miércoles, 27 de marzo de 2013

China y su Obsoleta Realpolitik

Se estrenó el nuevo presidente chino Xi Jinping en la escena internacional con una gira al continente africano, región donde los dirigentes de Beijing tienen poderosos intereses económicos. El periplo tendrá su punto culminante con la cumbre de los BRIC a celebrarse en Sudáfrica. ¿Está China destinada a ser la principal potencia mundial del siglo XXI? Lo cierto es que hoy por hoy la política exterior china es uno de los principales problemas que deberá enfrentar el mundo en el siglo XXI. La dictadura del Partido Comunista Chino mantiene una obsoleta visión de Realpolitik basada en esquemas y ópticas cortoplacistas y “westfalianas” (soberanista a ultranza). Esto no quiere decir que Estados Unidos, Europa y otras potencias no pequen (en mayor o menor medida) de mantener visiones excesivamente realistas en sus relaciones internacionales, pero las democracias liberales llegan a toparse con límites internos que matizan ambiciones demasiado desmedidas, lo que las ha llevado a establecer y respetar ciertos esquemas de colaboración, mientras que China no tiene absolutamente ningún contrapeso de este tipo que ayude a moderar las transgresiones que suele cometer en su actuación internacional.

Fue Bismarck quien inauguró el concepto de Realpolitik siguiendo principios acuñados por Metternich tras las guerras napoleónicas: una política exterior fundada exclusivamente en el interés nacional, en desmedro de cualquier actitud de solidaridad con otros pueblos y alejada de los principios de generales de ética. Claro que a Bismarck, igual que a muchos de sus antecesores y sucesores en las aventuras de la política internacional, le funcionó la receta de la Realpolitik en la lucha por hacer más grande a su Estado, pero el problema que tenemos hoy consiste en que el planeta ya no da para soportar que las naciones resuelvan sus disputas mediante la ley del más fuerte o del más astuto. Los recursos se acaban, el medio ambiente declina y las armas nucleares hacen inviable la resolución de disputas entre las potencias mediante conflictos armados, como sucedía en las gloriosas épocas de Alejandro, Napoleón o Julio César.
Desde la consolidación definitiva de Deng Xiaoping en el poder, ocurrida a finales de los setenta, en Occidente, sobre todo en Estados Unidos, han prevalecido entre los expertos en relaciones internacionales dos visiones antagónicas sobre lo que cabe esperar de la República Popular China en relación con el equilibrio mundial y al mantenimiento de la paz y seguridad internacionales. Una, la optimista, sostiene que China, como efecto de su acelerado desarrollo económico y sus crecientes relaciones con el mundo capitalista, se irá convirtiendo en una sociedad desideologizada y pragmática capaz de liberalizar gradualmente su política y cultura. Quienes así opinan describen una “potencia conservadora” esencialmente interesada en mantener una estabilidad regional que le permita conseguir sus metas de crecimiento económico. Esta visión de China sostiene que su poderío militar es limitado en virtud del relativo atraso tecnológico de sus fuerzas armadas, y señalan que, en general, la política exterior de Pekín ha sido “reactiva más que agresiva”. De acuerdo con esta lógica, Estados Unidos y sus aliados tienen razones más que suficientes para buscar establecer una política “de compromiso” con los dirigentes chinos para evitar que una China marginada se convierta en un problema mundial.

Pero la visión negativa advierte que China es una potencia emergente de casi 1,300 millones de habitantes, dueña de un vasto arsenal nuclear y que dedica inmensos recursos económicos anualmente a mejorar su capacidad militar. Dirigida por una gerontocracia totalitaria y ambiciosa que se sostiene en el poder gracias a un ejército chauvinista obsesionado en lavar humillaciones del pasado, establecer una indiscutible hegemonía en Asia y hacer valederas, a como dé lugar, una serie de reclamaciones territoriales a costa de sus vecinos, China, a decir de los pesimistas, es la principal amenaza a la paz y seguridad internacionales y será inevitablemente el principal rival de Estados Unidos y sus aliados en el siglo XXI.

Quizá, como suele suceder, la verdad esté en alguna parte en medio de estas dicotomía, pero lo que se ha visto de China en las últimas dos décadas es que se trata de una potencia insatisfecha, y las causas de su insatisfacción son fundamentalmente difíciles de resolver y tienen que ver con su azaroso pasado como víctimas de los abusos de las potencias coloniales. Además, este gran país tiene la obsesión de contar con “fronteras seguras”, lo cual está en el fondo de las disputas territoriales que sostiene este país con sus vecinos. China rechaza las reclamaciones japonesas sobre las islas Diaoyu, las de Vietnam sobre las islas Paracel, y las que varias naciones del sudeste asiático hacen sobre las islas Spratly. Además, tiene diferencias con Vietnam sobre la demarcación del Golfo de Tonkin y hace reclamaciones territoriales a Rusia, Tadjikistán, India e incluso a Corea del Norte. La intensidad de estas reclamaciones se acentúa o disminuye según lo demande la ocasión. Otro caso de controversia es el espinoso caso de Taiwán, a cuya independencia Beijing se opone tajantemente amenazando incluso con una intervención militar. Muy cuestionables son, también, la colaboración de China con el desarrollo nuclear de Pakistán - en flagrante violación a los acuerdos internacionales de no proliferación de armas estratégicas- y el apoyo masivo que presta a algunos regímenes africanos señalados por sus constantes violaciones a los derechos humanos. No menos preocupante es la condescendencia con la que solapa al demencial régimen de Corea del Norte, así como las muy discutibles estrategias económicas y comerciales que China ha adoptado para beneficio propio en detrimento de una, por lo menos, ordenada relación con sus competidores internacionales. Todos estos son rasgos significativos que dejan ver la tendencia de buscar ganancias unilaterales a expensas de la estabilidad regional e internacional.

Si China en verdad quiere convertirse en la gran potencia de esta centuria será imprescindible que renuncie a la miopía del cortoplacismo y a las estrategias de chantaje para aprender a asumir plenamente las responsabilidades que implica ser una gran potencia, las cuales mucho tienen que ver con su capacidad de compromiso con el orden internacional y su capacidad de cooperación con otras potencias.

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