Dejemos de Hablar de Bufones
Dejemos de hablar de bufones como Hugo Chávez o Berlusconi para honrar un poco la memoria de políticos de otra estatura intelectual. Uno de mis favoritos de todos los tiempos es Benjamín Disraeli, descomunal estadista y escritor inglés quien fue también un artista de la sátira. Nacido en Londres en una familia judía de origen italiano, fue hijo de un muy agradable señor que estaba entregado por completo a sus tareas literarias. En la escuela y siendo muy niño, D. cobró conciencia de la diferencia que existía entre él y el resto de los párvulos, por eso su padre, convencido de que se judío sólo podría acarrearle dificultades en el seno de la intransigente sociedad inglesa, decidió bautizarlo. Disraeli siempre fue un hombre extremadamente inteligente y sensible dotado de una poderosa imaginación, dueño de una ambición que siempre lo indujo a ser el primero en todo. Sus características de líder y amor por el drama y la literatura hicieron que formase una compañía de teatro estudiantil. El estreno de su primer obra (una sátira, desde luego) le causó su expulsión del severo colegio anglicano donde estudiaba. Tenía entonces 15 años. Inició entonces una etapa de rabiosa formación autodidacta en la que leía todo cuanto había a su alcance. Esto llegó a preocupar a su padre, que decidió ponerle a trabajar, consiguiéndole un puesto como secretario.
Por las mañanas acudía al execrable trabajo y por las tardes leía pero obviamente tal rutina no satisfacía en absoluto sus altas aspiraciones. Por eso decidió tratar de hacer negocios. No obtuvo éxitos, pero lejos de desanimarse intentó sacarle provecho a la adversa situación sirviéndose de las experiencias adquiridas como tema de una novela que escribió en cuatro meses y que se tituló Vivían Grey, publicada en forma anónima y la cual fracasó rotundamente. Abatido por el nuevo revés, enfermó y sus padres decidieron abandonar Londres e instalarse en una casa en el campo. En medio de la tranquilidad rural, Disraeli escribió dos relatos satíricos Popanilla y The Young Duke y, más tarde, tras un intenso recorrido por Europa dos novelas: Alroy y Contarini Fleming. La primera es un relato del viaje en forma epistolar y la segunda es una autobiografía también llena de deliciosos tonos satíricos. Es justo tras publicar Contarani Fleming que llegó a la conclusión de que su verdadera vocación era la política, ya que la literatura no colmaba sus amplias ambiciones. Regresó a Londres e inició una larga y fructífera carrera política que mucho contribuyó a consolidar el poderío imperial del Reino Unido. Pero la política no interrumpió nunca su vocación literaria. Disraeli se daría tiempo para seguir escribiendo. Fue ya siendo un prominente líder que publicó su obra más importante: Coningsby, o La Nueva Generación, una preciosa sátira sobre el mundo de la política.
Desde luego, más allá de lo que puede leerse en sus escritos, la sátira disraeleana conoció sus mejores momentos en las sesiones parlamentarias. Dueño de una abismal cultura, de un supremo sentido del humor y de incomparable agilidad mental, Disraeli solía hacer pedazos a cuanto político se atrevía ponérsele enfrente. ¡Y de qué políticos hablamos! En el Parlamento de Westminster entonces se encontraban gigantes como Robert Peel, William Gladstone, John Russell y un largo etcétera de eminencias. La rivalidad más enconada (una de las más famosas de la historia, dicho sea de pasada) la tuvo con Gladstone, líder del partido liberal, cuyo fervor moral sólo era comparable a su capacidad fenomenal para el trabajo duro y el dominio de arcanos detalles financieros y administrativos, pero que también era capaz de hablar con notable fuerza de seducción al Parlamento y al público. Disraeli se especializaba en el empuje del sarcasmo fino y el epigrama envenenado, estrategia que orientada a la acritud en el debate parlamentario muy a menudo dejaba fuera de balance al severo y poco imaginativo Gladstone quien, por otro lado, podía ser contundente cuando se trataba del frío manejo de cifras y el conocimiento específico de temas.
Creo que no es necesario decir que actualmente México carece casi por completo de Disraelis y de Gladstones. Nuestra funesta clase política comparte, toda, de izquierda a derecha graves limitaciones intelectuales, escasa formación cultural y académica, nula capacidad de persuasión (que no sea la que da el marketing) y nuestra vida parlamentaria - foro donde en tantas otras latitudes se forman los líderes- es absolutamente impresentable. El mejor de los últimos tiempos fue, quizá, Porfirio Muñoz Ledo y eso es para ponerse a llorar, francamente.
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