidad intelectual. Porfirio lee muy poco y se limita a escribir sus anodinos artículos de El Universal. Sus presuntas aportaciones a la reforma del Estado, la banderita con la que su irrisorio ego trata de sobrevivir en el podrido medio político mexicano, no son sino la reiteración de algunas ideas (elección a dos vueltas, reelección legislativa, correctivos parlamentarios en sistema presidencial) postuladas sin que él ni ninguno de los “genios” que ha tenido alrededor se haya tomado la molestia de, en verdad, analizar a fondo su eventual viabilidad en México. Por mucho tiempo la “Reforma del Estado”, que él con su acostumbraba grandilocuencia tanto pondera, sólo sirvió para algunas photo opportunities y para mantener su nombre más o menos vigente en los periódicos, asunto que siempre lo ha obsesionado. ¿Por qué hay tan pocas notas mías, mano?, es la eterna pregunta que hace a sus colaboradores después de revisar los resúmenes de prensa. Es cierto que la Comisión de la que él forma parte actualmente mucho influyó en la confección de la reciente reforma electoral, pero dichos avances se lograron pese, y no gracias, a él, como bien lo saben quienes están involucrados en este tema.
A final de cuentas, Porfirio es lo que son la mayoría de los políticos y aquí y en todos lados: un hombre intelectual y espiritualmente muy pobre que ni siquiera ha sabido retirarse con dignidad. Por paradójico que parezca, su trágico-cómica postulación presidencial por parte del PARM en el 2000 demostró que su vanidad le ha hecho una gran traición a su autoestima, al hacerle perder el sentido del ridículo. Su presencia en el acto de festejo en el Zócalo tras el fracaso del desafuero de López Obrador, donde fue abucheado hasta la fatiga por las lúgubres bases perredistas, aniquiló la poca respetabilidad que le quedaba. Fue su absoluto acabose. Desde entonces sólo queda un bufón que nada más da para la risa y el escarnio. Tanta vanagloria acabó destruyendo su personalidad, como les sucede, tarde o temprano, a todos los narcisos
Decía yo que conocí a Porfirio hace 20 años. Muy pronto me desilusioné de él. Le reconozco sus meritos como rebelde y dicharachero, pero su mezquindad como persona mucho me hablo de lo poco que cabía esperar de los políticos. Mis experiencias posteriores al lado de hombres todavía más mediocres y obtusos no hicieron sino confirmar mis sospechas. Entendí algo: a los políticos, para sobrevivirlos, o se les adula y se entra en el juego de su egomanía, o se renuncia a tomarlos en serio, camino por el que opté con resultados que iré describiendo a lo largo de estas entregas semanales.
Próximo Capítulo: El PRD
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Mi Surrealista "Carrera Política"
martes, 30 de octubre de 2007
El Ingreso Básico Garantizado es una Falacia
Lo siento amigos, pero de la manera más respetuosa hacia todos ustedes debo decirles que por más que le pienso y por más que leo papers de sus defensores, no alcanzo a entender los beneficios de la propuesta de establecer a escala constitucional una ingreso básico garantizado, idea aún muy en boga en los círculos “progres”, pero que en Europa no ha podido avanzar a pesar de los esfuerzos de algunos (ni de lejos, todos) partidos de izquierda, y pese a que en Brasil se haya aprobado(en 2005) la llamada "Ley Suplicy". Por cierto, es falso que se haya aprobado una reforma al respecto a nivel constitucional.
La realidad es que con un ingreso básico tendremos en un país pobre como México a 40 millones de personas viviendo subsidiadas. ¿Y de que cantidad estaríamos hablando como subvención? En España, la peregrina idea del PSOE (enterrada, por cierto, ante la inminencia de las generales) consistió en entregar a cada individuo 421 euros mensuales per capita, que es el cálculo que se hace como límite del umbral de pobreza. Si alguien cree que un mexicano seguirá trabajando y creando la misma riqueza que ahora cuando se le quiere proporcionar una subvención equivalente o mayor al sueldo mínimo en México solamente "por existir", es que no ha entendido nada.
