domingo, 16 de febrero de 2020

Hasta que la muerte nos separe…







Anhelo de los déspotas desde el inicio de los tiempos es permanecer en el poder al  mayor tiempo posible, de preferencia hasta la muerte y, si se puede, hasta más allá. 


Los mayoría de los grandes dictadores de antaño prescindían de celebrar elecciones y, simplemente, se eternizaban en el poder, como lo hicieron Stalin, Mao, Franco, Hitler y tantos más. Y lo de tratar de conservar el poder tras la muerte no es broma: Kim Il Sung sigue ejerciendo, oficialmente, como presidente de la República Popular de Corea pese al “detalle” de haber fallecido en 1994.


Pero vivimos en la época de las “democracias iliberales”: regímenes donde se respetan las prácticas formales de la democracia liberal, pero en los hechos se erosiona la división de poderes, la celebración de elecciones justas y los derechos ciudadanos básicos.


Los hombres fuertes de hoy necesitan de ingenierías políticas para darse un marco de legitimidad y continuar ejerciendo sus mandatos sin condenas internacionales ni estallidos sociales.


Buscan fórmulas para mantener en sus  manos el control real del gobierno una vez concluidos sus mandatos en lugar de intentar reelegirse sin límite.

El caso reciente de Evo Morales ilustra muy bien los riesgos de pretender extender demasiado la liga reeleccionista. 


También Turquía da un buen ejemplo de los peligros de probar persistir en el mando sin ensayar una estrategia de “disimulo”. Erdogan diseñó para sí mismo un sistema hiperpresidencial, pero para hacerlo fingió un golpe de Estado en su contra y desató una burda ola represiva. Su gobierno se ha debilitado.


La semana pasada, Vladimir Putin anunció cambios importantes en la Constitución para quitarle poder a la presidencia y darle más al primer ministro y al Consejo de Estado. 


Desde luego, esto no se debe, precisamente, a una repentina “vocación democrática”.


Putin goza aun de gran popularidad, ¿por qué no ganar una tercera reelección consecutiva? Por el temor a eventuales protestas. Ya el verano pasado Rusia fue testigo de manifestaciones y reclamos callejeros.


En la propuesta de reforma se incrementa el poder del primer ministro. Quizá la idea de Putin sea ocupar ese cargo y dejar la presidencia un “hombre de paja”, como ya pasó en el período 2008-12.


O también podría desempeñar la presidencia del Consejo de Estado, órgano hasta ahora emblemático pero fortalecido con la reforma. Sucedió en Kazajistán, exrepública soviética de Asia Central, donde el dictador Nursultan Nazarbayev renunció a la presidencia de la República para ser proclamado “presidente vitalicio del Consejo de Seguridad”.


Pero no solo se trata de mantener el poder, sino de conservar inmunidad. Los dictadores suelen hacerse de muchos enemigos durante sus largos gobiernos. Temen a las venganzas. Asimismo, sus malas decisiones los hacen susceptibles a ser, eventualmente, llamados a cuentas por sus gobernados.

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
22 de enero de 2020

Los Hombres Fuertes van a la Guerra




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Los líderes con tendencias autoritarias de todos los tiempos siempre se han servido para consolidarse en el poder de guerras o de graves crisis a la seguridad nacional, ya sean reales, ficticias o (como suele suceder) provocadas por ellos  mismos. 


Quizá el ejemplo más clásico es el famoso incendio del Reichstag de 1933, el cual sirvió de pretexto para el establecimiento definitivo de la dictadura hitleriana en Alemania. 


Casos más recientes lo dan dictadores de todos colores y sabores. Dos los ofrecen Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdogan.


El mandatario ruso ganó la presidencia gracias a la forma como enfrentó la crisis Chechena cuando era primer  ministro y ha logrado mantener y, en su caso, recuperar altos niveles de popularidad en virtud a la fiebre nacionalista desatada en su país como consecuencia de las intervenciones militares en Georgia y Ucrania.


La anexión de la península de Crimea instigó una ola de patriotismo en Rusia la cual impulsó la popularidad de Putin hasta máximos históricos. El año previo las cosas se habían puesto difíciles a causa, sobre todo, de la crisis económica y el aumento de la edad de jubilación.


