martes, 28 de abril de 2020

Pandemia y la tentación autoritaria


Dictators are using the coronavirus to strengthen their grip on ...



Es ya evidente la intención de muchos hombres fuertes en el mundo de aprovechar la pandemia del coronavirus para afianzar aún más su dominio y convertirla en un instrumento de propaganda para promocionar sus sistemas políticos de rígido control social en detrimento de la democracia liberal.


El gobierno chino silenció el estallido de la epidemia durante al menos tres semanas y posibilitó, de esta manera, la libre propagación del virus dentro y fuera de su territorio. Fue así no como producto de una “genial y maquiavélica” estrategia de Xi Jinping para apoderarse de la economía del mundo (como suponen infinidad de videos, teorías conspirativas y fake news), sino como consecuencia de una rígida censura de prensa, la cual eliminó toda información relativa al coronavirus. La falta de transparencia es un elemento consustancial a los despotismos.


China no dudó en expulsar a reporteros occidentales de periódicos como el New York Times o el Washington Post (entre muchos más), y un par de periodistas chinos críticos (Chen Qiushi y Fang Bin) se encuentran desaparecidos desde hace semanas. No en balde el gigante asiático ocupa el lugar 177 de 180 países calificados en ranking de libertad de prensa de la organización internacional Reporteros sin Fronteras. 


Tras la respuesta inicial tardía e ineficaz, el gobierno chino aplicó enérgicas medidas para contener y erradicar el virus las cuales, al parecer, han tenido éxito. Ahora, el Partido Comunista y su aparato propagandístico intentan convertir esta crisis en una épica victoria para, en lo interior, contrarrestar los posibles efectos negativos de la pandemia sobre su legitimidad, y hacia el exterior difundir la imagen de la eficacia del sistema autoritario. 


La presencia de simbología comunista durante la campaña anti-virus ha sido constante, así como la intensificación del culto a la personalidad de Xi Jinping, a quien los medios oficiales describen como “el genuino líder del pueblo, conductor hacia la victoria de la guerra popular contra la enfermedad”. 


El gobierno chino también ha iniciado una campaña internacional de apoyo. Procura proyectar la imagen de un país sólido, con rostro humano y solidario, y al mismo tiempo divulgar las “bondades” de un “magnífico modelo político”, el cual ha sido capaz de impulsar uno de los despegues económicos y tecnológicos más impresionantes de la historia.  


Un sistema basado en la primacía de la estabilidad política frente a la vigencia de la libertad y garante del desarrollo económico fundado en el control del omnipresente Estado. 


Y a nivel geopolítico la pandemia se ha convertido en una oportunidad de oro para la trasformación de la balanza del poder, con una China hiperactiva frente a la negligencia norteamericana y europea. 


Se presenta entonces un terrible dilema, ¿valoramos la democracia sólo por sus rendimientos y no por garantizar derechos? 

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
1 de abril de 2020


Megalómanos y el Coronavirus




Trump coronavirus Tags - Las2orillas



Nada como una crisis inusitada y grave para desnudar a los malos gobernantes. Los sátrapas de hoy han reaccionado de forma atroz a la crisis global del coronavirus y lo hacen porque se trata de un fenómeno imposible de controlar a base de voluntarismo o de paliar con demagogia, distractores y mentiras. 


Han sido evidenciados como ineptos en la gestión de situaciones adversas y alérgicos a tomar decisiones difíciles.


La pandemia surgió porque el régimen chino fue incapaz de controlarla. Su negligente respuesta en las primeras semanas del brote provocó su expansión a nivel internacional. Xi Jinping  supo del coronavirus desde noviembre, pero dio órdenes de combatirlo cuando era demasiado tarde para evitar su difusión. 


Donald Trump pasó las primeras semanas de la crisis en medio de gracejadas, imprecisiones y bravuconadas. Acusó a los demócratas y a la comunidad científica de exagerar la importancia del tema. Hasta la fecha difunde fake news e información errática.  


Boris Johnson decidió, al principio, limitarse a recomendar medidas “autorestrictivas” para no afectar la economía, pero ha terminado por ceder ante las críticas de los especialistas y de la opinión pública.

