Mal le va a China en su año olímpico, el “venturoso” 8 según añeja tradición. Primero con la bestial represión de las protestas en Tíbet, que indignó al mundo y nos recordó que el chino es uno de los regímenes más despóticos del mundo, después con el accidentado recorrido de la antorcha olímpica por varias capitales importantes, y ahora con el apocalíptico terremoto que azotó la provincia de Sichuan. Como suele suceder con todas estas calamidades naturales, han salido a la luz una enormidad de deficiencias y paradojas que suelen caracterizar a ciertos modelos de desarrollo basados en la desigualdad. Mientras en las grandes ciudades de la costa se registra un desarrollo impresionante, se construyen infraestructuras de primer mundo y los rascacielos son maravillosos titanes de acero y vidrio, en el subdesarrollado Oeste las casas, escuelas, presas, edificios y construcciones públicas que fueron evidentemente -como la magnitud de este desastre lo ha comprobado- construidos con muy pobres estándares de calidad, caen como si fueran castillos de naipes.
Sichuan contribuye sólo con el 4% del PIB del país, pero aporta mucha de la mano de obra barata (muy barata) que ha sido la clave en el despegue de China. Como todo el mundo lo sabe, en los últimos veinte años China ha experimentado una transformación económica global con unas proporciones sin precedentes. La economía ha crecido un 9-10% al año, comparado con el 6% del resto de Asia, el 1-2% de Japón y Europa, y el 3% de Estados Unidos. China representa el 7% del comercio mundial, que puede parecer relativamente poco, pero la cifra se ha duplicado en pocos años y, de seguir este ritmo, se doblará de nuevo en el próximo lustro. Estados Unidos tiene un enorme déficit comercial con China mientras las exportaciones china aumentan a un ritmo del 40% anual. Es por eso que muchos analistas entusiastas anuncian el fin del “siglo americano” y pronostican que esta será la centuria de China.
Pero más allá de los rascacielos de Shanghai la del desarrollo reciente chino es una historia grotesca llena de incongruencias. Por ejemplo, incluso ahora aproximadamente el 40% de la industria sigue en manos del Estado, el grueso de la agricultura está controlada por comunas y no por modernos granjeros capitalistas o multinacionales agrícolas, la mayor parte de la nueva industria -particularmente aquellos sectores que fabrican productos de consumo o de alta tecnología- son propiedad privada, normalmente a través de sociedades conjuntas, formadas por empresas extranjeras (que proporcionan fondos y conocimientos) y empresas chinas propiedad de los altos dirigentes “comunistas” chinos (que proporcionan fuerza de trabajo, permisos legales y la indispensable corrupción) o sus parientes y asociados. El sector estatal continúa empleando al grueso de la fuerza laboral industrial en el acero, textil y minería, mientras que los logros reales de la industria se les llevan las empresas privadas y de propiedad extranjera.
En efecto China es un enorme híbrido económico y político. Sus dirigentes continúan realizando los movimientos de tener un sistema político “comunista”. Pero un híbrido es una contradicción. Y las contradicciones no pueden permanecer inmutables para siempre. Finalmente algo tendrá que ocurrir. La nueva preocupación es que China ha sobreinvertido en equipamiento de capital y fábricas par producir todas las mercancías baratas que inundan los países imperialistas occidentales. Cualquier ralentización de la economía capitalista mundial dejaría a China con una enorme deuda que afectaría a toda la economía.
Por debajo de la superficie de aparente crecimiento y prosperidad, los números muestran que un 10 por ciento de la población posee el 45 por ciento de la riqueza. El 55 por ciento que queda disponible se distribuye de manera relativamente uniforme entre el 90 por ciento de la población menos favorecida. Al 10 por ciento más pobre, por ejemplo, le llega un proporcionado 1.4 por ciento de ese lejano bienestar. Esta combinación de 10 por ciento de inequidad y 90 por ciento de igualitarismo relativo, es consistente con lo que puede verse en las calles de Beijing. Lujo y consumo en algunas partes privilegiadas de la ciudad, pero escasos signos visibles de marginalidad. La mayoría de los habitantes de la capital parecen vivir en lo que los académicos locales llaman “frugalidad social”, montando bicicletas de modelos anticuados que tienen una inverosímil palanca de cambios en el cuadro, y esquivando un tráfico (aparentemente) caótico en el que los automóviles son un muestrario de los últimos modelos de la industria alemana y japonesa.
El poder de compra del 10 por ciento más rico genera un gran escalón social que lo separa del 90 por ciento restante que parece habitar una meseta en la que no se ven fácilmente signos de miseria. Los callejones del viejo Beijing, o los complejos habitacionales de las afueras, muestran una sociedad cuyos habitantes viven en el umbral de la pobreza, pero sin franquear la puerta. Esa impresión que se tiene en la capital es matizada, sin embargo, por los indicadores sociales del país en su conjunto. Las cifras del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) demuestran que la diferencia entre el índice de desarrollo humano de Shanghai, locomotora de la modernización del país, y el de una provincia del centrosur como Guizhou, es la misma diferencia que existe entre Portugal y Namibia. O para ponerlo en dólares, mientras el ingreso per cápita de los beijineses es de 1300 dólares, el de los habitantes del campo no supera los 330. Según el diario español ABC “tan graves desequilibrios suponen la mayor amenaza a la que se enfrenta el Gobierno, que en 2004 tuvo que sofocar 74.000 revueltas populares que congregaron a 3,8 millones de personas y este año ha perdido ya a 23 policías en violentos choques con los descontentos”. Debe tenerse en cuenta que de los 1300 millones de chinos, 800 millones viven en el campo. Uno de cada diez campesinos está bajo la línea de la pobreza, en una situación socioeconómica que representa un atraso de una década en relación con las condiciones de vida de sus compatriotas de las ciudades. No es de extrañar entonces que, según Hu Angang, economista de la Universidad Xinhua, las previsiones muestren una enorme migración interna en la que la mitad de los campesinos abandonarán sus aldeas en los próximos veinte años. Se trata de 400 millones de personas cambiando su lugar de residencia, ¡Todo un terremoto social!
El terremoto de Sichuan ha descubierto la punta que asoma del iceberg de la verdadera situación de desigualdades brutales que padece China. Cabe preguntarse si no nos estamos adelantando un poco en pronosticar que el XXI será el siglo de China
2 comentarios:
"...los números muestran que un 10 por ciento de la población posee el 45 por ciento de la riqueza. El 65 por ciento que queda disponible..."
Don Pedro, creo que quisiste decir "el 55% que queda disponible"
Tienes razón Roberto, disculpame, es que esto de las sumas nunca se me ha dado.
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