Otro caso reciente de crisis provocada fue el pseudo intento de golpe de Estado acontecido en Turquía en 2016. Hace poco apareció la traducción al español del estupendo ensayo “Cómo Perder un País”, de Ece Temelkuran, columnista muy crítica del gobierno autoritario de turco. Este libro describe la forma como se perpetró un grotesco montaje de crisis nacional para dar la puntilla a las libertades políticas . Al final, la autora hace a sus lectores de todo el mundo, pero sobre todo a quienes viven bajo regímenes populistas, una lúgubre advertencia “lo sucedido en Turquía también les amenaza a ustedes. Es una locura global”.


Donald Trump recurrió a este viejo truco al provocar una crisis internacional con el asesinato del segundo hombre más poderoso de Irán, Qassem Suleimani. Este crimen violó todas las prácticas y normas del derecho internacional. También provocó una severa condena por parte de un sector de la opinión pública mundial e incluso nacional en Estados Unidos. Pero, a decir verdad, sorprende al no haber sido más extensiva. Después de todo se trató del asesinato de un oficial de gobierno, no de un terrorista común, y la acción se efectuó bajo acusaciones no sustentadas con pruebas fehacientes. 


Por encima de consideraciones éticas o del derecho internacional (por otro lado, al parecer cada vez más relativas) Trump tomó la decisión con las elecciones presidenciales de este año en mente. La popularidad del presidente es estable, pero relativamente baja. Una operación militar puede ser muy oportuna para ganar puntos en las encuestas, reducir las críticas y, eventualmente, justificar prácticas personalistas y autoritarias.


Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
15 de enero de 2020

Las Dos Décadas de Vladimir Putin




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El último día de 1999 Boris Yeltsin sorprendió al mundo al renunciar intempestivamente a la presidencia de Rusia y dejar como su sucesor al entonces primer ministro Vladimir Putin, un ex espía de la KGB quien se entrenó para pasar desapercibido.


 Su éxito no se dio en una revolución o campo de batalla, ni es el caso de un ardiente populista que se haya impuesto en las urnas con discurso antisistema. Su ascenso, meteórico, se dio tras el telón. 


Entró en política de la mano de Anatoly Sobchak, alcalde de San Petersburgo. Yeltsin no tardó en reconocer en Putin a un trabajador incansable, tenaz, eficaz para resolver problemas. En 1997 ascendió a vicejefe del gabinete presidencial, solo un año más tarde era designado a jefe del FSB (organismo sucesor del KGB) y en 1999 llegó a primer ministro. 


No habían pasado ni diez días de su nombramiento como jefe de gobierno cuando Putin lanzó la segunda guerra chechena. Ahí Putin ganó fama de un tipo duro que no se anda con rodeos. 


Durante su primer  mandato (2000-04), puso orden en un país a la deriva. Mucho ayudaron para ello los elevados precios del petróleo. La economía nacional se estabilizó, la política interna empezó a endurecerse y en la externa Rusia abandonó su condescendencia con Occidente. 


Su segundo cuatrienio (2004-08) estuvo marcado por un autoritarismo cada vez más palmario, asesinatos de adversarios políticos, crecientes violaciones a los derechos humanos y acoso a partidos y organizaciones de oposición.

Tras prestarle la presidencia a Medvedev cuatro años (2008-12), Enfrentó al iniciar su nuevo mandato crisis económica y creciente descontento. Por eso decidió jugar la carta nacionalista. Sus intervenciones en Georgia y Ucrania le dieron lustre imperialista a su régimen. 


Hoy, tras veinte años de gobierno, Putin presume estabilidad política (Stabilnost), seguridad pública y, hacia el exterior, una actitud desafiante frente a occidente (que no ante China) y la defensa irrestricta de las minorías rusas en las repúblicas ex soviéticas.


Pero la balanza le va en contra. Apostó demasiado a geopolítica global en detrimento del desarrollo nacional. El nivel de vida de los ciudadanos, en general alto en los años del boom petrolero, ha ido menguando los últimos años de forma notoria. La economía es demasiado dependiente de los precios de los hidrocarburos. El gobierno no ha sido capaz en estas dos décadas de lanzar al país a una economía competitiva posindustrial exitosa, la corrupción es rampante en todos los niveles, el Estado de derecho es frágil, por decir lo menos. El sistema político es cada vez más autoritario, el culto a la personalidad del presidente ya llega a ser grotesco y en política exterior esta pretendida superpotencia va en la ruta de ser un apéndice de China.




Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna Hombres Fuertes
8 de enero de 2020 

jueves, 26 de diciembre de 2019

Boris y La Demagogia Identitaria




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“Boris ha asimilado la lección fatal aprendida en la campaña del Brexit: ya no hay castigo en las urnas para los políticos que mienten descaradamente y rompen las reglas de forma flagrante”, este es el diagnóstico publicado en la revista The Economist tras el apabullante triunfo electoral de Boris Johnson.