En la Turquía de Erdogan no se sabe con exactitud cuál es el alcance de la expansión del coronavirus. Con toda probabilidad el número real de infectados es mayor al reconocido por las autoridades, según afirman autoridades sanitarias mundiales. 


Otro país bajo sospecha de maquillar cifras es Rusia. El número oficial de contagiados es demasiado bajo. El hermetismo de Putin despierta dudas. Eso sí, las webs propagandísticas rusas se han dedicado a difundir teorías conspirativas: el Covid-19 es un arma biológica de la CIA, los grandes laboratorios farmacéuticos quieres hacer negocio, etc. 


Orbán aprovecha el coronavirus para cimentar su autoritarismo en Hungría. Su gobierno pretende aprobar una ley para extender el estado de excepción y recortar la libertad de prensa.


Y en Latinoamérica hay casos peores, Daniel Ortega y su señora organizaron una manifestación multitudinaria denominada “El Amor en Tiempos del COVID-19”. 


Jair Bolsonaro tildó de “histeria” a la forma como el mundo enfrenta la crisis. El impresentable presidente brasileño también se negó a cancelar actos masivos e incluso enfundado en la camiseta de la selección brasileña de fútbol participó en alguna de ellas estrechando manos y sacándose muchas selfies con sus simpatizantes sin ninguna medida de protección.

La irresponsabilidad de Bolsonaro ha llevado a algunos diputados opositores a presentar una solicitud de juicio político contra el mandatario. Asimismo, la indolencia de Trump podría costarle la reelección en noviembre. 


La megalomanía lleva a un alejamiento progresivo de la realidad y a la indiferencia ante el sufrimiento del prójimo. Quizá el coronavirus es el golpe de realidad necesario paran exhibir a los megalómanos de nuestro tiempo y ponerles un alto. 

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
25 de marzo 2020

jueves, 19 de marzo de 2020

Mohammed Bin Salman, el temerario




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El joven príncipe Mohammad bin Salman (34 años), hombre fuerte de Arabia Saudita, quiere revolucionar a su país con ambiciosas reformas económicas, sociales y religiosas, pero su megalomanía y su reiterada capacidad de meter la pata en temas internacionales pueden llevar sus anhelos transformadores al caño.

Fue nombrado príncipe heredero a mediados de 2017. Con mano dura marginó a todos sus rivales. Cientos de jeques y príncipes fueron encerrados por meses en el Ritz Carlton de Riad.

Con todo el poder en sus manos empezó a impulsar reformas. Las mujeres ya pueden manejar, la policía religiosa tiene menos presencia pública, la influencia de los clérigos disminuye y la cúpula militar fue relevada. Pero la represión a los disidentes se mantiene igual. Decenas de militantes pro los derechos humanos han sido detenidos, así como escritores y periodistas.

El príncipe también quiere preparar a Arabia para la época “pospetróleo”. Para ello, ha iniciado un gran plan de transformación nacional sustentado en la construcción de proyectos faraónicos  dedicados al entretenimiento y el turismo (hasta hace poco restringido por razones religiosas), así como la creación de NEOM, una ciudad futurista llena de robots, drones, inteligencia artificial y fuentes alternativas de energía.

Pero para muchos críticos estos no son proyectos realistas. Entre las desmesuradas ambiciones del príncipe y las capacidades reales del Reino priva una colosal distancia, según explican varios economistas expertos.

Asimismo, la impericia y soberbia de Salman lo han llevado a cometer varios errores crasos en su política exterior. La intervención árabe en Yemen ha sido un desastre, el bloqueo a Qatar un rotundo fracaso, y muy mal dirigido su enfrentamiento con Irán.  El colmo fue el torpe asesinato del periodista disidente  Jamal Khashoggi y el hackeo del teléfono celular de Jeff Bezos.  

Ahora, el temerario príncipe juega con fuego al retar a Vladimir Putin, ese otro bravucón internacional. Rusia y Arabia se han lanzado a una guerra petrolera altamente destructiva. Salman ordenó inundar el mercado de crudo, pero Putin no se arredró y aunque su rival tiene costos de extracción mucho más bajos, Rusia cuenta con un arma poderosa con su capacidad de devaluar el rublo cuantas veces lo considere necesario.

