Una de entre las muchas miserias que exhiben las dictaduras y los regímenes demasiado personalizados es que los caudillos que los dirigen tienden a resolver muy mal su sucesión. Lo dictadores son por lo general seres desconfiados y envidiosos que detestan ser eclipsados por sus subordinados y, por lo tanto, gustan de purgar a sus lacayos cuando consideran que pueden empezar a ser “peligrosos”. El resultado de estos recelos y envidias es que los sucesores suelen ser mediocres. Es una historia tan vieja como la humanidad la estamos viendo hoy en Venezuela, donde Chávez dejó a su sicofante más incondicional, su yes man más devoto, de hecho a un ex guardaespaldas como heredero. Las catastróficas consecuencias de este error no se han hecho esperar. Nicolás Maduro presentó como sus principales credenciales en sus aspiraciones sucesorias una total fidelidad al comandante, además el apoyo del régimen cubano, pero no mucho más. Es un hombre que adolece de una nula formación política e intelectual y de una muy limitada experiencia administrativa. Logró, después de una tan vertiginosa como desastrosa campaña, una victoria pírrica que amenaza con marcar el principio del fin del chavismo.
Prácticamente todos los sátrapas necesitan rodearse de mediocres y aduladores, pero esto es demasiado. Es increíble constatar como Maduro ha despilfarrado el capital político amasado por Hugo Chávez en catorce años de populismo. Las elecciones se ganaron por una diferencia escandalosamente estrecha, para sorpresa de tirios y troyanos. Le alcanzó al papanatas de Maduro tanto el llamado “voto de condolencia” por la muerte de líder fallecido como el alud de irregularidades que siempre se verifican en los comicios venezolanos desde que Chávez llegó al poder y que han dado lugar a condiciones muy desiguales en la competencia entre el partido en el poder y la oposición. Pero los trucos y el duelo aguantaron a duras penas. Maduro hilvano durante las semanas de campaña una pavorosa cadena de errores, día tras día, con metódica porfía. Los más de quince puntos de ventaja que, según las encuestas, tenía el candidato oficialista tras la muerte del comandante fueron desapareciendo con cada metedura de pata. De hecho, si no hubiera sido por el esfuerzo titánico de movilización a última hora desplegado por el Partido Socialista Único de Venezuela quizá estaríamos hablando hoy de una inusitada e histórica victoria de Capriles, y aun así hay dudas.
La absurda historia de la providencial aparición del "pajarito chiquitico" pasará como uno de los grandes gaffes de campaña en la historia electoral contemporánea, pero no fue el único dislate. El ex chofer de colectivo equivocó el nombre cuatro ciudades venezolanas, lanzó maldiciones ancestrales a todos los que no le votaran, rebautizó a una empresa estatal, pronunció en varias ocasiones calificativos homofóbicos, contó chistes de pésimo y/o muy simplón gusto, inventó ridículas conspiraciones, repitió más de 6,000 veces la palabra Chávez, silbó e intento cantar con catastróficos resultados, echó la culpa a las series de televisión yanquis de la violencia y la prostitución del país y se puso un sombrero de palma coronado con un grotesco pajarito de plástico. En efecto, el problema esencial de este patético personaje es que quiere imitar a como dé lugar a su maestro, pero careciendo por completo del carisma de aquel. Chávez tenía una vocación natural para hacerle al payaso (recuérdese, por ejemplo, la gracia con la que contó la anécdota de cómo le ganó la diarrea durante una gira). Grotesco era, sin duda, el comandante, pero tenía eso que muchos llaman “vis cómica”. ¡Lástima para Venezuela que no siguió una carrera como showman! A Maduro los chistes y el estilo bufonesco del patrón le quedan funestos.
Empieza el ex guardaespaldas de Chávez su mandato presidencial con su de por si cuestionable imagen muy debilitada, y con un mar de amenazas por encarar. El desafío hercúleo será enfrentarse a la hecatombe económica que ya ha estallado en el país: desabastecimiento, escasez, inflación, dólar paralelo disparado, cortes constantes en la energía eléctrica, violencia. La herencia maldita del irresponsable populismo de Chávez conspirará desde el primer día contra su estancia en el poder. ¿Se atreverá a subir el precio de la gasolina y a recortar el desbocado gasto público? ¿Despedirá empleados públicos? ¿Terminará con los regalos en forma de petróleo y dólares a los países amigos? ¿Seguirá enemistando al Estado venezolano con los empresarios nacionales y la inversión extranjera? ¿Será capaz de sostener el control de cambios y de precios? Y, sobre todo, ¿Podrá auxiliado con la asesoría de su pajarito mantener la cohesión del chavismo? Todas las decisiones que se verá obligado a tomar implican riegos, graves riesgos, mientras que el fantasma del comandante (que no el pajarito), idealizada por las masas populares, gravitará desde el primer día sobre todas y cada una de sus decisiones. Sus errores como gobernante muy difícilmente le serán perdonados como los fueron sus pifias en campaña. ¡Ay de los megalómanos que no saben preparar a un sucesor más o menos presentable! Los dictadores mediocres siempre eligen a gente todavía peor que ellos como herederos. Claramente ha sido el caso de Hugo Chávez. Lo malo de esta lógica megalomaniaca y envidiosa es que la decadencia del régimen queda asegurada.