domingo, 16 de febrero de 2020

Las Dos Décadas de Vladimir Putin




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El último día de 1999 Boris Yeltsin sorprendió al mundo al renunciar intempestivamente a la presidencia de Rusia y dejar como su sucesor al entonces primer ministro Vladimir Putin, un ex espía de la KGB quien se entrenó para pasar desapercibido.


 Su éxito no se dio en una revolución o campo de batalla, ni es el caso de un ardiente populista que se haya impuesto en las urnas con discurso antisistema. Su ascenso, meteórico, se dio tras el telón. 


Entró en política de la mano de Anatoly Sobchak, alcalde de San Petersburgo. Yeltsin no tardó en reconocer en Putin a un trabajador incansable, tenaz, eficaz para resolver problemas. En 1997 ascendió a vicejefe del gabinete presidencial, solo un año más tarde era designado a jefe del FSB (organismo sucesor del KGB) y en 1999 llegó a primer ministro. 


No habían pasado ni diez días de su nombramiento como jefe de gobierno cuando Putin lanzó la segunda guerra chechena. Ahí Putin ganó fama de un tipo duro que no se anda con rodeos. 


Durante su primer  mandato (2000-04), puso orden en un país a la deriva. Mucho ayudaron para ello los elevados precios del petróleo. La economía nacional se estabilizó, la política interna empezó a endurecerse y en la externa Rusia abandonó su condescendencia con Occidente. 


Su segundo cuatrienio (2004-08) estuvo marcado por un autoritarismo cada vez más palmario, asesinatos de adversarios políticos, crecientes violaciones a los derechos humanos y acoso a partidos y organizaciones de oposición.

Tras prestarle la presidencia a Medvedev cuatro años (2008-12), Enfrentó al iniciar su nuevo mandato crisis económica y creciente descontento. Por eso decidió jugar la carta nacionalista. Sus intervenciones en Georgia y Ucrania le dieron lustre imperialista a su régimen. 


Hoy, tras veinte años de gobierno, Putin presume estabilidad política (Stabilnost), seguridad pública y, hacia el exterior, una actitud desafiante frente a occidente (que no ante China) y la defensa irrestricta de las minorías rusas en las repúblicas ex soviéticas.


Pero la balanza le va en contra. Apostó demasiado a geopolítica global en detrimento del desarrollo nacional. El nivel de vida de los ciudadanos, en general alto en los años del boom petrolero, ha ido menguando los últimos años de forma notoria. La economía es demasiado dependiente de los precios de los hidrocarburos. El gobierno no ha sido capaz en estas dos décadas de lanzar al país a una economía competitiva posindustrial exitosa, la corrupción es rampante en todos los niveles, el Estado de derecho es frágil, por decir lo menos. El sistema político es cada vez más autoritario, el culto a la personalidad del presidente ya llega a ser grotesco y en política exterior esta pretendida superpotencia va en la ruta de ser un apéndice de China.




Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna Hombres Fuertes
8 de enero de 2020 

jueves, 26 de diciembre de 2019

Boris y La Demagogia Identitaria




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“Boris ha asimilado la lección fatal aprendida en la campaña del Brexit: ya no hay castigo en las urnas para los políticos que mienten descaradamente y rompen las reglas de forma flagrante”, este es el diagnóstico publicado en la revista The Economist tras el apabullante triunfo electoral de Boris Johnson.

Los populistas actuales no se preocupan de ser descubiertos violando leyes, quebrantando instituciones, faltando sistemáticamente a la verdad o haciendo trampas. Antes, cualquiera de estas inmoralidades, de hacerse públicas, hubiesen significado el fin político de cualquiera. Ya no, e incluso algunas de ellas pasan por virtudes.

Lo único indispensable para ganar elecciones y consolidarse en el poder es saber manejar un discurso divisorio de retórica fácil, irreverente ante la corrección política, diseñado a culpar de los problemas nacionales a enemigos identificados, fuerzas oscuras, influencias externas y, en el caso europeo y norteamericano, a los inmigrantes.

Jamás se han distinguido las mayorías electorales, las de ningún país, por ser demasiado congruentes, sofisticadas o inmunes a la manipulación política, pero hoy como nunca prevalecen electorados irracionales y carentes de ideas o convicciones.

Las posiciones de los demagogos actuales son cada vez más contradictorias e insustanciales. Están dirigidas exclusivamente a las vísceras de sus posibles votantes. Buscan guiar a las masas por las sensaciones y el instinto.