La guerra de precios amenaza con hundir a la industria petrolera en un abismo, y justo cuando el coronavirus desencadena una caída en la demanda. Ni Arabia, ni Rusia ni, desde luego, ningún país exportador podrán salir indemnes de la demencial “ruleta rusa” de Salman.

El exceso de voluntarismo obnubila a los autócratas. Pretenden ser todopoderosos, casi mágicos, inmunes a los complejos males del mundo. Pero en la política se puede perder todo, menos el sentido de la realidad. Distinguir entre lo real y lo falso es el único genuino talento indispensable del hombre público.


Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
18 de marzo de 2020

Putin y Erdogan: ¿Enemigos Íntimos?


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Turquía y Rusia han tenido a lo largo de los siglos una relación  belicosa: los Imperios Otomano y Ruso pelearon doce duras y sangrientas guerras entre sí. Sin embargo, con el afianzamiento en el poder de Erdogán y Putin estos dos grandes naciones iniciaron un periodo de cercana asociación… o al menos eso parecía hasta hace poco.


Erdogan decidió distanciarse de sus aliados tradicionales de Occidente porque sus impulsos autoritarios y nacionalistas le impelen a soñar con una Turquía capaz de hacer valer por sí misma sus intereses en Medio Oriente sin estar condicionada en los temas de respeto a la democracia y los derechos humanos. 


El acercamiento de Ankara con Rusia se consolidó en años previos con la compra de equipo militar ruso y con la construcción un gasoducto en el Mar Negro para transportar gas natural a Turquía.


Pero las viejas rivalidades resurgieron por culpa de la crisis siria. Rusia es el gran aliado de Bachar al Assad y Turquía respalda a algunos de los grupos rebeldes sirios. Además, Ankara pretende reforzar su presencia en el norte de Siria para impedir una región bajo control kurdo, la cual podría servir como santuario a la insurgencia kurda en Turquía.


En las últimas semanas, la provincia rebelde de Idlib, limítrofe con Turquía, ha colapsado ante los avances del gobierno de Assad. Como resultado, medio millón de personas han huido desde diciembre.


Turquía es ya el país del mundo con más refugiados y no puede sostener a más. Por eso a Erdogan le urge la paz, pero Putin pretende poner fin a la guerra únicamente con un  triunfo inobjetable y absoluto de Assad y así lograr una victoria estratégica sobre Occidente.


Idlib amenaza con llevar a un enfrentamiento directo entre Rusia y Turquía. Soldados turcos tratan de evitar la caída de Idlib, pero han muerto por docenas, posiblemente como consecuencia de ataques ordenados por el alto mando ruso. 


El jueves pasado, en una cumbre celebrada en Moscú, Putin le enseñó una dura lección a Erdogan -quien llegó muy debilitado a la cita- al imponerle un acuerdo de alto al fuego.


La arrogancia de Erdogan ha llevado a Turquía al borde del desastre en Siria. Al asilar y contraponer a Turquía frente a la Unión Europea y la OTAN ha puesto en peligro la lucha contra el Estado Islámico, provocado un enorme dilema humanitario en la frontera con Grecia a causa de una nueva crisis de refugiados y comprometido la posibilidad de recibir asistencia por parte de Occidente en caso de un enfrentamiento mayor con Rusia. 


Y a todo esto se añade el creciente desgaste interno de Erdogan, cada  vez más impopular, con la economía en crisis y la oposición a su régimen creciendo. 

