domingo, 28 de julio de 2019

La Construcción del Culto a la Personalidad




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Los cultos a la personalidad capaces de arraigar e incluso, en algunos casos, de trascender la vida del líder idolatrado son aquellos cuyo origen es espontáneo y producto de la férrea voluntad del pueblo en creer, a como dé lugar, en las cualidades extraordinarias de un “Salvador”.

La gente de todas las latitudes del planeta ama entregarse a lo irracional, creer en milagros y en hombres providenciales. Ello es tan viejo como la humanidad misma.

Para algunos estudiosos del culto a la personalidad, tres factores son indispensables para forjar una intensa adoración: carisma, elocuencia e inteligencia táctica. 

Pero ello no es necesariamente cierto. El populismo latinoamericano ha demostrado como una característica más importante saber conectar con las ansias místicas del pueblo.

En nuestra región prevalece una diversidad de creencias y religiones las cuales cohabitan con sus distintos ritos y devociones. Esta convivencia es flexible, adaptable y prohíja fervores mágico-religiosos, caldo de cultivo ideal para políticos con delirios mesiánicos. Esto lo han sabido, entre otros, el matrimonio Perón, Evo Morales, Rafael Correa y, sobre todo, Hugo Chávez.

Millones de  venezolanos querían ver en el comandante cualidades sobrehumanas, decidieron ver en el presidente a alguien capaz de atender todos los problemas y brindar todas las soluciones, a pesar de la palmaria incompetencia de su gobierno.

Científicos, tecnócratas, especialistas quedaban muy cortos en sus juicios ante la sabiduría de Chávez, quien contaba con la gracia divina y, como encarnaba al pueblo, siempre tenía la razón.

Tras la muerte del comandante, Nicolás Maduro convirtió su endiosamiento del comandante en el eje de su supervivencia política. Por eso el discurso oficial presenta a Chávez con el título de “máximo redentor de los pobres”.

También se echa mano, sin escrúpulo alguno, a la vocación cristiana de la mayoría de los venezolanos al afirmar cosas como  “fue un Cristo, hizo milagros en vida y con él la cruz recobró su símbolo antiimperialista”.

El culto post mortem a Chávez  supone prácticas religiosas las cuales fusionan elementos propios de la santería y la brujería con celebraciones eucarísticas y oraciones comunitarias presididas, muchas veces, por sacerdotes católicos.

Un fenómeno de santificación solo comparable al experimentado por ese otro ídolo de la mística populista latinoamericana: Eva Perón, o “Santa Evita”, “abanderada de los humildes”, “jefa espiritual de la Nación argentina”.

Todo ello es muestra de cómo saber construir una especie de “nexo místico” con el pueblo en una región tan crédula es el verdadera clave en los cultos a la personalidad en América Latina, y para ello ni siquiera es necesario contar con una personalidad arrolladora o tener una elocuencia extraordinaria.

Basta con un demagogo lo suficientemente hábil y sensible para ser capaz de entender y manipular las enraizadas inclinaciones místico-religiosas de los gobernados.
Pedro Arturo Aguirre

La Prensa Libre “Enemiga del Pueblo”




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Para los líderes autoritarios de hoy, como para los de siempre, la abolición de la libertad de prensa es objetivo prioritario. Ahora, la idea es reducir a su mínima expresión a los medios de comunicación tradicionales y sustituirlos por mecanismos de fácil creación y manipulación en internet, útiles para difundir propaganda, fantasías y mentiras.

Este epíteto de “enemiga del pueblo” para referirse a la prensa crítica fue acuñado por Donald Trump en sus tiempos de campaña electoral. Le ha llamado también “asquerosa”, “escoria”, “la forma más baja de vida”, “basura” y “divulgadora de noticias falsas”.

Donald sería feliz si pudiera facilitarle a los políticos las formas de poder demandar legalmente a los periodistas y opinadores.