Los populistas actuales no se preocupan de ser descubiertos violando leyes, quebrantando instituciones, faltando sistemáticamente a la verdad o haciendo trampas. Antes, cualquiera de estas inmoralidades, de hacerse públicas, hubiesen significado el fin político de cualquiera. Ya no, e incluso algunas de ellas pasan por virtudes.

Lo único indispensable para ganar elecciones y consolidarse en el poder es saber manejar un discurso divisorio de retórica fácil, irreverente ante la corrección política, diseñado a culpar de los problemas nacionales a enemigos identificados, fuerzas oscuras, influencias externas y, en el caso europeo y norteamericano, a los inmigrantes.

Jamás se han distinguido las mayorías electorales, las de ningún país, por ser demasiado congruentes, sofisticadas o inmunes a la manipulación política, pero hoy como nunca prevalecen electorados irracionales y carentes de ideas o convicciones.

Las posiciones de los demagogos actuales son cada vez más contradictorias e insustanciales. Están dirigidas exclusivamente a las vísceras de sus posibles votantes. Buscan guiar a las masas por las sensaciones y el instinto.

Véase, como ejemplos, los casos británico y norteamericano. Tanto Trump como Boris  son visto por la mayoría de los ciudadanos de sus países como pillos, mentirosos e hipócritas “uno jamás les compraría un coche usado”, dicen de este par. Pero el día de las elecciones votan por ellos con singular entusiasmo, y lo hacen porque estos personajes, así como son de deleznables, también son sus espejos, y están encantados con su discurso xenofóbico de culpar a los inmigrantes de todos los problemas del país.

En Gran Bretaña, cuna del parlamentarismo y otrora orgullosa portaestandarte del escepticismo y el sentido común, en un sondeo reciente más del 50% de los encuestados manifestó su eventual apoyo a un líder fuerte dispuesto a vulnerar normas democráticas. El Partido Conservador ha abandonado su vocación gradualista y liberal para convertirse en una formación populista, mientras el Partido Laborista presentó a un candidato insolvente y un discurso radical convincente solo para viejos socialistas nostálgicos y jóvenes demasiado idealistas.

Es la demagogia de quienes explotan irresponsablemente las identidades grupales (nacionales, religiosas, étnicas, de clase, lingüísticas) con el propósito de apuntalar regímenes personalistas y autoritarios. Como dice Paolo Flores d'Arcais "Se busca la identidad como antaño el alma gemela: para conjurar un vacío, un miedo, una soledad. Para sustituir la dotación de sentido prometido por una ciudadanía negada” Y nos advierte de los peligros de “la hipertrofia de las identidades disgregadoras”, las cuales terminan aniquilando derechos ciudadanos y sociales.


Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna "Hombres Fuertes"
26 de diciembre de 2019

El Partido Republicano y su Protervo Caudillo






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Casi todos los caudillos populistas surgidos en esta época aciaga han lidereado partidos “a modo”, sumamente personalistas y con muy débiles o nulos antecedentes históricos y estructuras institucionales. Ha sido el caso de los populistas latinoamericanos y de casi todos los líderes autoritarios surgidos en Europa del Este y Asía. 


Putin, Evo, Chávez, Duterte, Correa forman parte de esta pléyade políticos capaces de legar al poder explotando su imagen personal y a la cabeza de partidos creados ad hoc, cuya principal bandera no es una ideología o un programa, sino la fidelidad incondicional al jefe.


Pero no es el caso de Donald Trump, electo bajo la patrocinio del histórico  Partido Republicano, una sólida e imprescindible institución del sistema democrático de Estados Unidos. Hablamos del partido de Lincoln, Teddy Roosevelt,  Eisenhower y Reagan, entre otros. 


El pasado, cuando un presidente de origen republicano, Richard Nixon, infringió las reglas constitucionales, los republicanos no dudaron en retirarle su apoyo y colocar primero al país y después al partido. 


Hoy asistimos, perplejos, al patético espectáculo de un partido entregado sin escrúpulo alguno a un ostensible violador de la Constitución. Según encuestas recientes, el 90 porciento de los ciudadanos norteamericanos reconocidos como “ republicanos” aprueban la gestión del protervo presidente, e incluso un 53 por ciento lo consideran el mejor presidente republicano de la historia, por encima de Lincoln. 