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
11 de marzo de 2020

Demagogia y Teorías de Conspirativas



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Las teorías conspirativas son esenciales en el crecimiento y consolidación de los movimientos populistas y esto ha quedado nuevamente constatado con la irresponsable respuesta de Donald Trump y algunos otros dirigentes mundiales frente al brote global del coronavirus.
En realidad, creer en las conspiraciones es muy común en todo el planeta y aunque las personas con menores ingresos y bajo nivel educativo son más proclives a adoptarlas, la alta formación académica e intelectual no exenta a nadie de caer en la tentación.
Esto es así porque se obtiene un “sentido de orden y lógica” en el caos mundial. Es fácil someterse a una teoría de la conspiración ante una realidad caótica, azarosa y difícil de asumir
La gente procura poco buscar la verdad, prefiere interpretar la información para confirmar y reforzar creencias y prejuicios. Los hechos, los datos y la información dura son muchas veces voluntariamente ignorados para protegemos a nosotros mismos de la verdad.
Para muchos estudiosos del tema de la “conspiranoia”, ésta es esencial en la identidad de sus creyentes. La fe en la existencia de planes secretos y otros relatos afines son para millones de ciudadanos comunes y corrientes una plausible elucidación de cómo funciona el mundo.
No existe la casualidad, todos los engranajes encajan, en la sombra hay alguien manejando los hilos y “saberlo” nos hace destacar entre la multitud porque “a mí no me engañan, yo sí comprendo cómo marchan realmente las cosas”.
Pero es todo lo contrario. La difusión de estas teorías son una de las formas más viejas de manipulación y los demagogos las utilizan profusamente para mantener el entusiasmo entre sus bases. Les permite ostentarse como alternativas radicales contra los políticos del “más de lo mismo”.
A base de conspiraciones los demagogos ofrecen una explicación de la realidad sencilla y comprensible. Además, invariablemente proporcionan un culpable. Siempre hay “fuerzas malévolas” atentando contra la gente común y eso tiene la ventaja de reducir la política a una lucha de los conspiradores contra los demás. Se concreta el ideal populista: pueblo bueno contra élite corrupta.
Con el internet las teorías conspirativas viven una auténtica edad de oro. Han encontrado un entorno natural para desarrollarse y multiplicar su efecto.
Hoy se desempeñan al frente del gobierno de cada vez más naciones quienes hicieron su carrera política enarbolando bizarras teorías de conspiración. Evidentemente, cuando las cosas empiezan a salirles mal o sus promesas fáciles enfrentan retos demasiado ingentes y complicados, las conspiraciones son el pretexto ideal para encubrir su incompetencia.
Pero crisis como la del coronavirus en realidad exhiben su rechazo sistemático a las opiniones expertas y a los hechos científicos, y evidencian su desinterés en la planeación de largo plazo y su incapacidad de aprender de los errores.

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
4 de marzo de 2020





Populismo y Misoginia




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Los roles de género tradicionales cambian y eso aterroriza a los “hombres fuertes” de hoy. Este temor es tangible en el talante claramente misógino de muchos movimientos populistas y es coherente con la estrategia de estigmatizar a todo opositor como “enemigo de la nación y del pueblo”.


Los populistas no toleran ni la crítica ni la disidencia. Desconfían de cualquier forma de protesta, aunque no vaya específicamente contra ellos. Si un movimiento no es encabezado por el líder, este se convierte en un peligro potencial y debe ser impugnado. 


Donald Trump es la quintaescencia del machista vulgar e intransigente. Sus despectivos comentarios sobre las mujeres no son sólo cuestión de sus atroces rasgos de carácter, sino traslucen la idea falaz de considerar al “espíritu masculino” víctima de ataques por parte la “asesina doctrina de la igualdad de géneros”.


Otro macho prototípico es Vladímir Putin, el del torso desnudo. Su Gobierno hizo aprobar el año pasado normas para legalizar formas de violencia doméstica. La Iglesia Ortodoxa aprobó esta legislación “a nombre de los valores tradicionales de la familia”. 


En la Turquía de Erdogan el machismo se ha enseñoreado.  Para este señor las mujeres no interesadas en tener hijos y dedicadas a su carrera profesional “niegan su feminidad”, “están incompletas” y son “mitad persona, no importa cuánto éxito tenga en el mundo de los negocios”.

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Erdogan se irrita cada 8 de marzo en ocasión de la celebración del Día Internacional de la Mujer. El año pasado, centenas de mujeres fueron agredidas con gases lacrimógenos por la policía. El presidente acusó a “sus opositores” de haber promovido el movimiento feminista. 


Y así una gran cantidad de ejemplos. Bolsonaro declaró sobre una opositora: “jamás la violaría, está muy fea”. El presidente filipino Duterte se lamentó, públicamente, de no haber participado en la violación multitudinaria de una misionera australiana. 


“Espero que te violen”, le gritaron xenófobos a la capitana del barco humanitario de rescate de migrantes Carola Rackete, azuzados en las redes sociales por Matteo Salvini.