Las descalificaciones de los demagogos contra la prensa son potencialmente peligrosas. Como lo expreso en una editorial el New York Times, llamar a los periodistas “enemigos del pueblo” es amenazador para la vitalidad de la democracia y envía una señal a los déspotas de todo el mundo para tratar a los periodistas como “un enemigo interior”.

En estos momentos ello se comprueba constantemente. Las acciones de los hombres fuertes contra la libertad de expresión se multiplican por doquier.

El Código Penal turco incluye una disposición para castigar el delito de “difamación al Presidente de la República”, y con el pretexto del intento de golpe militar de 2016 contra Erdogan se cerraron, por decreto, 16 canales de televisión, 26 emisoras de radio, 40 periódicos, 15 revistas y 28 editoriales.  

En Rusia, Putin hizo promulgar leyes sobre la “difusión premeditada de noticias falsas y las ofensas a los símbolos patrios” las cuales propician amplias limitaciones a la libertad de expresión y opinión.

Asimismo, la lista de periodistas rusos muertos en extrañas circunstancias es larga y creciente.

En América Latina es evidente el incremento de todo tipo de agresiones, de las verbales a las físicas, perpetradas contra la prensa libre por los gobiernos de corte autoritario y populista.

En Cuba, donde una severa censura prevalece desde hace décadas, la nueva Constitución mantiene el ejercicio de la libertad de expresión como una conducta delictiva.

El acoso a la prensa libre en Venezuela es generalizado y va dirigido contra los periodistas y los medios donde trabajan, blanco constante de medidas judiciales, policiales, financieras y fiscales.

En Brasil, la agresividad contra el ejercicio del periodismo por parte de Bolsonaro ha estimulado una creciente ola de ofensas en las redes sociales contra la prensa crítica por parte de bots y militantes favorables a su gobierno.

Líderes incapaces de responder con argumentos y datos duros a las críticas optan por injuriar públicamente a los periodistas y medios de comunicación. Este tipo de irresponsables excesos verbales envalentona a los extremistas y amenaza la seguridad personal de los informadores.

 Pedro Arturo Aguirre

La Extrema Derecha Reaparece en España




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Las elecciones españolas de ayer confirmaron la muerte definitiva del sistema de bipartidismo imperfecto PP/PSOE y establecieron un escenario multipartidista de difícil manejo.

Las familias políticas tradicionales (socialdemócratas, conservadores y liberales) confirman por toda Europa su caída elección tras elección en beneficio de partidos radicales, nacionalistas, populistas y “antiestablishment”.

A la derecha nos encontramos a la xenofobia antiinmigracionista y al nacionalismo a ultranza, y a la izquierda a movimientos de corte populista.

España se ajusta bien a esta lógica. Tanto los gobiernos socialistas como los populares perdieron sus brújulas ideológicas y programáticas.

Sin embargo, la fragmentación española presentaba una excepción: no había surgido una opción xenófoba de derecha. Como resultado de la crisis económica y del desgaste del binomio PP-PSOE en el gobierno surgieron dos grandes organizaciones para desdibujar la dominancia.

Una de ellas, Ciudadanos, es un caso raro por constituir uno de los pocos ejemplos de organizaciones emergentes no ligadas al radicalismo político.

La otro, Podemos, transitó de un discurso de izquierda cuyo propósito declarado era “asaltar el cielo” a, ahora, aparecer como un partido de izquierda normal, casi socialdemócrata.

Esto, desde luego, sin olvidar la forma de como el panorama político español ha sido influido poderosamente por los anhelos centrífugos de los partidos independentistas catalanes.

Ayer apareció, por fin, de la extrema derecha. La organización VOX  obtuvo más del 10 por ciento de los votos. Su líder, Santiago Abascal, ex militante del Partido Popular, ha sabido aprovechar el profundo descontento creado por la crisis catalana en sectores importantes del electorado español más conservador y también por los numerosos escándalos de corrupción protagonizados por políticos del Partido Popular.

Las banderas de Vox son rancio nacionalismo español, eliminación de las autonomías, miedo a la inmigración, antifeminismo, defensa de la tauromaquia y los derechos de los cazadores.

Pretende también eliminar el aborto legal y en su españolismo acérrimo quiere arrebatar de los británicos el control de Gibraltar y levantar muros alrededor de Ceuta y Melilla para frenar a los migrantes.

¿Llegará Santiago Abascal a convertirse en una especie de “Mateo Salvini español”? Es decir, en un “hombre fuerte” cuya influencia en la política española llegue a ser irrefrenable, tal como sucede con Salvini en Italia. Ello dependerá de cómo evolucione la compleja situación política española.

El Ejecutivo resultado de la elección de ayer enfrentará un difícil escenario de inestabilidad y de dependencia ante los partidos independentistas catalanes.

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias transitarán por un campo minado. La situación puede polarizarse muchísimo.

La formación de un bloque de derecha más perfilado ya se asomó en esta elección y se consolidaría en el futuro cercano si la izquierda fracasa en formar un gobierno plausible. Muy probablemente la influencia de Abascal y su partido sería considerable en un eventual gobierno conservador.
Pedro Arturo Aguirre

No Hay Populismo sin “Pueblo”







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Con algunas variantes en los estilos y realidades locales Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa -los tres principales exponentes, hasta ahora, de la ola neopopulista latinoamericana- fueron electos en primera instancia para cambiar el statu quo y garantizar equidad social. 

Los tres lo pretendieron hacerlo mediante la relación directa y paternalista líder-pueblo, sin mediaciones organizativas o institucionales, donde los seguidores están convencidos de las cualidades extraordinarias del caudillo y creen en el intercambio clientelar como infalible fórmula para mejorar su situación.

También les fue común utilizar una retórica de ruptura y enemistad con un enemigo externo (el imperialismo)  e interno (la oligarquía criolla), y un discurso digno de la etapa de guerra fría el cual se antojaría obsoleto ante las realidades del siglo XXI, pero cuyo éxito consiste en la capacidad de verse reflejados como “redentores”. 

Estos líderes han trastocado los valores de la democracia. Triunfaron claramente en las urnas y recurren como gobernantes a las elecciones como un instrumento legitimador, pero han propiciado incontables acometidas contra las instituciones con un ejercicio arbitrario del poder, la personalización de la política y numerosas reformas legales y constitucionales tendientes a concentrar en sus manos el proceso de toma de decisiones.

Sobre todo, han demostrado ser adversarios jurados del pluralismo. 

En su lógica el caudillo está por encima de las reglas, del Estado de Derecho y de las instituciones, las cuales son primero utilizadas para después ser despreciadas.

Se trata de “alcanzar la hegemonía”, de acuerdo a los escritos del autor argentino Ernesto Laclau, principal doctrinario del neopopulismo, y también a la obra de quien fue su padre ideológico, el fundador del Partido Comunista Italiano, Antonio Gramsci.

La voluntad del Caudillo se  convierte en ley porque al ser él la genuina encarnación del Pueblo nadie ni nada hay mejor para distinguir lo justo de lo injusto, lo bueno de lo malo.  La desarticulación de las instituciones liberales y de la división de poderes se efectúa en aras del “proyecto de Nación”.

Pero no hay populismo sin “pueblo”, sin electores convencidos por la propaganda simplificadora y el discurso maniqueo diseñado para conectar con los sentimientos y las pasiones.

No hay populismo sin una masa ávida de proyectar sus frustraciones en un caudillo, de identificar autoridad con “mano dura”, de equiparar proyecto con revancha, desarrollo con asistencialismo y patriotismo con militancia.

