domingo, 28 de julio de 2019

No Hay Populismo sin “Pueblo”







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Con algunas variantes en los estilos y realidades locales Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa -los tres principales exponentes, hasta ahora, de la ola neopopulista latinoamericana- fueron electos en primera instancia para cambiar el statu quo y garantizar equidad social. 

Los tres lo pretendieron hacerlo mediante la relación directa y paternalista líder-pueblo, sin mediaciones organizativas o institucionales, donde los seguidores están convencidos de las cualidades extraordinarias del caudillo y creen en el intercambio clientelar como infalible fórmula para mejorar su situación.

También les fue común utilizar una retórica de ruptura y enemistad con un enemigo externo (el imperialismo)  e interno (la oligarquía criolla), y un discurso digno de la etapa de guerra fría el cual se antojaría obsoleto ante las realidades del siglo XXI, pero cuyo éxito consiste en la capacidad de verse reflejados como “redentores”. 

Estos líderes han trastocado los valores de la democracia. Triunfaron claramente en las urnas y recurren como gobernantes a las elecciones como un instrumento legitimador, pero han propiciado incontables acometidas contra las instituciones con un ejercicio arbitrario del poder, la personalización de la política y numerosas reformas legales y constitucionales tendientes a concentrar en sus manos el proceso de toma de decisiones.

Sobre todo, han demostrado ser adversarios jurados del pluralismo. 

En su lógica el caudillo está por encima de las reglas, del Estado de Derecho y de las instituciones, las cuales son primero utilizadas para después ser despreciadas.

Se trata de “alcanzar la hegemonía”, de acuerdo a los escritos del autor argentino Ernesto Laclau, principal doctrinario del neopopulismo, y también a la obra de quien fue su padre ideológico, el fundador del Partido Comunista Italiano, Antonio Gramsci.

La voluntad del Caudillo se  convierte en ley porque al ser él la genuina encarnación del Pueblo nadie ni nada hay mejor para distinguir lo justo de lo injusto, lo bueno de lo malo.  La desarticulación de las instituciones liberales y de la división de poderes se efectúa en aras del “proyecto de Nación”.

Pero no hay populismo sin “pueblo”, sin electores convencidos por la propaganda simplificadora y el discurso maniqueo diseñado para conectar con los sentimientos y las pasiones.

No hay populismo sin una masa ávida de proyectar sus frustraciones en un caudillo, de identificar autoridad con “mano dura”, de equiparar proyecto con revancha, desarrollo con asistencialismo y patriotismo con militancia.

Los líderes populistas latinoamericanos nos obligan a formularnos preguntas:

 ¿Realmente tenemos vocación por la legalidad y la democracia, o nuestras inclinaciones van por un gobierno vertical y suponen un íntimo fervor por el autoritarismo?

¿Somos racionales o preferimos la comodidad de creer en los prodigios del liderazgo carismático?

¿Somos ciudadanos plenos, cuidadosos de nuestras libertades y  responsabilidades, o tras la apariencia de “ciudadanía” ocultamos rezagos de viejas servidumbres?
Pedro Arturo Aguirre

Nunca sin el Rais




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Rais es el título aplicado en el mundo árabe desde tiempos inmemoriales a líderes, jefes y caudillos. Ser “El Rais” cobró un nuevo y poderoso significado tras el período de descolonización tras las Segunda Guerra Mundial, el cual vio ascender al poder a una generación de dirigentes carismáticos cuyos principales objetivos fueron consolidar a los nuevos Estados nacionales, separar la religión del Estado y modernizar sus naciones mediante una especie de “socialismo árabe”.

Los más destacados de estos dirigentes serían Gamal Abdul Nasser, el iraquí Karim Kassem, el sirio Hasem El-Atassi, el yemenita Abdala Al-Salal, el tunecino Habib Bourguiba, el argelino Ahmed Ben Bella y el mauritano Mouktar Ould Daddah. Se sumarían poco después a esta lista Hafez el Assad en Siria, un tal Saddam Hussein en Iraq y otro “tal”: el libio Muammar Khadafi.

