Ayer en
Israel las urnas arrojaron un reñido resultado, pero muy probablemente Benjamín
Netanyahu sea capaz de permanecer en el poder. La semana pasada el partido de
Erdogán sufrió severas derrotas ante la oposición en las principales ciudades turcas.
En Hungría, crecen las protestas contra Orbán. En Rusia, la popularidad de Putin
mengua. Y de la tragedia venezolana en el largo ocaso del chavismo ya ni hablemos.
Todos estos
casos son emblemáticos de como el poder de los hombres fuertes empieza a
erosionarse solo después de pasar antes muchos, muchos años. Y ni siquiera
crisis aparentemente irresolubles pueden llegar a ser definitivas si no hay una
oposición capaz de aprovecharlas bien.
Los
liderazgos populistas y nacionalistas actuales se aseguran al llegar a los
gobierno de implementar los más rápido posible medidas diseñadas a favorecer el
ejercicio concentrado del poder, pero para ello suelen ser favorecidos por un
ambiente previo donde jamás llegó a consolidarse una democracia eficaz con
sistemas de partidos fuertes y representativos.
Democracias
meramente formales se corrompieron y fracasaron en resolver los problemas reales
y cotidianos de la gente. En la mayoría de los casos, los países donde hoy se
experimenta un resurgimiento del autoritarismo fueron democracias efímeras con partidos
políticos transformados
en maquinarias electorales más pragmáticas y bien organizadas como estructuras,
pero poco identificadas con puntales filosóficos básicos y cada vez más
alejados de los electores a quienes debían representar.
Sistemas de
partidos, en general, de baja calidad, conformados por organizaciones sin
proyecto y ni audacia, restringidos únicamente a la tarea de renovar élites y
elencos, lo cual propició una pérdida de credibilidad en las instituciones y
una devaluación generalizada de la política.
Por eso los autoritarios
hoy proliferan y se conservan largo en el poder merced a oposiciones desprestigiadas.
Hoy, fuera del gobierno, se les complica reconstituirse en mayoría o en un
contrapeso eficiente porque, en realidad, nunca lo fueron.
Con el
binomio líder dominante/oposición fragmentada y débil la competencia democrática
se elimina y perjudica la alternancia al punto de impedirla. Se construye
entonces el mito: en países con debilidad partidaria, la presidencia dominante
es la única garantía de gobernabilidad.
Reducidos a
la impotencia, los partidos de oposición tienen pocas y tristes opciones para
enfrentar con eficacia al hombre fuerte. Incapaces de hacerlo por sí mismos,
por lo general terminan formando disímbolas e infructíferas coaliciones, cuando
no, de plano, son cooptados por el poder. Otra opción es encontrarse en el
camino con alguna figura carismática, en loor a una mayor personalización.
Pero el
problema es más profundo. Para superar de forma genuina la actual ola populista,
los liberales tienen la difícil tarea de erigir democracias no solo como un andamios
institucionales, sino también como sistemas capaces de impulsar transformación
social y redistribución de oportunidades.
Pedro Arturo Aguirre
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