Vladimir Putin representa un caso singular de liderazgo autoritario. El
personaje es frío y poco carismático. No es el ardiente populista triunfante en
las urnas con discurso antisistema. Su ascenso, meteórico, se dio tras
bambalinas.
Para subsanar sus carencias, el líder ruso construyó una autoridad
basada en la imagen de un tipo duro y sin rodeos.
Durante sus primeros dos mandatos puso orden en un país a la deriva con
la ayuda de los elevados precios del petróleo, principal producto de
exportación nacional.
Pero tras su vuelta formal a la presidencia en 2012, Putin enfrentó
crisis económica y creciente descontento. Fue entonces cuando jugo de manera
definitiva a la carta del nacionalismo.
Comenzó un amplio programa de rearme y modernización de las fuerzas
armadas. Enarboló como bandera la preponderancia de Rusia en el mundo y la
restauración histórica de sus antigua influencia y tradicionales fronteras. Intervino
en Georgia, Crimea y las regiones con mayoría rusa en el este de Ucrania.
También empezó a apostar fuerte en el escenario mundial, siendo Siria y
Venezuela sus aventuras más destacadas.
Hoy Venezuela arde y Rusia amenaza, pero ¿De verdad, sería capaz de
llegar a la guerra?
Mucho se juega Putin ahí, y no solo es una cuestión de cuantiosas
inversiones, Venezuela es un valioso aliado en una región clave y también es un
destacado miembro del club de naciones con “hombres fuertes” en el gobierno. Un
dictador derrocado por su pueblo sería un mal ejemplo desde la perspectiva
putinesca,
Porque Putin se empeña en promover
su modelo de gobierno, ese amasijo de nacionalismo mesiánico, velado (o no tanto) autoritarismo, ofuscado antiliberalismo y repudio
del multilateralismo. Por eso es admirado por populistas a izquierda y derecha.
Como se sabe, ha sido escandalosa la intrusión de Rusia en numerosos procesos
electorales, así como la difusión de fake
news mediante sus canales de comunicación globales.
Frente a las incertidumbres en Occidente, Putin y su creciente número de
émulos pretenden el retorno a un “orden” internacional fundado en naciones con
soberanías irrestrictas y gobiernos iliberales.
Este modelo en el caso de Rusia,
potencia nuclear, es demencial sobre todo porque reposa en la voluntad de un
solo hombre. Ni durante la Guerra Fría había tanto peligro. Los sucesores de
Stalin tomaban en cuenta el contrapeso del Politburó y poseían una idea de coexistencia
con el adversario. Putin es un megalómano dueño de un poder absoluto y dominado
por delirios de grandeza. La historia enseña adonde pueden desembocar este tipo
de gobernantes.
Muchos
analistas consideran a la renqueante economía rusa como un firme obstáculo para
las descabelladas ambiciones globales de Putin. “Gigante con pies de barro” le
llaman a Rusia. Pero estos líderes suelen ser más peligrosos precisamente
cuando se ven acorralados.
Pedro Arturo Aguirre
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