En Hungría, los estudios de género fueron excluidos de las universidades. En Polonia, el gobierno ultranacionalista promueve como eje de su labor valores arcaicos y patriarcales donde la mujer solo cuenta como madre, esposa y feligresa. En España, el programa de Vox  tiene como objetivo explícito “la lucha contra el feminismo”. 


Y los populistas latinoamericanos no se quedan atrás. Chávez, Correa y Evo también vertieron una buena cantidad de insultos misóginos.


El machismo es esencial en los líderes populistas porque estos presumen ser intérpretes de “los deseos genuinos del Pueblo”, y ello incluye obsoletas visiones y creencias acerca de las jerarquías de género. Pero las mujeres no se arredran. Por eso constituyen en la gran esperanza y el antídoto idóneo contra los autoritarismos actuales.

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes 
26 de febrero de 2020

La “infantilización” del lenguaje político




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Donald Trump utiliza en sus tuits y discursos el lenguaje y la gramática correspondientes a la forma habitual de expresarse de niños de once años o menos, según un estudio reciente publicado en la revista Newsweek. De hecho, se trata del presidente cuya forma de comunicarse es la más elemental en toda la historia de Estados Unidos. 


Entre las palabras más utilizadas por el ocupante de la Casa Blanca están: “yo”, “ganador”, “perdedor”, “perdedor total” “estúpido”, “fuerte”, “idiotas”, “tontos”, “malo”, “increíble”, “tremendo” y “terrífico”.


Trump es prototipo de una de las características fundamentales del político populista: la “infantilización” del lenguaje político. 


Casi todos los autócratas de hoy y aspirantes a serlo apelan a este recurso, a veces como estrategia de un político hábil, pero las más de las ocasiones como resultado lógico de la pobre formación intelectual del líder. Putin es famoso por sus chistes y expresiones soeces. Salvini se maneja sus redes sociales con el espíritu y el idioma de un adolescente malcriado. Duterte es un monumento a la vulgaridad. Kaczynski hila con mucha dificultad más de dos ideas y Maduro, Evo, Erdogan y Orban (entre otros) compiten fuerte en este campeonato por saber cuál es el caudillo más pedestre.  


La utilización de un lenguaje político elemental ayuda al buen demagogo a marcar distancia con las odiadas élites, aficionadas a los razonamientos rebuscados, y los acerca al “hombre común”, al sagrado “pueblo”. Así se proyectan como líderes auténticos y sinceros. Por eso recurren a insultos y descalificaciones pueriles, exhiben y promueven un desusado interés por asuntos irrelevantes e incluso llegan a sentirse orgullosos de sus incoherencias y “gaffes”. 


Son capaces de imponer sus cutres conceptos y valores al debate. Simplificaciones, vulgaridades y desahogos utilizados más tarde como munición por sus troles en las redes sociales.


Ante ello, los críticos pueden caer en la tentación de considerar a los populistas simplemente como “niños”, sin entender la importancia de hacer una autocrítica al discurso elitista o, peor aún, caer en la provocación de las fútiles descalificaciones. Como escribió la periodista turca Ece Temelkuran: “El lenguaje del debate político se reduce a una especie de lucha libre donde todo está permitido, hasta que incluso los intelectuales más prominentes terminan bailando al son de los populistas.”


El populismo, como una de las formas de manipulación política (desde luego, no es la única), tiene el interés de mantener a los ciudadanos “eternos niños”. Utiliza el lenguaje de la calle para, pretendidamente, “acercar el poder al pueblo”, pero en realidad promueve la renuncia al raciocinio y a la capacidad crítica y hace realidad las palabras de Paul Valéry, quien definió a la política como “el arte de mantener a la gente apartada de los asuntos que verdaderamente le conciernen”.


Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
19 de febrero de 2020

domingo, 16 de febrero de 2020

La Epidemia de Xi Jinping




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Hace apenas dos años, el presidente chino Xi Jinping parecía imparable. Ya era, en ese momento, el líder chino con más poder acumulado desde la era de Mao Zedong, y su permanencia parecía garantizada cuando el XIX Congreso del Partido Comunista Chino eliminó de la Constitución los límites a la posibilidad de reelección. 


