miércoles, 31 de octubre de 2007

Porfirio Muñoz Ledo: Falstaff en el Blanquita


Mi absurda carrera política comenzó en 1987 bajo “inmejorables auspicios”, según las creencias que tenía yo en aquellos ayeres de muchachito tonto y socialdemócrata que estudiaba en la UNAM: al lado de Porfirio Muñoz Ledo, un hombre al que admiraba desde que en los años setentas había leído el capítulo de Los Agachados donde Rius lo presentaba como el aspirante a suceder a Luis Echeverría más cercano a “la izquierda encuadrada dentro del PRI”. Ese año, Porfirio había regresado de Nueva York tras el “incidente” que lo obligó a renunciar a la representación de México ante la ONU y comenzaba a formar la Corriente Democrática al lado de otros “progresistas”. Ustedes saben el resto de la historia.

Porfirio Muñoz Ledo es la medida que evidencia la atroz mediocridad de nuestra clase política. Y no es porque él sea el arquetipo de quienes hacen política en México. Todo lo contrario. Porfirio fue atípico, uno de los políticos más ilustrados, sagaces e inteligentes que ha tenido este país. Un hombre medianamente culto (o, sí se quiere, más informado de lo que pasa en el mundo que la media de nuestros gobernantes) dueño de una gran agilidad mental y de un rico, aunque incompleto, sentido del humor. Objetivamente hablando, este personaje no tenía ninguna de estas virtudes en grandes cantidades, pero sí en las suficientes como para opacar a la inmensa mayoría de sus pedestres colegas. Por eso es la medida, porque sí con sus medianías parece un titán al lado del resto, ¿De qué tamaño será el resto?

Porfirio ha tenido grandes virtudes. Hacía burla del excesivo formalismo y solemnidad que padecemos en México a todos los niveles. Nadie puede refutar su condición de rebelde cuasi heroico, ni sus aportaciones (muchas, como en el caso de Cuauhtémoc, involuntarias) a la democratización del país. Criticaba lúcidamente el analfabetismo de nuestros dirigentes, jugaba unas bromas deliciosas y muchos apodos por él concebidos pasarán a la historia. Pero nada más. Porfirio no es más que ocurrencias, agilidad mental, información por encima del promedio y un aceptable sentido del humor además, claro está, de una vanidad tan absurda como colosal (O absurda justamente por colosal). Dicha sea la verdad, en cualquier país medianamente civilizado no tendría mucha oportunidad de destacar como lo ha hecho aquí. Le falta consistencia intelectual, profundidad de pensamiento y capacidad de propuesta. Padece de lagunas culturales y formativas pavorosas, mismas que trata de subsanar a base de su ingenio. Es un hombre terriblemente fútil.

Podría suponerse que de vivir como ciudadano en alguna democracia avanzada, Porfirio aspiraría a ser uno de los “excéntricos” del parlamento. Pero cuando uno ve a los “excéntricos” que ha habido, por ejemplo, en Gran Bretaña, uno se da cuenta que no daría el ancho ni para eso. No hablemos de “excéntricos” como Disraeli, Churchill o Pitt el Joven, tres estadistas colosales a quienes consideraron extravagantes en sus respectivas épocas. Pensaría, más bien, en alguien como Enoch Powell, un parlamentario británico famoso por las desmesuras que decía, al grado que por ello no avanzó demasiado en su carrera política. Pero Powell era un erudito experto, entre otras cosas, en cultura clásica, filosofía vitalista, literatura medieval, historia militar y un larguísimo etcétera, amén de que legó una impresionante obra escrita. A su lado, Pofis es un gnomo.

La gran objeción que le pongo a Porfirio es su superficialidad. Se dedica a decir desmesuras y frivolidades, tan absurdas e incoherentes hasta para un país tan superficial y aldeano como es México, que ya toleró a un Vicente Fox como presidente. Se le empieza a considerar un payaso. Obviamente, es un payaso de cierta calidad que actúa en un medio donde sus colegas parecen cómicos vulgares. Por eso Porfirio me da la impresión de ser un Falstaff actuando en el teatro blanquita al lao de cómicos albureros y soeces.

Pero incluso es un arlequín imperfecto. Otro gravísimo defecto de Porfirio es su incapacidad de burlarse de sí mismo, consecuencia de su egocentrismo excesivo. El Embajador Muñoz Ledo no admite la mas mínima burla a su augusta persona, lo cual, evidentemente, habla de su monumental complejo de inferioridad. Por eso afirmo que el tipo tiene un sentido del humor incompleto. Asimismo, llama la atención su notable mitomanía. Sí, es cierto que Porfirio ha sido lo suficientemente hábil como para sacar tajada de su mitomanía (tengo una tercia de amigos por ahí que también han sabido hacerlo), pero la mitomanía es una bestia peligrosa que suele acabar por devorarse a sus amos.

Es bueno ser vacilador, pero si no se renuncia a la profundidad intelectual. Porfirio lee muy poco y se limita a escribir sus anodinos artículos de El Universal. Sus presuntas aportaciones a la reforma del Estado, la banderita con la que su irrisorio ego trata de sobrevivir en el podrido medio político mexicano, no son sino la reiteración de algunas ideas (elección a dos vueltas, reelección legislativa, correctivos parlamentarios en sistema presidencial) postuladas sin que él ni ninguno de los “genios” que ha tenido alrededor se haya tomado la molestia de, en verdad, analizar a fondo su eventual viabilidad en México. Por mucho tiempo la “Reforma del Estado”, que él con su acostumbraba grandilocuencia tanto pondera, sólo sirvió para algunas photo opportunities y para mantener su nombre más o menos vigente en los periódicos, asunto que siempre lo ha obsesionado. ¿Por qué hay tan pocas notas mías, mano?, es la eterna pregunta que hace a sus colaboradores después de revisar los resúmenes de prensa. Es cierto que la Comisión de la que él forma parte actualmente mucho influyó en la confección de la reciente reforma electoral, pero dichos avances se lograron pese, y no gracias, a él, como bien lo saben quienes están involucrados en este tema.

A final de cuentas, Porfirio es lo que son la mayoría de los políticos y aquí y en todos lados: un hombre intelectual y espiritualmente muy pobre que ni siquiera ha sabido retirarse con dignidad. Por paradójico que parezca, su trágico-cómica postulación presidencial por parte del PARM en el 2000 demostró que su vanidad le ha hecho una gran traición a su autoestima, al hacerle perder el sentido del ridículo. Su presencia en el acto de festejo en el Zócalo tras el fracaso del desafuero de López Obrador, donde fue abucheado hasta la fatiga por las lúgubres bases perredistas, aniquiló la poca respetabilidad que le quedaba. Fue su absoluto acabose. Desde entonces sólo queda un bufón que nada más da para la risa y el escarnio. Tanta vanagloria acabó destruyendo su personalidad, como les sucede, tarde o temprano, a todos los narcisos
Decía yo que conocí a Porfirio hace 20 años. Muy pronto me desilusioné de él. Le reconozco sus meritos como rebelde y dicharachero, pero su mezquindad como persona mucho me hablo de lo poco que cabía esperar de los políticos. Mis experiencias posteriores al lado de hombres todavía más mediocres y obtusos no hicieron sino confirmar mis sospechas. Entendí algo: a los políticos, para sobrevivirlos, o se les adula y se entra en el juego de su egomanía, o se renuncia a tomarlos en serio, camino por el que opté con resultados que iré describiendo a lo largo de estas entregas semanales.

Próximo Capítulo: El PRD

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