Véase, como ejemplos, los casos británico y norteamericano. Tanto Trump como Boris  son visto por la mayoría de los ciudadanos de sus países como pillos, mentirosos e hipócritas “uno jamás les compraría un coche usado”, dicen de este par. Pero el día de las elecciones votan por ellos con singular entusiasmo, y lo hacen porque estos personajes, así como son de deleznables, también son sus espejos, y están encantados con su discurso xenofóbico de culpar a los inmigrantes de todos los problemas del país.

En Gran Bretaña, cuna del parlamentarismo y otrora orgullosa portaestandarte del escepticismo y el sentido común, en un sondeo reciente más del 50% de los encuestados manifestó su eventual apoyo a un líder fuerte dispuesto a vulnerar normas democráticas. El Partido Conservador ha abandonado su vocación gradualista y liberal para convertirse en una formación populista, mientras el Partido Laborista presentó a un candidato insolvente y un discurso radical convincente solo para viejos socialistas nostálgicos y jóvenes demasiado idealistas.

Es la demagogia de quienes explotan irresponsablemente las identidades grupales (nacionales, religiosas, étnicas, de clase, lingüísticas) con el propósito de apuntalar regímenes personalistas y autoritarios. Como dice Paolo Flores d'Arcais "Se busca la identidad como antaño el alma gemela: para conjurar un vacío, un miedo, una soledad. Para sustituir la dotación de sentido prometido por una ciudadanía negada” Y nos advierte de los peligros de “la hipertrofia de las identidades disgregadoras”, las cuales terminan aniquilando derechos ciudadanos y sociales.


Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna "Hombres Fuertes"
26 de diciembre de 2019

El Partido Republicano y su Protervo Caudillo






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Casi todos los caudillos populistas surgidos en esta época aciaga han lidereado partidos “a modo”, sumamente personalistas y con muy débiles o nulos antecedentes históricos y estructuras institucionales. Ha sido el caso de los populistas latinoamericanos y de casi todos los líderes autoritarios surgidos en Europa del Este y Asía. 


Putin, Evo, Chávez, Duterte, Correa forman parte de esta pléyade políticos capaces de legar al poder explotando su imagen personal y a la cabeza de partidos creados ad hoc, cuya principal bandera no es una ideología o un programa, sino la fidelidad incondicional al jefe.


Pero no es el caso de Donald Trump, electo bajo la patrocinio del histórico  Partido Republicano, una sólida e imprescindible institución del sistema democrático de Estados Unidos. Hablamos del partido de Lincoln, Teddy Roosevelt,  Eisenhower y Reagan, entre otros. 


El pasado, cuando un presidente de origen republicano, Richard Nixon, infringió las reglas constitucionales, los republicanos no dudaron en retirarle su apoyo y colocar primero al país y después al partido. 


Hoy asistimos, perplejos, al patético espectáculo de un partido entregado sin escrúpulo alguno a un ostensible violador de la Constitución. Según encuestas recientes, el 90 porciento de los ciudadanos norteamericanos reconocidos como “ republicanos” aprueban la gestión del protervo presidente, e incluso un 53 por ciento lo consideran el mejor presidente republicano de la historia, por encima de Lincoln. 


Donald Trump no se ha cansado de exhibir todos los defectos atribuidos al “Ugly American”: racista,  vulgar, materialista, ignorante (y orgulloso de serlo) egocéntrico, sin empatía por los débiles y mitómano. La semana pasado reafirmó su carácter de hazmerreir durante la cumbre de la OTAN, donde el resto de los líderes del “mundo libre” se burlaron de él.


Aun así, sus correligionarios lo aman. Muy rápido el establishment del Partido Republicano se acomodó a un candidato, y luego a un presidente, inadecuado moral, política y temperamentalmente para ocupar el cargo.


Sin duda lo hizo porque favorece puntos centrales de su agenda, como la reducción de los impuestos a los ricos y la promoción del fundamentalismo cristiano. Pero sobre todo existe una atroz realidad: una porción ingente de norteamericanos ven el señor Trump su espejo. Se identifican, quieren ser como él, coinciden con su forma de “pensar”.


Seguramente la Cámara Baja del Congreso norteamericano aprobará el impeachment contra Trump, pero lo hará prácticamente sin ningún voto  a favor de republicanos, y en el senado la mayoría de ese partido lo rechazará 


Uno de los principales partidos norteamericanos, el autoproclamado más “nacionalista”, ya no cree en los valores tradicionales de honorabilidad, respeto a la ley y defensa de la democracia. Está entregado a un sátrapa quien, para colmo, tiene una buena oportunidad de reelegirse. Todo ha cambiado, para mal. 

Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna "Hombres Fuertes"
11 de diciembre de 2019

Bolsonaro, Tigre de Papel




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Jair Bolsonaro llegó al poder hace casi un año con un discurso de “hombre fuerte” campeón contra la corrupción, el crimen y el “comunismo”. Hoy es el mandatario más impopular en la historia reciente de su país, nulo es su prestigio internacional y su posición política, precaria.

El presidente brasileño abusa, como buen populista, de una retórica violenta y antidemocrática. Ataca constantemente a las instituciones, la justicia y los medios de comunicación. También es racista y homofóbico, al grado de haberse ganado el apodo de "Hitlerzinho de los Trópicos".

Ha sido incapaz de construir una base parlamentaria efectiva y mantiene una pésima relación con el Poder Legislativo. El Congreso brasileño es difícil de manejar, más aun cuando se trata de un presidente tan polarizador. Ningún partido cuenta con mayoría parlamentaria. En la cámara baja, el número de partidos con representación es de 30, y en el Senado es de 21.

El Partido Social Liberal , con el cual Bolsonaro ganó las elecciones, se ha desprestigiado irremediablemente. Por eso, el presidente acaba de fundar un partido propio anticomunista, antiglobalizador, defensor del derecho a poseer armas y “promotor de los valores cristianos”. Su símbolo es el número “38”, el calibre de un revólver.  

Cierto, el gobierno ha tenido algunos éxitos, como la aprobación de la reforma de las pensiones y haber instituido una paga extra para los que se benefician de la Bolsa Familia, programa herencia de Lula.

Pero hasta ahí. De potencia geopolítica en ciernes, Brasil vuelve a ser un país cerrado en sí mismo y acusado por una gran parte de la comunidad internacional de irresponsabilidad ecológica a raíz de los incendios en la Amazonía.

Se recuerda con desagrado el absurdo discurso de Bolsonaro en la ONU, donde acusó a los líderes extranjeros de amenazar la soberanía de Brasil y tachó de “falacia” la declaración de la Amazonía como “patrimonio de la humanidad”.

En lo interior, la actual administración decepciona y quiebra expectativas, con una economía atrofiada y desencantos también en el tema de la lucha contra la corrupción. Hasta el entorno cercano del presidente está salpicado por los escándalos, incluido su propio hijo Flavio, involucrado en oscuras transacciones.

La semana pasada, Bolsonaro decidió frenar un paquete de reformas económicas el cual incluía cambios importantes al sistema tributario y medidas de austeridad en los gastos de la función pública.

El presidente teme un efecto de “contagio” de las recientes protestas protagonizadas en varios países latinoamericanos, más ahora con Lula da Silva libre y capaz de movilizar a sus simpatizantes.

Un “hombre fuerte” precisa para consolidarse en el poder de mayorías parlamentarias sólidas. De no contar con ello, es necesario dar lugar a la negociación y el diálogo. Insistir en las retóricas confrontacionistas es inadmisible y contraproducente.
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna "Hombres Fuertes"
4 de diciembre de 2019

Más Allá de Modelos y Voluntarismos




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América Latina arde, y sucede tanto en naciones con gobiernos populistas encabezados por “hombres fuertes” como en países supuestamente fieles al llamado modelo “neoliberal”.


En Nicaragua y Venezuela las protestas se han dirigido contra el autoritarismo de los regímenes personalistas de Daniel Ortega y Nicolas Maduro. En Bolivia, el presidente Evo Morales pretendió hacer un fraude, no pudo, y hoy el país navega a la deriva. 


En Chile, Haití, Ecuador y ahora Colombia la gente ha salido a las calles para protestar contra las medidas de austeridad, exigir mejores condiciones de vida y reclamar la reducción de los desequilibrios en la distribución del ingreso


Esto, sin olvidar la insurgencia ciudadana manifestada en las urnas en Argentina y Uruguay, además de asomarse en el horizonte indicios de intranquilidad en Brasil y Perú. 


No es, entonces, el motivo de todo este descontento la vigencia de una ideología o modelo determinado. Sus orígenes son más complejos y, por ende, las soluciones no son sencillas. 


En esta inestabilidad regional hay razones estructurales. Nuestros países dependen aún demasiado del fluctuante precio de las materias primas. Y ni los populismos ni las democracias han logrado superar esta excesiva subordinación. 


Los presidentes a los que les toca gobernar en tiempos de vacas gordas pueden expandir el gasto y mejorar las condiciones de vida de su población, pero cuando llega la fase descendente del ciclo los cimientos de ese Estado benefactor se muestran muy precarios.