Los líderes populistas latinoamericanos nos obligan a formularnos preguntas:

 ¿Realmente tenemos vocación por la legalidad y la democracia, o nuestras inclinaciones van por un gobierno vertical y suponen un íntimo fervor por el autoritarismo?

¿Somos racionales o preferimos la comodidad de creer en los prodigios del liderazgo carismático?

¿Somos ciudadanos plenos, cuidadosos de nuestras libertades y  responsabilidades, o tras la apariencia de “ciudadanía” ocultamos rezagos de viejas servidumbres?
Pedro Arturo Aguirre

Nunca sin el Rais




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Rais es el título aplicado en el mundo árabe desde tiempos inmemoriales a líderes, jefes y caudillos. Ser “El Rais” cobró un nuevo y poderoso significado tras el período de descolonización tras las Segunda Guerra Mundial, el cual vio ascender al poder a una generación de dirigentes carismáticos cuyos principales objetivos fueron consolidar a los nuevos Estados nacionales, separar la religión del Estado y modernizar sus naciones mediante una especie de “socialismo árabe”.

Los más destacados de estos dirigentes serían Gamal Abdul Nasser, el iraquí Karim Kassem, el sirio Hasem El-Atassi, el yemenita Abdala Al-Salal, el tunecino Habib Bourguiba, el argelino Ahmed Ben Bella y el mauritano Mouktar Ould Daddah. Se sumarían poco después a esta lista Hafez el Assad en Siria, un tal Saddam Hussein en Iraq y otro “tal”: el libio Muammar Khadafi.

Nacionalismo laico, socialismo a la árabe y odio a Israel fueron los códigos que identificaron a estos Rais, pero también el culto a la personalidad y la férrea dictadura de un hombre fuerte.

Por múltiples y profundas razones históricas y culturales los países árabes han sido particularmente proclives a fomentar la glorificación de sus líderes. Bien conocidas son las dificultades que el laicismo ha enfrentado en estas sociedades.

Se experimenta en los países musulmanes una formidable tensión histórica entre religión y política. Por ello los dirigentes poscoloniales optaron por relevar al canon religioso con un discurso nacionalista, en ocasiones ferozmente antiimperialista, y con un arraigado culto a la personalidad.

Pero los regímenes personalistas árabes fracasaron estrepitosamente en su intento de consolidar Estados funcionales y economías sustentables. Por eso Los hombres fuertes del mundo árabe sufrieron una hecatombe en 2011 con la primavera árabe, la cual barrió con las dictaduras de Túnez, Libia y Egipto, provocó la cruenta guerra civil siria y puso a temblar a todos los regímenes personalistas de la zona.

Un reverdecer democrático parecía apoderarse de Oriente Medio, pero al poco tiempo el gozo se fue al pozo. La cadena de protestas que azuzaron las esperanzas democráticas en esta zona del mundo se convirtió, al poco tiempo, en un amasijo de conflictos, guerras civiles crisis, retorno de dictaduras surgimiento de fundamentalismos religiosos y graves problemas económicos.      

El pasado 2 de abril renunció, tras dos décadas de gobierno, el anciano y enfermo presidente Abdelaziz Bouteflika. Argelia llega tarde a la famosa primavera árabe. Corrupción y malos gobiernos han asfixiado al país. Ahora cabe preguntarse sobre su futuro. Muchos anhelan el arribo de una democracia pluralista, pero otros temen el estallido de una nueva guerra civil, como la azuzada en esta nación en los años noventa por los fundamentalistas musulmanes. Sin embargo, el ejército difícilmente soltará las amarras del gobierno. Se vislumbra en el horizonte argelino el ascenso de un nuevo Rais.
Pedro Arturo Aguirre

Oposiciones Débiles y Fragmentadas




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Ayer en Israel las urnas arrojaron un reñido resultado, pero muy probablemente Benjamín Netanyahu sea capaz de permanecer en el poder. La semana pasada el partido de Erdogán sufrió severas derrotas ante la oposición en las principales ciudades turcas. En Hungría, crecen las protestas contra Orbán. En Rusia, la popularidad de Putin mengua. Y de la tragedia venezolana en el largo ocaso del chavismo ya ni hablemos.

Todos estos casos son emblemáticos de como el poder de los hombres fuertes empieza a erosionarse solo después de pasar antes muchos, muchos años. Y ni siquiera crisis aparentemente irresolubles pueden llegar a ser definitivas si no hay una oposición capaz de aprovecharlas bien.

Los liderazgos populistas y nacionalistas actuales se aseguran al llegar a los gobierno de implementar los más rápido posible medidas diseñadas a favorecer el ejercicio concentrado del poder, pero para ello suelen ser favorecidos por un ambiente previo donde jamás llegó a consolidarse una democracia eficaz con sistemas de partidos fuertes y representativos.

Democracias meramente formales se corrompieron y fracasaron en resolver los problemas reales y cotidianos de la gente. En la mayoría de los casos, los países donde hoy se experimenta un resurgimiento del autoritarismo fueron democracias efímeras con partidos políticos transformados en maquinarias electorales más pragmáticas y bien organizadas como estructuras, pero poco identificadas con puntales filosóficos básicos y cada vez más alejados de los electores a quienes debían representar.

Sistemas de partidos, en general, de baja calidad, conformados por organizaciones sin proyecto y ni audacia, restringidos únicamente a la tarea de renovar élites y elencos, lo cual propició una pérdida de credibilidad en las instituciones y una devaluación generalizada de la política.

Por eso los autoritarios hoy proliferan y se conservan largo en el poder merced a oposiciones desprestigiadas. Hoy, fuera del gobierno, se les complica reconstituirse en mayoría o en un contrapeso eficiente porque, en realidad, nunca lo fueron.

Con el binomio líder dominante/oposición fragmentada y débil la competencia democrática se elimina y perjudica la alternancia al punto de impedirla. Se construye entonces el mito: en países con debilidad partidaria, la presidencia dominante es la única garantía de gobernabilidad.

Reducidos a la impotencia, los partidos de oposición tienen pocas y tristes opciones para enfrentar con eficacia al hombre fuerte. Incapaces de hacerlo por sí mismos, por lo general terminan formando disímbolas e infructíferas coaliciones, cuando no, de plano, son cooptados por el poder. Otra opción es encontrarse en el camino con alguna figura carismática, en loor a una mayor personalización.

Pero el problema es más profundo. Para superar de forma genuina la actual ola populista, los liberales tienen la difícil tarea de erigir democracias no solo como un andamios institucionales, sino también como sistemas capaces de impulsar transformación social y redistribución de oportunidades.
Pedro Arturo Aguirre

Evo Morales y el Victimismo Histórico


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Los líderes populistas, sean de izquierda o derecha, tienen como características comunes adular al votante con simplificaciones intelectualmente primarias, ofrecer promesas imposibles de cumplir, recurrir a un discurso confrontacionista y hacer de los mitos del victimismo histórico recursos instrumentales en su ejercicio político.

La memoria selectiva y la manipulación del pasado bajo esquemas maniqueos son esenciales en la narrativa populista porque refuerza la división pueril de la sociedad en “nosotros, los buenos” frente a “ellos, los malos”.

Dentro de la lógica victimista latinoamericana la reivindicación indigenista es parte primordial. Por eso Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y otros dirigentes más de la región la han utilizado de forma habitual. Ven en los indígenas, tradicionalmente los grupos más marginados de nuestras sociedades, parte medular de su clientela político-electoral.

El mejor ejemplo reciente de la demagogia victimista lo ha ofrecido el presidente boliviano Evo Morales, quien desde el principio de su carrera política ha explotado una visión conspirativa de la historia, la cual atribuye todas las desgracias de los indígenas bolivianos a los “quinientos años de postración colonial”.

