viernes, 26 de octubre de 2007
El Oso Bruno: La Tragedia de un Outsider
Durante meses sufrí una persecución atroz. Como al áspero criminal de algún mal western, me querían vivo o muerto. Era el primer oso que vagaba libre en Alemania desde 1835. Había sido liberado por el gobierno de la provincia italiana de Trentino para tratar de repoblar los Alpes con nosotros los osos, animales ya casi extintos en Europa, que hace 300 años abundábamos en el viejo continente y a los que se nos ido aniquilando poco a poco. La idea era que yo no saliera de los confines del Alto Adigio, pero me rebelé y decidí cruzar la frontera italiana con Austria y durante las siguientes siete semanas viví una existencia idílica atravesando un total de 300 kilómetros entre los Alpes del Tirol austriaco y Baviera. Oso a fin de cuentas, me dediqué a cubrir mis necesidades alimenticias de carnívoro irremediable que soy con un par de docenas de ovejas, algunas cabras, un buen cuarteto de gallinas y, de postre, degusté la rica miel de los apicultores de la región. Pero, a diferencia del famoso “lobo de Gubbio” de la leyenda franciscana, aquel que “devoró pastores y fueron incontables sus muertes y daños”, yo jamás ataqué a ser humano alguno. No por bondad, mansedumbre o “civilidad”, sino por que su sabor es francamente malo. Por otra parte, y a diferencia de Gubbio, no encontré a un San Francisco de Asís que me redimiera y protegiera, sino sólo a burócratas obtusos y cazadores sedientos de sangre.
Las buenas conciencias bávaras se escandalizaron conmigo. No me perdonaron no saber reprimir mis instintos. Seguramente esperaban que me volviera vegetariano. “Deberían matarlo cuanto antes”, clamo indignada Eugenia Baudrexl, una piadosa anciana de 77 años. El mayor susto se lo llevó un austriaco que conducía por la zona y me atropello. Afortunadamente, yo salí ileso del percance y corrí en la dirección contraria. El conductor sólo tuvo que reparar el espejo lateral de su automóvil, pero ello no fue óbice para que el molesto coterráneo de Mozart (y de Hitler) demandara mi cabeza. El gobierno cristiano y demócrata de Baviera tomó entonces cartas en el asunto, creo un Consejo del Oso Problema (Bärfragesrat) y declaro a Bruno fugitivo. La noticia empezó a cobrar relevancia en un país, a la sazón, embriagado con las fiebres futboleras del mundial. Diecinueve por ciento de los alemanes pedía, como la dulce señora Baudrexl, que mataran de inmediato al oso problema, según una encuesta de Forsa, el instituto de opinión más famoso de Alemania, mientras un 69% se conformaba con ver a Bruno vivo, pero bajo estricto cautiverio.
Mi último ataque fue en Kreuth, a unos 70 kilómetros de Munich. En este típico pueblecito pintoresco “de casas de madera entre las montañas” me almorcé a dos ovejas, el peor ataque sufrido en la zona desde la II Guerra Mundial y, tal vez, desde la Guerra de Treinta Años e, incluso desde las invasiones de bárbaras. Los expertos se apresuraron a asegurar a los atribulados vecinos de que el cruel oso no volvería: "Como lo asesinos de alta escuela, sabe muchas mañas y nunca regresa a la escena del crimen", dijeron. Lo cierto es que las autoridades bávaras habían sido sorprendidas en pleno Mundial de Fútbol y sin experiencia reciente en manejo de osos salvajes. "Hemos tenido que establecer un protocolo de acción en sólo cuatro semanas", reconoció el H. Consejo del Oso Problema. Se pidió ayuda para capturarme a la Fundación Mundial para la Vida Salvaje (WWF) y se contrató a un equipo de expertos finlandeses con seis perros dueños de olfatos exquisitos. Pero mi rastro era difícil de encontrar en medio del caluroso verano que evapora muy rápido los olores y fatiga muy pronto a los perros.
Mi vida dependía de que los expertos lograran anestesiarme y trasladarme a una reserva ecológica para osos o devolverme a Italia, donde están mi madre y mi hermano. Pero se estableció un plazo fatal: si para el 27 de junio yo seguía fugitivo, entonces los cristianos y demócratas gobernantes de Baviera darían la orden de ejecutarme sumariamente.
Y así sucedió, apenas tras unas horas de vencido el plazo, me asesinó un cazador anónimo. Entonces, aliviadas las buenas conciencias, se desató por toda Europa un furor contra los asesinos. Pero la realidad es que la llamada civilización humana no toleró mi libre presencia en las cercanías de su tediosa cotidianidad. Era demasiado peligroso. Y si de por sí los humanos suelen ser implacables con los individuos de su especie que rompen las reglas y tratan de ser diferentes, ¿Por que iban a ser más tolerantes con la presencia de una “bestia”? De alguna manera, mi breve vida hizo eco y fue alegoría de la de los humanos rebeldes y atípicos que los snobs llaman outsiders. Yo estaba intrigado por las curiosidades de la civilización humana, pero no podía abandonar mis instintos primarios. Maté algunas ovejas, ataqué un par de gallinas y me serví, sin permiso, algo de miel directamente de los panales. Como a tantos otros díscolos traviesos e insumisos, los humanos me rechazaron y me condenaron a muerte para, eso sí, después consagrarme como a un héroe.
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