La muerte de
Chávez es una pésima noticia para la democracia en América Latina. Ahora se
convertirá en leyenda, una especie de “Evito”, quizá hasta con su musical y
todo (al tiempo). Mi esperanza era que sobreviviera y se responsabilizara del
desastre en el que dejó a su país. Chávez mantuvo su popularidad a golpe de
despilfarros, incluso después una larga temporada en el poder marcada por la
mala administración, la inflación galopante, la irresponsabilidad financiera,
el autoritarismo, la corrupción y el crimen rampante. El clientelismo masivo
proporcionado por las millonarias ganancias petroleras le permitió contar con
una presencia indudablemente poderosa en numerosos sectores populares de
Venezuela, ello auxiliado por la ausencia de todo mecanismo institucional que
asegure un gobierno limitado, rendición de cuentas o división de poderes. Eso
sí, sería un muy grave error negar que el chavismo haya calado hondo en ciertos
sectores sociales. El fenómeno chavista fue posible gracias a que la oligarquía
venezolana gobernó de forma sesgada, incompetente y con una visión clasista,
eso nadie puede negarlo, pero la solución populista siempre resulta, a la
larga, mucho peor que la enfermedad.
Chávez y sus
muy numerosos seguidores dentro y fuera de Venezuela subrayan los logros de la revolución
bolivariana en términos de reducción de la pobreza, la erradicación del
analfabetismo y un mayor acceso a la salud, pero la estructura económica ha
sido destruida sistemáticamente durante estos años. La inflación ha sido la más
alta del continente americano en los últimos once años, mientras Venezuela es
hoy más dependiente del exterior: las importaciones de bienes de consumo y de
servicios ascienden de forma astronómica y el país importa el 80% del alimento
que consume su población. Sectores independientes del sector salud reportaron
la reaparición en el territorio nacional de enfermedades endémicas que ya
habían sido erradicadas. El Estado de derecho no existe, la criminalidad (sobre
todo el narcotráfico) aumenta constantemente de manera alarmante y Venezuela es
el segundo país más corrupto de América Latina, únicamente superado por Haití,
según la Organización no Gubernamental Transparencia Internacional.
Es cierto
que gracias al uso clientelar, meramente asistencialista y sesgado que el
régimen chavista dio a la riqueza generada por el boom petrolero verificado la
primera década se este siglo -con precios promedio superiores a los 100 dólares
por barril-, unos ocho millones de pobres lograron incrementar sus ingresos y
mejorar sus condiciones de vida, pero esa realidad amenaza con esfumarse al
primer enfriamiento de la economía, ante vertiginoso ascenso de la inflación y
con el contante deterioro de los servicios públicos y la creciente
criminalidad. Uso asistencial y clientelar porque ataca exclusivamente
necesidades perentorias y de corto plazo sin atender la urgencia de establecer
en el país condiciones para que el desarrollo social sea sustentable y de largo
plazo. Sí, los sectores más humildes mejoraron su situación, pero eso sólo se
logró de la “puerta para adentro” de sus casas, puesto que en lo que se refiere
a servicios públicos estructurales como vivienda de calidad, vialidad, sistema
de recolección de basura, drenajes, electrificación, las cosas empeoraron en
los últimos años.
El gobierno
de Chávez impulsó a cerca de una decena de programas sociales, conocidos como
las “misiones” y unas redes de mercados estatales, que beneficiaron de manera
directa a decenas de miles de personas en todos los estados del país y
permitieron paliar, momentáneamente, las deficiencias de los servicios de salud
y los efectos de la inflación. A esto se sumó el favorable desempeño que tuvo
la economía entre 2004 y 2007, años en los que se dieron crecimientos entre
diez y ocho puntos dl PIB venezolano. Pero los años de prosperidad económica
comenzaron a hacer agua a partir de 2008 tras estallar la crisis financiera
mundial que originó el desplome de los precios del petróleo, de donde proceden
¡90 de cada cien dólares que ingresan al país por exportaciones! Todo esto
aderezado por el incontrolable crecimiento de la burocracia y el sector
público.
La riqueza
generada por el boom energético sirvió a Chávez para fomentar su popularidad
mediante un grosero clientelismo, descuidando en el camino las inversiones de
largo plazo garantes de la sustentabilidad del desarrollo social y económico de
su país al futuro. Y es que quizá el principal pecado de la revolución bolivariana
fue no superar la excesiva dependencia de la economía venezolana respecto al
petróleo: más del 90% de los ingresos vienen del rubro energético a más de una
década de régimen chavista.
Por cierto,
que es en el renglón del comercio internacional donde se cae el mito principal
del chavismo: el supuesto “acoso imperialista”.
El “inicuo imperialismo norteamericano” es, hoy por hoy, a más de diez
años de iniciada revolución bolivariana, el principal socio comercial de Venezuela.
En sus coloridas peroratas, Chávez afirmaba que buscaba nuevos mercados para
sus hidrocarburos, pero lo cierto es que es sumamente alta la porción de sus
ventas que destina a Estados Unidos. Rara forma la gringa de tratar de aplastar
a un supuesto enemigo: comerciando con él en ingentes proporciones. Gobierna regalando dinero y serás popular. Tienes recursos, luego alivias problemas perentorios a la gente más desprotegida, repartes, compras lealtades y votos, y ya está, ¡a refocilarse con la adoración popular y el fomento del culto a la personalidad! El problema es que el cuerno de la abundancia suele agotarse y si para entonces no has construido una alternativa viable para la distribución sostenible del ingreso todo se cae como un castillo de naipes. A final de cuantas el espejismo chavista terminará por difuminarse, sin que se haya conseguido superar la pobreza a largo plazo y sin lograr que la economía sea sustentable para un futuro carente de petróleo, pero ya el comandante no estará para rendir cuentas de ello. A otros tocará el desastre. Chávez está destinado a subir al olimpo de los héroes del imaginario de la izquierda latinoamericana al grado, quizá, del mismísimo Che Guevara. Y eso, insisto, es de lamentarse.
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