Evo ganó las elecciones con un altisonante nacionalismo indigenista. Todo el tiempo habló de descolonización, desagravio, reparación, defensa de la Pachamama (madre tierra), etc. Palabras y conceptos huecos de contenido y banalizados a fin de evitar una reflexión a fondo de cómo emprender un auténtico proceso de descolonización mental, económico y cultural.

Ah, pero ya en el poder, la estrategia económica de Evo ha seguido, en lo sustancial, las pautas características del desarrollismo capitalista y de la denominada “línea industrialista-extractivista”, con un protagonismo central en él del capital transnacional. Por ejemplo, empresas chinas desarrollan proyectos por 7 mil millones de dólares.

La “nacionalización de los hidrocarburos”, decretada por Evo hace algunos años, fue en realidad una simple renegociación con las transnacionales petroleras.

Evo ha impulsado gigantescas obras de infraestructuras, siempre en el marco la economía de libre mercado y también en atención a sus necesidades clientelares.

Mediante varios decretos eliminó la protección de parques nacionales para permitir allí tareas de exploración y explotación de petróleo y recursos minerales.

Significativo en todo esto es el caso de la construcción de una carretera a través del territorio indígena conocido como Tipnis, donde reside un tercio de todas las especies de flora y fauna bolivianas.

En  2011, cientos de indígenas fueron reprimidos por oponerse a dicha obra, la cual quedó suspendida. Pero hoy Evo, quien pretende reelegirse por cuarta ocasión en 2020, insiste en el tema.

Por cierto, la construcción de la carretera permitiría a los campesinos cocaleros, aliados históricos del presidente, expandirse e iniciar la explotación de madera.

Total, no le costaría mucho al hombre fuerte de Bolivia incumplirle promesas a la Pachamama: ella no tiene carnet electoral.
Pedro Arturo Aguirre

Guerra Contra la Sociedad Civil




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En las naciones con regímenes crecientemente autoritarios, cuyo número se incrementa constantemente en este atribulado planeta, los Organismos No Gubernamentales (ONGs) y la sociedad civil representan, en buena medida, las últimas voces libres e independientes. Por eso, los hombres fuertes les han declarado la guerra.

El control de estas entidades es el último escalón en la instauración de gobiernos sólidamente personalizados, después de debilitar los controles y equilibrios de la democracia y la división de poderes mediante cambios constitucionales, minar a los medios de comunicación críticos y alterar el sistema electoral para beneficio del partido en el poder.

En Rusia, Vladímir Putin firmó hace unos años una ley para poder declarar como “indeseables” a organizaciones no gubernamentales extranjeras y a sus representantes. También castiga incluso con penas de prisión a quienes colaboren con ellas. Según estas disposiciones, el fiscal general  tiene la facultad de tomar las decisiones en este tema bajo vagos preceptos de “la seguridad del Estado, la defensa nacional, el orden público o la salud general”.

En Polonia, el año pasado fue promulgada una ley de ONGs gracias a la cual el gobierno nacional centralizará y tendrá el control directo de su financiamiento, a la  vez de limitar la posibilidad de obtener recursos de fundaciones extranjeras e instituciones privadas.

En Hungría, el primer ministro Viktor Orbán, quien se ha declarado abiertamente como “Iliberal”, impulsó la promulgación de una nueva Constitución  hiperconservadora y a contrapelo de los preceptos básicos de la Unión Europea para desmontar instituciones y borrar los frenos y contrapesos al Poder Ejecutivo.

Obviamente, su fórmula para erigir una dictadura incluye legislaciones para limitar sustantivamente las actividades de las ONGs y de la sociedad civil, pero con la variante de señalar claramente  un “gran villano” al cual responsabiliza de tratar de desestabilizar a su gobierno mediante la financiación de éstas: el magnate húngaro de origen judío George Soros.