El ingreso implica riqueza permanente y asegurada, para cuyo disfrute hace falta tiempo libre al que no se estará dispuesto a renunciar a menos que se incrementen sustancialmente los salarios. Pero un incremento de salarios en países con una productividad tan reducida, sólo permitirá crear empleo en los sectores que generen un mayor valor agregado. El resto de actividades simplemente desaparecerán, pues la gente no querrá trabajar a cambio de unos salarios tan reducidos.
¿Pero acaso supondrá el desempleo un serio problema para ellos? No, pues cuentan con un ingreso básico permanente que les permite, incluso, recurrir al mercado crediticio para consumir con cargo a su renta futura. En otras palabras, habrá sectores inmensos de la población que consumirán pero no producirán. Habremos creado una casta de rentistas cuyos ingresos no procederán de la creación de nueva riqueza, sino del expolio de la que otros han generado, cada vez menos, por cierto.
Sencillamente, México dejará de producir o, mejor dicho, dejará de dedicarse en su mayoría a la producción de riqueza. La inversión extranjera se desplomará ante unos salarios no remunerativos que, para más señas, tendrán a los países asiáticos y euro orientales como certera competencia, lo que acarreará una descapitalización al por mayor del país, con la consecuente ruina económica.
El efecto más grave, con todo, sería, como lo comenté en una pasada comunicación, el desmedido crecimiento del Estado y de sus burocracias, así como el atrofiamiento de la iniciativa individual.
La renta básica es un expolio. Un sector consumirá los que otro haya producido sin que aquel entregue nada a cambio. Alguna brillante mente política tendrá que cuadrar este maravilloso círculo: algunos mexicanos seguirán trabajando igual, ahorrando igual y consumiendo menos, mientras que el otro no trabajará, pero consumirá más. En otras palabras, se espera una parte trabaje lo mismo que ahora para ser menos ricos y que la renta diferencial se le regale a un sector no productivo.
Otra reacción será el aumento en el consumo y la reducción del ahorro. ¡Cuidado con las trampas del dizque “fortalecimiento del mercado interno”!. Son conocidos los efectos devastadores que han tenido en América Latina estas políticas de fortalecimiento del mercado interno: inflación galopante, depreciación de la moneda y crisis generalizada.
Y las causas de esto resultan sencillas de entender: la cantidad de bienes producidos en México habrá disminuido, pero aquellos que han dejado de producir podrán seguir consumiendo; de modo que habrá menos bienes y más gente que los quiera.
En definitiva, tanto vía reducción de la oferta de trabajo cuanto vía reducción de los ahorros, México verá disminuir notablemente su acumulación de capital. La estructura productiva transitará hacia un esquema mucho menos intensivo y mucho menos productivo.
Evidentemente, dejo al margen varios factores que todavía empeoran más el escenario.
Primero, las posibles consecuencias políticas y sociológicas de la medida. ¿Aceptarían los mexicanos productivos mantener a los no productivos nada más porque sí? ¿Les seguiría resultando rentable seguir trabajando, o creando empleos, o invertir en México?
Segundo, si metemos toda esta bomba en medio de un escenario de expansión del crédito como el que vivimos y hemos vivido las consecuencias pueden ser trágicas. El ingreso Básico generará unos enormes incentivos al endeudamiento en todo el mundo. Con un endeudamiento creciente, unas transferencias gubernamentales infames y unos salarios mantenidos artificialmente altos a través de los subsidios, cualquier crisis llegaría para quedarse durante mucho tiempo.
Las ideas que Parijs y Vandervourgh expusieron hace más de veinte años son muy atractivas y provocadoras, pero nos llevaría a todos a la ruina. El Ingreso Básico es una trampa mortal.
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