martes, 6 de mayo de 2008

Fernando Lugo y los Cantos de la Sirena (Chavista).


Se equivocan de entrada quienes quieran ver en el triunfo de Fernando Lugo en las elecciones presidenciales de Paraguay simplemente una extensión de la ola neopopulista encabezada por Chávez. Esta victoria es, ante todo, una reafirmación de la democracia electoral en el continente en una nación que decidió, para su bien, poner fin a seis décadas de hegemonía pragmática del Partido Colorado (duró 10 años menos que nuestro infame PRI) Lugo llegó al poder postulado por una gran coalición de partidos y organizaciones que incluye a la derecha moderada, al Partido Liberal, a los febreristas (socialdemócratas) y a organizaciones de corte nacionalista. Sería un garrafal error si el nuevo presidente distrajese sus energías en hacerle el juego a los desvaríos populistas de su vecino Evo o de mico…manante Chávez en lugar de concentrarse en encarar el ingente desafío que implica reconstituir el Estado de derecho y de echar las bases de una democracia de ciudadanos con mejores niveles de equidad en Paraguay. La situación política y social de Paraguay responde aún al bárbaro legado de un régimen opresivo, donde una oligarquía sumamente conservadora mal administra a una sociedad pobre que, como último recurso, se ve obligada a emigrar a Argentina o Chile o Brasil (cuando no a Estados Unidos o Europa).
La piedra de toque de este oprobioso arreglo político fue el Partido Colorado, que siguió controlando el Estado y la sucesión política luego del derrocamiento de Alfredo Stroessner en 1989. Entre el fin de esa longeva dictadura y el triunfo de la oposición transcurrieron casi dos décadas que presenciaron una incompleta y vacilante transición plagada de divisiones entre los colorados, renuncias de presidentes, comicios manipulados por el fraude, crímenes políticos y una galopante corrupción. Las facciones coloradas se disputaban sin rubor alguno el botín del Estado paraguayo. La imagen corresponde, pues, a la de un régimen hegemónico adaptado a una sociedad desigual en la que se fueron abriendo paso las condiciones propias de una política más competitiva. Es por eso que debemos destacar el triunfo de Lugo como la posibilidad de una auténtica democratización de la nación sudamericana, un impulso que sirva para romper con los esquemas dominantes.

El nuevo gobierno debe, por encima de todo, abocarse al difícil aprendizaje del arte de las coaliciones políticas, algo que en México también nos urge aprender. La alianza de Lugo es demasiado heterogénea que representó, desde luego, una gran una ventaja electoral en el momento de la elección, pero puede provocar una aguda inestabilidad de consecuencias imprevisibles si el nuevo presidente carece de la habilidad y paciencia que demanda mantener un acuerdo tan amplio. Dada el apremio de lo que se debe hacer, la inteligencia y voluntad del presidente electo, serán decisivas para mantener la cohesión en sus filas y poder enfrentar a un régimen que, si bien fue derrotada en las urnas, dispone todavía del control del engranaje burocrático.

Lo que es tan cierto como que mañana sale el sol es que en materia de consolidar una verdadera democracia nada puede ofrecer el ejemplo de de Hugo Chávez o de Evo. Mejor sería para el mandatario evitar enamorarse del canto de la sirena chavista y voltear su mirada a Brasil o a Uruguay, naciones donde hay gobernantes capaces de trabajar de manera eficaz en coalición en el marco de un sistema presidencial puro. En especial Uruguay, un pequeño pero muy civilizado país, podría dar muy buenas lecciones a los gobiernos y las oposiciones en las que la inestabilidad y arrogancia marcan los ritmos de la política en países más grandes como México o Argentina.

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