Las ONGs apoyadas por la fundación de Soros, Open Society han expuesto y cuestionado la corrupción y disfuncionalidad del régimen. Orbán apela a las teorías conspirativas para perseguirlas. De Soros dice cosas como: “Pretende meter en Hungría a millones de africanos, “es el hombre más peligroso del mundo”, “es satán”, “es nazi y se hizo rico delatando a otros judíos durante la guerra”, “es anticristiano”, “quiere que comamos insectos”.

El año pasado, el partido de Orbán organizó una campaña para  “desenmascarar” un supuesto complot Soros/UE para introducir en Hungría a miles de refugiados. Durante semanas las calles se llenaron de posters con el slogan “No dejes a Soros reír el último”.

Para los aspirantes a dictador cualquier recurso es bueno en sus esfuerzos por socavar a las ONGs. Prefieren tratar con clientelas, no con ciudadanos, y hablar de “Pueblo”, no de sociedad civil.
Pedro Arturo Aguirre Ramírez

El Presidente más Popular del Mundo




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El presidente más popular del mundo es un hombre orgullosamente rústico, esencialmente inculto y socialmente resentido. Nació en una de las regiones más pobres de su país y llegó a la presidencia con un poderoso discurso de denuncia contra las élites, la corrupción y los políticos tradicionales.

Se trata de un político nato, hábil, abiertamente descarado en sus métodos ajenos al pluralismo y carentes de una genuina agenda ideológica o programática, más allá de un resuelto voluntarismo.

Rodrigo Duterte ganó abrumadoramente la presidencia de Filipinas en 2016 como candidato independiente. Aprovechó muy bien el profundo descontento del electorado filipino con la corrupción e ineficiencia de los llamados “Trapos” (Traditional Politicians), como los llaman allá.

La aparición de un hombre tan pedestre como Duterte fue una violenta bofetada para la oligarquía filipina. De repente, llegó a la presidencia un bárbaro cuyas vulgaridades serían consideradas tremendas incluso en boca de un mecapalero.

Ha bromeado con el tema de las violaciones y el acoso a las mujeres, llamó “hijo de puta” al Papa Francisco y “estúpido” a Dios en un país profundamente católico, insultó a las Naciones Unidas y a la Unión Europea y negó la humanidad de traficantes de drogas y drogadictos. "Olvídense de los derechos humanos…”, espetó durante su campaña electoral, “…voy a descuartizar criminales delante de ustedes". 

De acuerdo con Human Rights Watch, ya son más de doce mil las ejecuciones extrajudiciales. Esta contabilidad considera también a víctimas inocentes. El presidente acaba de retirar a su país de la Corte Penal Internacional. Por algo será, ahí se juzgan crímenes contra la humanidad.

También Duterte apela al nacionalismo. Propone cambiar el nombre del país a Maharlika para “borrar la herencia colonial española”.

Hoy, a dos años y medio de su arribo al poder, encuestas comparadas colocan a Duterte como el presidente más popular del mundo, pese a su cruenta guerra antidrogas, una inflación al alza, la constante devaluación de la moneda, una relativa desaceleración de la economía, escasos resultados en los combates a la corrupción y la pobreza, y el estancamiento de un ambicioso plan de construcción de infraestructuras.

¿Cuál es la razón, entonces, de su incombustible popularidad? Las polémicas salidas de tono de Duterte son percibidas por sus seguidores no como vulgaridades y diatribas indignas de un hombre de Estado, sino como expresiones honestas y espontáneas de alguien esencialmente idéntico a cualquier ciudadano de a pie, muy diferente a algún miembro de la elite gobernante (uno de esos despreciados “trapos”) o un intelectual lejano al pueblo. De ese tamaño es el odio ganado a pulso durante muchos años por la oligarquía filipina.

El tiempo dirá por cuánto tiempo más la magia de la incorrección política logra eclipsar a la incompetencia en la gestión gubernamental.
Pedro Arturo Aguirre