Donald Trump no se ha cansado de exhibir todos los defectos atribuidos al “Ugly American”: racista,  vulgar, materialista, ignorante (y orgulloso de serlo) egocéntrico, sin empatía por los débiles y mitómano. La semana pasado reafirmó su carácter de hazmerreir durante la cumbre de la OTAN, donde el resto de los líderes del “mundo libre” se burlaron de él.


Aun así, sus correligionarios lo aman. Muy rápido el establishment del Partido Republicano se acomodó a un candidato, y luego a un presidente, inadecuado moral, política y temperamentalmente para ocupar el cargo.


Sin duda lo hizo porque favorece puntos centrales de su agenda, como la reducción de los impuestos a los ricos y la promoción del fundamentalismo cristiano. Pero sobre todo existe una atroz realidad: una porción ingente de norteamericanos ven el señor Trump su espejo. Se identifican, quieren ser como él, coinciden con su forma de “pensar”.


Seguramente la Cámara Baja del Congreso norteamericano aprobará el impeachment contra Trump, pero lo hará prácticamente sin ningún voto  a favor de republicanos, y en el senado la mayoría de ese partido lo rechazará 


Uno de los principales partidos norteamericanos, el autoproclamado más “nacionalista”, ya no cree en los valores tradicionales de honorabilidad, respeto a la ley y defensa de la democracia. Está entregado a un sátrapa quien, para colmo, tiene una buena oportunidad de reelegirse. Todo ha cambiado, para mal. 

Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna "Hombres Fuertes"
11 de diciembre de 2019

Bolsonaro, Tigre de Papel




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Jair Bolsonaro llegó al poder hace casi un año con un discurso de “hombre fuerte” campeón contra la corrupción, el crimen y el “comunismo”. Hoy es el mandatario más impopular en la historia reciente de su país, nulo es su prestigio internacional y su posición política, precaria.

El presidente brasileño abusa, como buen populista, de una retórica violenta y antidemocrática. Ataca constantemente a las instituciones, la justicia y los medios de comunicación. También es racista y homofóbico, al grado de haberse ganado el apodo de "Hitlerzinho de los Trópicos".

Ha sido incapaz de construir una base parlamentaria efectiva y mantiene una pésima relación con el Poder Legislativo. El Congreso brasileño es difícil de manejar, más aun cuando se trata de un presidente tan polarizador. Ningún partido cuenta con mayoría parlamentaria. En la cámara baja, el número de partidos con representación es de 30, y en el Senado es de 21.

El Partido Social Liberal , con el cual Bolsonaro ganó las elecciones, se ha desprestigiado irremediablemente. Por eso, el presidente acaba de fundar un partido propio anticomunista, antiglobalizador, defensor del derecho a poseer armas y “promotor de los valores cristianos”. Su símbolo es el número “38”, el calibre de un revólver.  

Cierto, el gobierno ha tenido algunos éxitos, como la aprobación de la reforma de las pensiones y haber instituido una paga extra para los que se benefician de la Bolsa Familia, programa herencia de Lula.

Pero hasta ahí. De potencia geopolítica en ciernes, Brasil vuelve a ser un país cerrado en sí mismo y acusado por una gran parte de la comunidad internacional de irresponsabilidad ecológica a raíz de los incendios en la Amazonía.

Se recuerda con desagrado el absurdo discurso de Bolsonaro en la ONU, donde acusó a los líderes extranjeros de amenazar la soberanía de Brasil y tachó de “falacia” la declaración de la Amazonía como “patrimonio de la humanidad”.

En lo interior, la actual administración decepciona y quiebra expectativas, con una economía atrofiada y desencantos también en el tema de la lucha contra la corrupción. Hasta el entorno cercano del presidente está salpicado por los escándalos, incluido su propio hijo Flavio, involucrado en oscuras transacciones.

La semana pasada, Bolsonaro decidió frenar un paquete de reformas económicas el cual incluía cambios importantes al sistema tributario y medidas de austeridad en los gastos de la función pública.

El presidente teme un efecto de “contagio” de las recientes protestas protagonizadas en varios países latinoamericanos, más ahora con Lula da Silva libre y capaz de movilizar a sus simpatizantes.

Un “hombre fuerte” precisa para consolidarse en el poder de mayorías parlamentarias sólidas. De no contar con ello, es necesario dar lugar a la negociación y el diálogo. Insistir en las retóricas confrontacionistas es inadmisible y contraproducente.
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna "Hombres Fuertes"
4 de diciembre de 2019