La Unión Europea ha pasado de ser el sueño de quienes la edificaron como un proyecto
integrador comercial, económico y político dentro de una institución singular
de naciones soberanas a ser una auténtica “pesadilla” de la que todo el mundo
repela. Para nadie es un secreto que el viejo continente vive las horas más bajas de su historia. La
relevancia de este que ha sido un magnífico experimento de cooperación
multinacional es puesta en duda por
quienes denuncian su supuesta rigidez y disfuncionalidad para hacer frente a la
actual crisis. Se multiplican las opiniones críticas que afirman que
ante los desajustes financieros y otras amenazas que se ciernen sobre Europa -migraciones
descontroladas, recortes fiscales, exceso de burocracia- sería mejor que las
naciones volvieran a ir solas por el mundo. En el norte de Europa, se alega
que es mejor librarse del “lastre” que suponen los países del sur (denominados
despectivamente como los “PIGS”), planteándose abiertamente la posibilidad de
excluirlos de la eurozona. En el sur se defiende la idea de liberarse de las
demandas de disciplina monetaria y fiscal que exige el euro y claman por recuperar
la soberanía monetaria y salir de la crisis a base de devaluaciones
competitivas.
Las reacciones nacionalistas y populistas a la crisis hacen que
el “euroescepticismo” le esté ganado espacios al “europeísmo”. Pero más allá
del discurso y el debate político superficial que promueve la demagogia y los
populismos a la derecha y a la izquierda, lo cierto es que la Unión Europea experimenta una crisis profunda que afecta a
su viabilidad económica y su legitimidad política. ¿Puede la UE con su actual
modelo institucional promover estabilidad, crecimiento y competitividad? ¿Es el singular modelo
político supranacional de la UE, pensado originalmente para un grupo más
compacto de naciones, factible para atender las necesidades democráticas de 27
naciones? Ante los actuales índices de
desempleo y crisis del Estado Bienestar, ¿Aún puede hablarse de una “Europa
social”, voluntad que ponía en el centro de la atención continental la solidaridad
transnacional a través de políticas de cohesión económica, social y territorial?
¿La vieja Europa, fuente tradicional del poder mundial, ha perdido relevancia
de forma definitiva como actor global en un sistema internacional caracterizado
por rápidos e intensos procesos de cambio en la naturaleza, las fuentes y las
pautas de distribución del poder?
Ante este panorama tan adverso es muy difícil prever el
desenlace. No hay recetas ni caminos fáciles para que Europa salga del
atolladero, pero lo cierto es que han faltado liderazgos más
comprometidos y visionarios. Fue un grupo de grandes estadistas el que empezó a construir una comunidad económica y política común en beneficio de la
sociedad europea en su conjunto ¿Les falta a los políticos actuales constancia
en este propósito? Lo cierto es que los dirigentes actuales han mostrado
ser pusilánimes, carentes de imaginación y faltos de constancia. Cuando las
partes de un sistema se optimizan en beneficio propio, el conjunto pierde. Las
partes compiten un sistema basado en la cooperación se destruye. Europa está
aún a tiempo de corregir, pero no se ve ni en Hollande, ni en Merkel, ni en
Cameron, ni en ninguno del resto de líderes europeos los tamaños que demanda el
presente desafío. Habrá que exclamar como lo hizo, en su momento, Curzio
Malaparte: ¡Pobre Europa, madre marchita!
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