Sin embargo, desde entonces se han acumulado los problemas: las protestas en Hong Kong, la ralentización económica, las críticas al colosal proyecto de Nueva Ruta de la Seda y la guerra comercial con Estados Unidos.

Ahora, a todos estos retos debemos añadir el la epidemia del coronavirus, quizá el potencialmente más peligroso para la estabilidad des régimen totalitario chino. 


La expansión del virus fue favorecida por la estricta censura de medios, la incapacidad de autoridades locales y el miedo de funcionarios menores a informar a sus superiores sobre las verdaderas dimensiones del peligro.

El tratamiento dado por la policía al doctor Li Wenliang, quien fue el primero en alertar sobre el coronavirus, y su posterior muerte, han provocado una inusitada avalancha de comentarios indignados en las redes sociales chinas, una explosión de rabia acumulada pocas veces vista en este país en su historia reciente. 


La policía buscó a Li, pero no para obtener más información del virus, sino para intimidarlo por difundir “falsos rumores” y pretender, con ello, “dañar al orden social”. Le advirtieron, “seriamente”, contra su “obstinación e impertinencia”, lo amenazaron con la cárcel si persistía con esa “actividad ilegal” y lo obligaron a firmar una carta de arrepentimiento.


Con su muerte, Li se convirtió en un mártir de la represión del régimen. “Recuerden su cara. Es la de un médico caído, un ciudadano diciendo no a las mentiras. Si su muerte no despierta a la nación, no merecemos vivir en este planeta”, así reza uno de los iracundos comentarios subidos en Weibo, la principal red social en China, junto con millones de acusaciones contra las autoridades por su opacidad en la información y lentitud de reacción.

Muchos internautas chinos incluso llegan a describir la epidemia del coronavirus como “el Chernobyl chino”. Por ello podría convertirse en el mayor desafío para el sistema totalitario desde Tienanmen. 


Y no solo en la política, los efectos en la economía son incalculables. Hay quienes de la posibilidad de un crecimiento menor al 5 por ciento del PIB chino para este año. Obviamente, ello tendría repercusiones globales muy negativas.


Todo esto daña la imagen de Xi Jinping, justamente porque al concentrar tanto poder en sus manos le resulta muy difícil señalar a otros responsables.

Es prematuro hablar del fin de Xi, quien ha afianzado un sólido control sobre el gobierno y eliminado a sus potenciales adversarios. Pero con su prestigio manchado, su hegemonía se resquebraja.


Pedro Arturo Aguirre

¿Cuál Boris Johnson?




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Una vez consumado el Brexit, los británicos y el mundo se preguntan sobre cuál Boris Johnson habrá de gobernar el Reino Unido en esta etapa de nuevos e ingentes desafíos: ¿El pragmático, liberal y peculiar alcalde de Londres dueño de un estilo desenfadado y divertido, o el furioso y autoritario populista promotor del Brexit a base de demagogia y flagrantes mentiras? 


Tocará ahora negociar con la Unión Europea un nuevo tratado comercial y buscar las mejores formas de deshacer los centenares de acuerdos firmados en el casi medio siglo de integración en temas como tasas aduaneras, seguridad, inmigración, agricultura, pesca, política fitosanitaria, normas industriales, sin olvidar el temible asunto de la frontera irlandesa.


Una vez concluido todo ello, Johnson deberá cumplir su promesa de convertir al país en una “gran potencia” con un programa masivo de inversiones, sobre todo en el norte del país, la región más afectada por la desindustrialización promovida por Margaret Thatcher.


Pero reactivar la máquina productiva y poner fin a las políticas de austeridad practicadas desde la crisis de 2008 exigirá incrementar el déficit del Estado o aumentar los impuestos.


Johnson deberá, por tanto, escoger entre sus nuevos electores del norte de Inglaterra y los conservadores tradicionalmente liberales del sur.

También será crucial un tratado de libre comercio con Estados Unidos, es decir, con Donald Trump, quien tanto aplaudió el Brexit. Los escollos incluirán revisar el régimen fiscal de las poderosas empresas norteamericanas del sector digital, atender la demanda norteamericana de exportar productos alimenticios con menos regulaciones sanitarias y enfrentar lobby de las poderosas farmacéuticas norteamericanas, la cuales pretenden ingresar al mercado del sistema público de salud.


