La semana
pasada se verificó un voto excepcional en la Cámara de los Comunes: una mayoría
parlamentaria veto, por primera vez desde el siglo XVIII, una acción militar de
envergadura solicitada por el primer ministro del Reino Unido. Sin duda, este
ingente desaguisado debilitará, aún más, al inefectivo e impopular gobierno de
David Cameron, cuyo error de cálculo y falta de liderazgo fueron artífices de
tan bochornoso fracaso, pero debe decirse que, sobre todo, este histórico momento
representa un incuestionable acto de admonición política y moral contra el ex
primer ministro del Reino Unido, el controvertido Tony Blair.
Como le pasa
a mucha gente tengo sentimientos encontrados con este Tony Blair. Admiro al
líder capaz que hizo renacer al Partido Laboristas de las cenizas en la que lo
dejo la loony left en los años ochenta, de llevar a buen puerto la
compleja negociación de paz en Irlanda del Norte, de haber entendido que las
reformas de Thatcher eran irreversibles (sólo dizque trató de dales un rostro,
digamos, más “humano”) y de manejar de forma tan magistral su figura mediática.
Pero de este mismo señor me repugna el tufillo de su moralina, su ridículo
espíritu de cruzado, la “seguridad sacerdotal de la que hace gala
constantemente, sobre todo cuando se equivoca” (Norman Birbaum Dixit). Es un
hombre sin sentido el sentido del humor, inteligencia profunda y abismal
cultura de otros verdaderos estadistas británicos como Disraeli, Churchill,
Pitt, Palmerston o Salisbury. Es heredero de la estricta moralidad del aburrido
Gladstone. Esta gente tan gazmoña es muy peligrosa. Para acabarla, hace algunos
años se convirtió al catolicismo en medio de gran parafernalia. ¡Quién carajo,
a estas alturas, se convierte al catolicismo, con un demonio!
Tras el voto
en contra de la acción punitiva en Siria de los Comunes, se abrirá un debate
nacional sobre el papel que va a desempeñar el Reino Unido en el mundo durante
las próximas décadas y sobre la naturaleza de la pretendida “relación especial”
que ha protagonizado este país con Estados Unidos. Lo que es indiscutible es el
ridículo mundial de Cameron. Fue precisamente él quien más se empeñó en
convencer a Obama sobre una acción contundente en Siria. Cameron cometió el
garrafal error de convocar al Parlamento cinco días antes de la apertura formal
de la legislatura para tratar el tema de Siria sin calibrar la oposición que ese paso podía suscitar no solo entre la
oposición laborista, sino principalmente entre sus correligionarios
conservadores y sus socios de gobierno liberales. La votación de los Comunes se
tradujo en 285 votos en contra de la moción del Gobierno y 272 a favor.
Integraron el bando de los hostiles 30 diputados tories (a los que hay que
sumar la abstención de otros tantos) y nueve liberales. El gobierno desestimo
el pésimo recuerdo que dejó tanto en Westminster como en la opinión pública
británica la pésima experiencia de la guerra contra Irak.
En efecto, el
principal argumento esgrimido por los parlamentarios que votaron en contra de
la idea de bombardear Siria fue la ausencia de pruebas “convincentes” sobre la
implicación real del régimen de asir Al Asad en el ataque con armas químicas. El
propio Cameron tuvo que admitir que aún no existía un “cien por cien de
certeza”. De ahí que sus críticos
hicieron perturbadores paralelismos con la guerra de Irak de 2003 y evocaron las
manipulaciones perpetrados a los informes del espionaje en las que incurrió Tony
Blair para justificar la participación del Reino Unido en la cruzada contra
Saddam Hussein.
El político
que mejor expresó su consternación ante la posibilidad de cometer un nuevo
error internacional fue, paradójicamente, Jack Straw, quien fuera ministro de Exteriores
en la Administración de Blair y al que le tocase ser uno de los principales
defensores de tan insensata guerra: “¿Qué pretende exactamente el presidente
Obama, y cuál es la misión a la que pide que Reino Unido se sume? Es muy fácil
implicarse en una acción militar, pero muy difícil salirse de ella. Yo todavía
tengo las cicatrices de Irak”, declaró de forma contundente. Una declaración
que queda como un estigma decisivo en el legado político de Blair. Por supuesto,
el arrogante ex primer ministro seguirá, como lleva años haciéndolo, sin
reconocer que la estúpida invasión de Irak fue un aberración de dimensiones
colosales, pero allá él. A fin de cuentas será como escribió el escritor danés Johannes
Jensen: “Sobre el soberbio siempre se abate el glacial soplo
del olvido.”