Por eso, ni tirios ni troyanos han sido capaces de generar condiciones sostenibles para el crecimiento económico y la eliminación de la pobreza.

No existen atajos y, por supuesto, pretender solucionarlos a base de buena voluntad, carisma, popularidad o manotazos demagógicos solo conducirá al agravamiento de la crisis. La fórmula segura del fracaso consiste en pretender aplicar medidas diseñadas en tratar de “quedar bien” con todos y en fundamentar decisiones únicamente en la voluntad y de espaldas a la realidad.


El voluntarismo es suicida. Las cosas no cambian solo a base de buenos deseos, experiencia fatal de nuestra historia. La realidad nunca se equivoca.

Por supuesto,  las salidas posibles pasan, necesariamente, por establecer amplios consensos sociales. Hoy en América Latina no está ni para el confrontacionismo populista, ni para la intransigencia tecnocrática.  

La sustitución de las instancias de intermediación (partidos y parlamentos) por un liderazgo caudillista no es garantía de éxito. Avanzar superficialmente contra la pobreza y fortalecer el asistencialismo clientelar no es sinónimo de buen gobierno.


Indispensable es asentar las bases de un desarrollo sólido y sostenido, a la vez de conmutativo, distributivo y social. Las expectativas son equidad económica e igualdad de acceso a la educación y las oportunidades, pero también son las de la alternancia democrática y la salud institucional.


Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna "Hombres Fuertes"
27 de noviembre de 1019

El Mito del BRICS




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Pasó casi desapercibida la cumbre anual del BRICS, el grupo de las economías emergentes más importantes del mundo, celebrada la semana pasada en Brasilia. Fue irrelevante  porque entre sus distintos miembros prevalece un ambiente de ralentización económica, una obsesión por la defensa a ultranza de la soberanía y una notable disparidad de intereses y objetivos en sus políticas exteriores. 


Estuvieron presentes en la capital de Brasil cuatro de los principales “hombres fuertes” de la actualidad: Xi Jinping, Vladímir Putin, Jair Bolsonaro y Narendra Modi, además del sudafricano Cyril Ramaphosa.

Con la Unión Europea metida en un grave atolladero, Estados Unidos en plena pérdida relativa de hegemonía y el mundo multilateral lleno de nuevos acrónimos y de grupos a 5, 7, 8, 20 y hasta 77 bandas con sus viabilidad cuestionada, muchos veían la creación (en 2009) de un bloque integrado por las potencias emergentes como una alternativa de poder incontenible. No ha sido así.


En principio impresiona una supuesta alianza de enormes naciones las cuales, juntas, ocupan el 22% de la superficie terrestre, amasan el 27% del PIB y congregan el 41.6% de la población mundial. 


Pero más allá del tamaño de sus economías y de sus tasas de crecimiento anual, los BRIC tienen poco en común. Prevalecen discrepancias de tipo territorial (disputas fronterizas), económicas, ideológicas y migratorias. Y los BRICS no impresionan tanto si atendemos el Índice de Desarrollo Humano. Ahí Brasil ocupa el 70 lugar mundial, seguido de Rusia (73), China (94), Sudáfrica (113) y la India (123). Es decir, se trata de naciones con profundas disparidades sociales y regionales internas.


Existe consenso entre los estudiosos de la geopolítica en el sentido de nombrar a tres elementos fundamentales para considerar a una nación una superpotencia: poseer un poderío militar de largo alcance, gozar de un margen aceptable de estabilidad política y mantener fuertes intereses económicos y estratégicos extraterritoriales. 


Si atendemos a estos criterios tradicionales, nos daremos cuenta que solo China cubre a cabalidad las tres condiciones. En el resto, las carencias más graves se presentan en lo relativo a la estabilidad política y cohesión nacional.



Más importante aún, ningún grupo de naciones grandes o pequeñas, poderosas o modestas podrá tener éxito o alcanzar relevancia si no cuentan con una coherencia básica en las visiones globales de sus integrantes y si no existe una base mínima de comunidad de intereses.


El G7 tuvo sus referentes esenciales en el enfrentamiento contra un enemigo común (la URSS), la decisión compartida de defender la democracia y los derechos humanos, y su fe inquebrantable en el libre mercado. De ahí su indiscutible viabilidad durante la guerra fría. 


Estas ópticos comunes, estos pisos referenciales básicos no existen aún para las potencias emergentes, cuyos elementos integradores son sumamente circunstanciales y vagos.



 Pedro Arturo Aguirre


Publicado en la columna "Hombres Fuertes"
20 de noviembre de 1019