A Trump le encanta hacerse el fuerte en las negociaciones comerciales, y con la reciente decisión sobre permitir en el Reino Unido el desarrollo de Huawei Johnson demostró no estar dispuesto a hacer cualquier concesión.

Por supuesto, también está el tema del posible resquebrajamiento del Reino Unido. En Irlanda del Norte y Escocia se avivan, poderosos, los barruntos de secesión. 


En resumen, se ven venir tiempos difíciles. Ante ellos, Boris se verá tentado a mantener el estilo vociferante del confrontacionista implacable y falsario, del politiquillo aficionado a culpar de todos los males a algún elemento externo supuestamente hostil.  Es el truco más viejo del manual populista. 


Hace unos días, el escritor Ian Mac Ewan comentó en un estupendo artículo: “Hemos sido testigos de la caída en desgracia de la argumentación razonada. El impulso del Brexit contenía importantes elementos de la ideología de sangre y tierra con toques de nostalgia imperial. Estos espeluznantes anhelos se elevaban muy por encima de la realidad”.

Boris llegó al poder esgrimiendo argumentos ajenos a la racionalidad económica o política. Sin duda intentará mantenerse en él de la misma forma.


Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
5 de febrero de 2020

La Decadencia del Senado Norteamericano




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Cada vez en más naciones se consolidan en el poder dirigentes de claro cariz autoritario y pavorosa inopia intelectual. Y una fauna aún más espeluznante encontramos en la lista de legisladores de cualquiera de los países donde la democracia peligra.

Cierto, ningún tipo de régimen se salvaba de gobernantes y legisladores pedestres. Siempre la política ha sido modus vivendi de muchos mediocres. Pero en los regímenes personalistas este fenómeno se agudiza. En ellos es aún más palmaria la necesidad de los líderes de contar más con fidelidad y menos con capacidad, honestidad o experiencia. No se busca calidad en los correligionarios, sino absoluta lealtad.

Evidentemente, no basta con ser culto o contar con antecedentes académicos relevantes para ser buen gobernante o legislador. Muchos elementos juegan para forjar a un estadista genuino: sensibilidad, intuición, paciencia, aplomo, carácter. Pero, parafraseando a Carlos Fuentes, una sólida formación intelectual otorga una mayor y más amplia visión del mundo, de la historia, de los pueblos y de la vida.

La devaluación de la calidad de los políticos se ha hecho notoria en la otrora asamblea legislativa más importante del mundo: el Senado de Estados Unidos, síntoma neurálgico del declive democrático norteamericano.

El Senado nunca ha sido perfecto, pero por ahí han pasado muchos de los más destacados, carismáticos e inteligentes políticos en la historia norteamericana y, con  altibajos, por más de doscientos años sirvió como bastión del republicanismo constitucional.

Sin embargo, a partir de la creciente polarización de la política, el Senado se ha convertido, paulatinamente, en una parodia disfuncional de la labor como equilibrador político para el cual fue concebido, y sus integrantes son, cada vez con mayor frecuencia, personajes de baja estofa.

Con el juicio de impeachment a Donald Trump el Senado ha alcanzado su nivel más bajo. Desde el principio del proceso, los senadores republicanos dejaron clara su intención de no sancionar los evidentes abusos de poder e ilegalidades perpetradas por el presidente y rechazaron, de tajo, citar testigos y solicitar documentos al gobierno.

Monumentales son su hipocresía, cinismo y mala fe, sobre todo habida cuenta de cómo se comportaron en el impeachment de Clinton, cuando demandaron a los demócratas “ser imparciales, hacer justicia y poner los intereses del país por encima de los partidistas”.

Esta denodada y obscena defensa de Trump destruye la reputación del Senado y perjudica fatalmente a la democracia norteamericana.

Y asomarse por las cámaras legislativas de los países con gobiernos cada vez más personalistas nos da lecciones similares de abyección y vergüenza.

Hace muchos años, Porfirio Muñoz Ledo (con quien trabajé en el Senado) me comentó tras observar la envilecimiento de los legisladores del, en aquel momento, partido dominante: “No hay democracia que sobreviva Congresos llenos de serviles ignorantes y ociosos”. Tiene razón.

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
29 de enero de 2020