El fin de semana se celebró en Belfast el Congreso de la Internacional Liberal. Como suele suceder en estos eventos –que se celebran cada 18 meses- fue evidente que no todos los liberales piensan de igual modo en la infinitud de materias que conciernen a la humanidad y a lo que se pueda hacer en favor de su progreso. Volvió a ser obvio que no existe eso del "pensamiento único noliberal" que tanto censuran los "progres". En el caso de América Latina, se comentó -con preocupación- la apropiación del liberalismo por mentes centradas, estrictamente, en la defensa de la libertad de los mercados económicos. No es esta la tradición del liberalismo histórico. El liberalismo, desde luego, es defensor de la libertad económica, pero no menos que de ella de las libertades públicas y de las garantías individuales de los ciudadanos. El verdadero liberalismo centra sus batallas políticas en la condena los fanatismos y en la promoción de la tolerancia, el consenso, el diálogo y la condena a la atrocidad de la violencia física y moral contra individuos y gobiernos legítimos.
Libertad política. Libertad económica. Libertad social. Libertad cultural. Un solo liberalismo. Indivisible respecto de su compromiso con todas las libertades y con la legalidad que las sustenta. Fue ése el pabellón conceptual en el que se movió el Congreso Liberal, por cierto tan distinto a los que celebra la Internacional socialista, dos de los cuales tuve la oportunidad de presenciar. Los liberales privilegian, de verdad, la discusión ideológica. Los socialdemócratas se dedican más a la grilla burocrática (aunque, de repente, sacan documentos interesantes). Lo cierto es que la IS ha entrado en una franca decadencia desde que la regentea un burocratazo que se llama Luis Ayala. En fin, ese es otro tema.
En Belfast quedó convenido que un liberalismo que cree sólo en la libertad de mercados es un liberalismo deshumanizado, fácil presa de la tentación autoritaria y carente de la indispensable capacidad de generar emociones. ¿Quiere -y debe- el liberalismo ocupar en adelante un lugar en relación con las contraposiciones intelectuales forjadas desde las antiguas antinomias de izquierda y derecha? ¿Sería eso posible, práctico, lógico, deseable? ¿Deberían los liberales alinearse detrás de un partido o actuar como protagonistas de una tendencia de pensamiento que antes de mediados del siglo XX ya había sido definida como renuente a ceñirse a los estrechos límites de un partido político? ¿No es, acaso, el liberalismo una cultura y desborda, por lo tanto, con facilidad los límites inevitables de un mero agrupamiento de ciudadanos?
En Belfast quedó convenido que un liberalismo que cree sólo en la libertad de mercados es un liberalismo deshumanizado, fácil presa de la tentación autoritaria y carente de la indispensable capacidad de generar emociones. ¿Quiere -y debe- el liberalismo ocupar en adelante un lugar en relación con las contraposiciones intelectuales forjadas desde las antiguas antinomias de izquierda y derecha? ¿Sería eso posible, práctico, lógico, deseable? ¿Deberían los liberales alinearse detrás de un partido o actuar como protagonistas de una tendencia de pensamiento que antes de mediados del siglo XX ya había sido definida como renuente a ceñirse a los estrechos límites de un partido político? ¿No es, acaso, el liberalismo una cultura y desborda, por lo tanto, con facilidad los límites inevitables de un mero agrupamiento de ciudadanos?
Por otro lado, y como prueba de la flexibilidad de los libaralismos más ilsutrados, se convino en que algunos de los hechos más racionales de la política mundial de las últimas décadas han sido gestados desde estructuras políticas socialdemócratas. Ha sido el caso de la revolución económica y administrativa que en paz han hecho los socialdemócratas en Nueva Zelanda. O lo que ha significado, como renovación del pensamiento político el nuevo laborismo de Tony Blair y se planteó la que quizá sea la gran pregunta de la política acual, ¿tiene sentido seguir dividiendo al mundo entre izquierdas y derechas como se ha hecho desde la Revolución Francesa? ¿O habrá llegado la hora de aceptar el cambio, de una vez por todas, de la lógica discursiva y convenir que la principal línea divisoria de aguas pasa entre la modernidad y su opuesto, el bonapartismo?
"Bonapartismo" es la denominación legitimada en la ciencia política para abarcar el sinfín de ejemplos de gobiernos populistas que se han ido sucediendo desde el siglo XIX, con prescindencia de izquierdas y derechas. No es otra cosa que la mediación fatal de un Estado paternalista, prepotente, infiltrado con sus regulaciones asfixiantes en todas las actividades privadas. Fascismo camaleónico, en suma, que a veces ha sido de derecha y otras de izquierda, dejando al final el irremediable balance de sus estragos, como lo muestra la experiencia de los últimos setenta años en América Latina. "Nadie nos devuelve el tiempo perdido", se lamentó uno de los oradores argentinos. Como nadie devuelve a los hijos y nietos que han hecho el viaje sin retorno al éxodo hacia tierras de promisión, mientras que los descendientes que quedan se preguntan, frente a la angustia de padres y abuelos, qué siguen haciendo aquí entre la imprevisión que acecha a cualquier instante y las elucubraciones burocráticas e ideológicas ingeniadas para trabar el progreso real, el bienestar continuo y sostenido. Nada de lo que ha ocurrido se arregla con la democracia callejera de estos días. Habrá que acentuar el entusiasmo y el coraje cívico e intelectual de defender en el campo múltiple de la cultura las ideas de la libertad. Es allí donde se ganan las batallas de verdad. Habrá que exhortar con más energía a los mejores -sobre todo a los jóvenes más capaces- a comprometerse con la política, aun con todos sus riesgos y sinsabores. Los populismos han hipotecado el futuro, como bien se hizo notar en los debates del Congreso. Han destruido el crédito, la moneda, el ahorro; han creado ilusiones de progreso a partir del espejo de consumismos efímeros. Se han desentendido de la educación, sin la cual cae el sagrado principio de igualdad de oportunidades para todos, y han hecho estropicios de la Justicia, al procurar ponerla al servicio de los gobiernos de turno. Los buenos ejemplos de administración de la esfera pública están a la vista tanto en América Latina como en el resto del mundo. Bastará con seguirlos, sin perjuicio de su adaptación a las modalidades propias del sentimiento y de las necesidades nacionales. El hombre está en permanente gestación, es inconcluso, precisamente porque es imperfecto. Así también sucede con el liberalismo, sobre el cual quedó claro en Belfast que constituye en sí mismo una cultura, una cultura abierta, que lejos está de pretender haber llegado a una palabra final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario