jueves, 1 de noviembre de 2007

Parlamentarismo Vs Presidencialismo, sin Clichés


La actual discusión sobre reforma del Estado, la enésima, ha sacado a la palestra, una vez más, la posibilidad de modificar a fondo las prácticas y las instituciones políticas de nuestro país. En lo que se refiere al debate entre la idoneidad de los sistemas parlamentario y presidencialista, hay algunos comentaristas que se han pronunciado abiertamente por adoptar al sistema parlamentario. En un primer vistazo, parecería que tienen razón. De las veintidós democracias más estables existentes en el mundo, tomando como parámetro aquellas que han durado cincuenta años o más ininterrumpidamente, veinte son parlamentarias. Este dato algo nos tiene que decir. A primera vista parecería que el parlamentarismo presenta una mejor opción que el presidencialismo.

Quienes proponen la adopción del sistema parlamentario sugieren que así se superaría "la rigidez del presidencialismo" que "no permite el cambio ante situaciones de crisis". Un cambio en el sistema de gobierno fortalecería el andamiaje institucional del país interpretaría más eficazmente la pluralidad que, según ellos, priva en México.


Quienes respaldan la adopción de un sistema parlamentario al estilo europeo argumentan que ese sistema limitaría la inclinación al personalismo, y que es más flexible frente a situaciones de crisis, porque al permitir un recambio rápido del jefe de Gobierno evita el desgaste al que expone un mandato fijo, como el presidencial.

Y, en efecto, en América Latina ha habido varios ejemplos de estallido social que han desembocado en escandalosas renuncias presidenciales. Un sistema parlamentario, argumentan sus defensores, hubiera evitado esos traumas y hubiese logrado una transición más fluida a través de la elección de un nuevo jefe de Gobierno.

En la vereda de enfrente se ubican quienes entienden que un sistema parlamentario incrementaría la inestabilidad institucional porque brinda la posibilidad de cambiar de gobierno en cualquier momento con un simple realineamiento de las alianzas en el Congreso y, que en todo caso, es fundamental promover antes una profunda reforma al sistema de partidos para garantizar que estos sean verdaderamente representativos y responsables ante el devenir nacional.

También sostienen que los países latinoamericanos reflejan una tendencia histórica hacia los liderazgos fuertes, que se ve mejor representada con el presidencialismo de matriz norteamericana.

Sin embargo, el argumento “idiosincrático” ha perdido validez en los últimos años, justo por los fracasos de algunos presidencialismos. El planteo de que el presidencialismo forma parte de la idiosincrasia latinoamericana no se ajusta a la realidad, porque si el sistema fracasó en más de un siglo de vigencia quiere decir que no responde tanto a nuestros “impulsos profundos”.

El argumento que atañe al sistema de partidos es mucho más fuerte. El número de partidos que domina un sistema parlamentario es determinante en la naturaleza del funcionamiento de éste. Sistemas bi o tripartidistas suelen dar ejemplos de gobiernos parlamentarios que funcionan prácticamente como presidencialismos. Se cuentan a tá en figuras como Adenauer, Blair, Churchill, Olor Palme, Felipe González y Golda Meir como prueba de fuertes figuras más de tipo presidencial que del parlamentario.

En los sistemas pluripartidistas el tema de la gobernabilidad es mucho más delicado. En éstos muchas veces el gobierno depende de la participación de partidos medianos y pequeños que venden caro su apoyo para permitir la gobernabilidad. Los ejemplos de las tercera y cuarta republicas francesas y de la Italia de la posguerra nos hablan de lo peligroso que puede ser un sistema fragmentado. Por ello es imprescindible entender que partidos tenemos antes de proponer una adopción del sistema parlamentario
Si nos asomamos al caso mexicano nos daremos cuenta de la debilidad intrínseca del sistema de partidos. Tenemos a los tres hermanos mayores con una posibilidad cada vez más reducida a imponer disciplina de voto en el Congreso, y a un grupo de minipartidos que son tan irresponsables como poco representativos.
¿Se imaginan a Dante Delgado o al niño verde como las claves para formar una coalición de gobierno?

Los críticos del régimen presidencial señalan la necesidad de adoptar un sistema parlamentario puro parecido a los que funcionan en la mayor parte de Europa, o por lo menos a uno semipresidencial que se asemeje al francés, donde la primacía política transita cual péndulo del presidente al primer ministro, y viceversa, de acuerdo al partido que cuente con la mayoría en la Asamblea Nacional. Los más moderados proponen que únicamente se establezca la figura de “Jefe de Gabinete”, pero pocos explican cuales serían las características, alcances y –lo más importante- grado de responsabilidad ante el Congreso de la Unión que tendría dicho funcionario.

Al emprender el análisis de los diseños constitucionales vigentes actualmente en el mundo, es fundamental no perder de vista que ninguno es infalible. Todos enfrentan, en alguna medida, críticas de algún sector de inconformes, insatisfechos por alguna razón de la forma en que trabaja el sistema político. En algunos regímenes parlamentarios puros, como es el caso de Gran Bretaña y Canadá, los críticos señalan el excesivo poder del primer ministro, mientras que en otros, como Italia, Japón y la Francia de la III y IV Repúblicas no faltan –ni, en su momento, faltaron- los descontentos por la desmesurada influencia del parlamento. En la mayor parte de los sistemas presidenciales se habla de los inconvenientes y riesgos que encierra la posibilidad de arribar a un “punto muerto” constitucional en caso de que el parlamento este bajo el control de un partido opuesto al del presidente en funciones, y en varios regímenes semipresidenciales subsisten aún polémicas sobre quien de entre el presidente y el primer ministro debe poseer preponderancia en caso de cohabitación.

En sentido contrario a lo que creen muchos de nuestros “transitólogos”, la mera redacción de una nueva Constitución no remediara por sí misma todas nuestras dificultades en materia de gobernabilidad democrática. Instaurar de la nada un sistema parlamentario puro, semipresidencial o, “semiparlamentario”, lejos de contribuir al fortalecimiento de la incipiente democracia mexicana podría contribuir decididamente a arruinarla. La democracia no es un régimen perfecto y de hecho, como dijo Bryce, es el sistema político que más requiere de estadistas competentes para ser eficaz. Ningún mecanismo constitucional funcionará en México si no contamos con una clase política responsable, y si los partidos se empeñan en anteponer sus propósitos particulares al interés de la nación.

Hablar de un cambio radical de sistema político es sumamente riesgoso. Éste debe adaptarse paulatinamente a las nuevas necesidades del país. Pugnar por hacer imitaciones extralógicas de sistema vigentes en otras naciones, con diferentes antecedentes y bajo distintas realidades políticas sencillamente, es hacer demagogia. Sin embargo, esto no quiere decir que no sea necesario hacer ajustes a la Constitución tendientes a tratar de propiciar una mayor colaboración, o por lo menos una relación más armónica, entre los poderes Legislativo y Ejecutivo. Son varias las opciones, las cuales no se circunscriben únicamente a la discusión de adoptar un régimen político en su forma pura. Híbridos, combinaciones y la posibilidad de simplemente adoptar algunos rasgos específicos propios de otros sistemas deben ser puestos a consideración.

De entrada, habría que tener cuidado ante la posibilidad de que México se convierta a un sistema parlamentario puro. Nuestra añeja tradición presidencial es demasiado fuerte como para dejar de ser tomada en cuenta. Dicho esto sin desconocer que los excesos presidencialistas mucho daño han hecho al país en incontables ocasiones durante nuestra historia, y sin olvidar los argumentos (algunos válidos, otros no tanto) de Juan Linz, Arend Lijphart y otros destacados adeptos al parlamentarismo. Experiencias latinoamericanas recientes han demostrado que los sistemas presidenciales pueden explorar mecanismos eficientes para acotar el poder presidencial sin poner en peligro la gobernabilidad y, al mismo tiempo, evitar abusos en el ejercicio del poder. Asimismo, descartaría al sistema semipresidencial tal y como funciona -con una interesante variedad de matices- en varias naciones europeas, por corresponder éste mucho más a la tradición parlamentaria.

Me parece que la opción más sensata para México es la adopción de algunos rasgos propios de los regímenes parlamentarios los cuales, sin cambiar la esencia del régimen presidencial, coadyuven a reforzar una relación sana entre presidente y Congreso. Algunas naciones de América, región donde en mayor cantidad se concentran los regímenes presidenciales, ya han experimentado con la adopción de rasgos parlamentarios. Como lo han señalado Matthew Shugart y John Carey, los críticos del régimen presidencial “tienden a concebirlo como un régimen monolítico, cuando en realidad existe una diversidad institucional para hacer una relación más interactuante entre Legislativo y Ejecutivo”.

Fundamentalmente son tres los rasgos del régimen parlamentario que han sido adoptados por algunos sistemas presidenciales: aprobación de los miembros del gabinete por parte del Poder Legislativo, censura parlamentaria a los miembros del gabinete y –quizá la más original y significativa- nombramiento de un primer ministro –en Argentina, jefe de gabinete-políticamente responsable, en alguna medida, ante el parlamento.

Aprobación parlamentaria del gabinete
Un rasgo parlamentario adoptado por algunos regímenes presidenciales es la aprobación de los miembros de gabinete por el parlamento en pleno o por alguna de las cámaras del Congreso. El caso más célebre de esto lo ofrece Estados Unidos, donde los nombramientos de los miembros del gabinete deben ser ratificados por el Senado.

Concebido por los redactores de la Constitución norteamericana como una fórmula para reforzar el sistema de checks and balances entre los Poderes, la ratificación senatorial de los integrantes del gabinete presidencial rara vez ha provocado tensiones entre el Ejecutivo y Legislativo, a pesar de que en muy largas etapas en la historia de Estados Unidos el Senado ha estado dominado por el partido opuesto al del presidente. De hecho, son insólitas las ocasiones en que el Senado ha rechazado a un nominado. Sin embargo, desde el rechazo que el Senado hiciera de John Tower en 1989 como secretario de la Defensa de George Bush senior, las disputas en torno a las designaciones han intensificado. Según varios analistas, el mecanismo de confirmación se han sobrepolitizado, y no sólo en el caso de los miembros del gabinete, sino también en el de los jueces de la Suprema Corte de Justicia, lo que podría envenenar en el futuro la relación entre presiente y Congreso.

Otra nación presidencial que somete a la ratificación parlamentaria los nombramientos del gabinete es Filipinas. Una Comisión bicameral, integrada por senadores y diputados, es la encargada de dar su beneplácito o imponer su rechazo a los designados. Como en el caso de Estados Unidos, en Filipinas han sido raras las ocasiones en que un nominado es rechazado, aunque la conformación del parlamento filipino, que tiende a ser cada vez más multipartidista, podría cambiar esta tendencia.

Lo cierto es que de aprobarse en México la confirmación parlamentaria de los miembros del gabinete, éste debería dar lugar, muy probablemente, a la conformación de gobiernos de coalición en la dos o más partidos participarían en la integración del gobierno. La pregunta reside en saber si nuestros partidos, tan poco acostumbrados a la democrática costumbre de negociar y tan adictos, algunos, a la política del “todo o nada”, estarían dispuestos a negociar civilizadamente la formación de una coalición.

Hablando de coaliciones, vale decir que esta ha sido una de los rasgos del parlamentarismo más importantes que han sido adaptados por algunos regímenes presidenciales. Característica no formal del parlamentarismo, ya que en ninguna Constitución esta prescrita la necesaria formación de coaliciones, es la ausencia de mayorías absolutas el origen de la creación de alianzas entre partidos que se hagan responsables de la conducción del gobierno. En países presidenciales nada impide la integración de coaliciones como fórmula de ampliar el consenso político y garantizar la gobernabilidad democrática. Tal vez el mejor ejemplo de esto lo ofrezca Brasil, donde tanto el actual presidente, “Lula” Da Silva, como su distinguido antecesor, Fernando Henrique Cardoso, han demostrado una gran habilidad política en la conformación de gabinetes donde participan ministros procedentes de varios partidos aliados para llevar adelante al gobierno. Sin duda alguna las coaliciones son una de las salidas más viables al problema de gobernabilidad que se plantea en los sistemas presidenciales.

Voto de censura a miembros del gabinete.
Otra posibilidad es aplicar la censura parlamentaria a los miembros del gabinete presidencial. La idea está o ha estado vigente en algunas naciones de América bajo dos distintas modalidades: censura simple y censura restringida. La primera es la que permite provocar la dimisión de un ministro mediante el voto de la mayoría simple de los diputados, como sucede actualmente en Ecuador y sucedió en el Perú prefujimoriano y en Chile antes de 1925. La segunda impone condiciones especiales para que un ministro sea relevado. En Uruguay se necesita dos tercios de votos del total de los integrantes de la Cámara de Representantes; en Guatemala el presidente puede vetar una decisión de censura, precisándose entonces de una mayoría de dos tercios de los diputados para superar dicho veto; en Colombia se requiere que una décima del total de los integrantes de cualquiera de las cámaras legislativas presente una moción de censura contra algún ministro, y que esta sea aprobada por la mayoría absoluta del total de los diputados y de los senadores; en la Cuba prebatistana se imponían las mismas restricciones para censura a un ministro que las prevalecientes para hacer dimitir al primer ministro.


Primer ministro responsable ante el parlamento
Varias repúblicas presidenciales han experimentado con un primer ministro responsable ante el parlamento. No se debe confundir este procedimiento con semipresidencialismo, en virtud a que en este último, por regla general, el primer ministro tiene la preeminencia política sobre el presidente, y a que la responsabilidad tanto del jefe de gobierno como de los miembros del gabinete ante el parlamento es amplia. Solamente la Francia de la V República (en épocas de no cohabitación, y eso con sus matices) y, actualmente, Rusia son regímenes semipresidenciales que han conocido la preeminencia del presidente sobre el primer ministro.

En el caso de sistemas presidenciales con un primer ministro responsable ante el parlamento, la preeminencia política corresponde incuestionablemente al presidente y la responsabilidad del premier y del gabinete es bastante más limitada que en los sistemas semipresidenciales. Los casos más conspicuos de regímenes presidenciales con un primer ministro responsable ante el parlamento son la República de Corea (desde 1987 a la fecha) Argentina (desde 1994) y Cuba (Constitución de 1940). Sin embargo, y como trataré de explicar, únicamente el caso coreano aporta una experiencia verdaderamente significativa.

En Argentina el Presidente nombra y remueve libremente tanto al jefe de gabinete de ministros como a los secretarios de despacho. Sin embargo, el jefe de gabinete de ministros puede ser destituido también por una moción de censura aprobada por el voto de la mayoría absoluta de los miembros de cada una de las cámaras (senadores y diputados) condición que, evidentemente, dificulta formidablemente la posibilidad de un remoción y vuelve a este mecanismo parlamentario inoperante en la práctica. Los legisladores que redactaron las reformas constitucionales de 1994 pensaron que un jefe de gabinete podría contribuir a la gobernabilidad si se lograba que buena parte de la responsabilidad política recayera en un personaje que fuera concebido como un intermediario entre el Legislativo y el Ejecutivo. Pero las ingentes dificultades que, al final, se impusieron para lograr su censura evitaron que esta idea fructificara, tal y como lo comprobó la grave crisis política que estalló en el país del Plata a finales del 2001 que, como se recordara, desembocó en la renuencia a la presidencia de Fernando de la Rúa.

Un caso más certero lo daba la Cuba prebatistana, con un premier nombrado por presidente que podría ser removido por el parlamento unicameral, aunque sólo bajo las siguientes condiciones: no podía haber censura ni durante los primeros seis meses ni en el último semestre del mandato presidencial, que era de cuatro años. Evidentemente, la asunción de Batista como dictador dio lugar al abruto fin de este interesante sistema.

Desde la promulgación de la constitución de 1987, en la República de Corea el primer ministro es designado por el presidente con la aprobación de la Asamblea Nacional, y los miembros del gabinete son sujetos a nombramiento presidencial tras consultas con el premier, sin la intervención del parlamento. No existe, sin embargo, posibilidad de censura parlamentaria, y el primer ministro puede ser removido libremente por el presidente, aunque su suplente deberá ser aprobado por el parlamento. Este es el caso que ha presentado durante los últimos años las características más interesantes, y encierra experiencias que deberían ser muy tomadas en cuenta en nuestro país.

El sistema cobro pleno vigor y sentido cuando, en 1998, fue electo presidente Kim Dae Jung, cuyo partido no contaba con mayoría parlamentaria. Un complejo mosaico partidista prevalecía en el Legislativo. Kim Dae Jung (cabe decir que estamos hablando de uno de los grandes personajes del siglo XX) se vio obligado, durante todo su mandato, a designar primeros ministros que no pertenecían a su partido. Durante su administración, que duró cinco años, desfilaron ocho primeros ministros. Ello no fue óbice para que Corea del Sur superara exitosamente la grave crisis económica que la atosigaba desde 1997 y mejorara sustancialmente sus relaciones con el veleidoso y explosivo régimen de Pyongyang. Una lógica implacable privó en el país desde el primer minuto de la presidencia de Kim: el presidente dictaría las grandes políticas de Estado, sobre todo las concernientes a la política exterior, la defensa nacional y los esquemas de largo plazo de desarrollo económico y social; mientras que los primeros ministros se dedicaban a enfrentar los problemas políticos y administrativos cotidianos. Evidentemente, la mayor parte del desgaste recaía en el premier –prueba de ello es que fueron ocho personas las que ocuparon este cargo- cosa que permitió al jefe de Estado mantener más o menos indemne su posición política.

Este año, el sistema coreano se ha visto sujeto a mayores pruebas. El actual presidente, Roh Moo Hyun -electo en 2003- fue sujeto de juicio político (impeachment), acusado de violar la ley electoral en época de campaña. Aunque el mandatario logró superar la acusación gracias a una resolución a su favor dictada por el Tribunal Constitucional y podrá completar su mandato de cinco años, el Partido Del Milenio (que postuló a Roh a la presidencia), fue humillado en las elecciones parlamentarias celebradas en abril de 2004. Apenas ganó 10, escaños, mientras que un partido emergente originalmente de oposición, el Uri, logró ganar la mayoría absoluta. Es un hecho que el presidente pasará el resto de su período a un segundo plano, dedicado, en mayor o menor medida, a orientar algunas políticas de Estado e intentar ser árbitro supremo del sistema político. Ello, a pesar de que Roh anunció poco después de las elecciones su defección del partido del Milenio para ingresar al Uri. Todos los observadores de la política coreana coinciden en decir que la iniciativa política ha pasado al primer ministro y, con casi toda certeza, esta situación se mantendrá hasta el final del mandato de Roh.

Corea del Sur nos da un estupendo ejemplo de que es posible trabajar en un régimen esencialmente presidencialista con mecanismos propios del parlamentarismo, de tal manera que un presidente que no cuenta con mayoría absoluta en el parlamento tiene la capacidad de hacer más fluida la relación con los legisladores nombrando a un intermediario político, quien será el responsable principal del desarrollo cotidiano de la administración mientras él se dedica a las políticas llamadas “de Estado”. Este sistema ofrece también una salida en caso de que un presidente se vea gravemente limitado en sus alcances por alguna razón extrema, ya sea una grave derrota en las urnas o manifiesta incapacidad política.

Evidentemente, todas estas fórmulas son imperfectas y siempre entrañan riesgos de ingobernabilidad. En México, donde nos espera un largo proceso de negociación en torno al tema de la reforma del Estado, es imprescindible entender, de una vez, que no hay recetas mágicas, que los clichés y lugares comunes deben ser desterrados y que deben procurarse soluciones que sintonicen con nuestras realidades políticas. Asimismo, no deberá olvidarse que sin partidos responsables y sin una clase política competente, la democracia mexicana estará condenada a padecer problemas de ingobernabilidad, sean cual sean las fórmulas escogidas, y así bajaran ángeles del cielo a redactar nuestras leyes. Necesitamos políticos con grandeza, si tal cosa existe. Albert Camus escribió alguna vez que “Los hombres que verdaderamente poseen grandeza intrínseca jamás se dedican a la política”. Ojalá se haya equivocado.

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