Nacionalismo laico, socialismo a la árabe y odio a Israel fueron los códigos que identificaron a estos Rais, pero también el culto a la personalidad y la férrea dictadura de un hombre fuerte.

Por múltiples y profundas razones históricas y culturales los países árabes han sido particularmente proclives a fomentar la glorificación de sus líderes. Bien conocidas son las dificultades que el laicismo ha enfrentado en estas sociedades.

Se experimenta en los países musulmanes una formidable tensión histórica entre religión y política. Por ello los dirigentes poscoloniales optaron por relevar al canon religioso con un discurso nacionalista, en ocasiones ferozmente antiimperialista, y con un arraigado culto a la personalidad.

Pero los regímenes personalistas árabes fracasaron estrepitosamente en su intento de consolidar Estados funcionales y economías sustentables. Por eso Los hombres fuertes del mundo árabe sufrieron una hecatombe en 2011 con la primavera árabe, la cual barrió con las dictaduras de Túnez, Libia y Egipto, provocó la cruenta guerra civil siria y puso a temblar a todos los regímenes personalistas de la zona.

Un reverdecer democrático parecía apoderarse de Oriente Medio, pero al poco tiempo el gozo se fue al pozo. La cadena de protestas que azuzaron las esperanzas democráticas en esta zona del mundo se convirtió, al poco tiempo, en un amasijo de conflictos, guerras civiles crisis, retorno de dictaduras surgimiento de fundamentalismos religiosos y graves problemas económicos.      

El pasado 2 de abril renunció, tras dos décadas de gobierno, el anciano y enfermo presidente Abdelaziz Bouteflika. Argelia llega tarde a la famosa primavera árabe. Corrupción y malos gobiernos han asfixiado al país. Ahora cabe preguntarse sobre su futuro. Muchos anhelan el arribo de una democracia pluralista, pero otros temen el estallido de una nueva guerra civil, como la azuzada en esta nación en los años noventa por los fundamentalistas musulmanes. Sin embargo, el ejército difícilmente soltará las amarras del gobierno. Se vislumbra en el horizonte argelino el ascenso de un nuevo Rais.
Pedro Arturo Aguirre

Oposiciones Débiles y Fragmentadas




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Ayer en Israel las urnas arrojaron un reñido resultado, pero muy probablemente Benjamín Netanyahu sea capaz de permanecer en el poder. La semana pasada el partido de Erdogán sufrió severas derrotas ante la oposición en las principales ciudades turcas. En Hungría, crecen las protestas contra Orbán. En Rusia, la popularidad de Putin mengua. Y de la tragedia venezolana en el largo ocaso del chavismo ya ni hablemos.

Todos estos casos son emblemáticos de como el poder de los hombres fuertes empieza a erosionarse solo después de pasar antes muchos, muchos años. Y ni siquiera crisis aparentemente irresolubles pueden llegar a ser definitivas si no hay una oposición capaz de aprovecharlas bien.

Los liderazgos populistas y nacionalistas actuales se aseguran al llegar a los gobierno de implementar los más rápido posible medidas diseñadas a favorecer el ejercicio concentrado del poder, pero para ello suelen ser favorecidos por un ambiente previo donde jamás llegó a consolidarse una democracia eficaz con sistemas de partidos fuertes y representativos.

Democracias meramente formales se corrompieron y fracasaron en resolver los problemas reales y cotidianos de la gente. En la mayoría de los casos, los países donde hoy se experimenta un resurgimiento del autoritarismo fueron democracias efímeras con partidos políticos transformados en maquinarias electorales más pragmáticas y bien organizadas como estructuras, pero poco identificadas con puntales filosóficos básicos y cada vez más alejados de los electores a quienes debían representar.

Sistemas de partidos, en general, de baja calidad, conformados por organizaciones sin proyecto y ni audacia, restringidos únicamente a la tarea de renovar élites y elencos, lo cual propició una pérdida de credibilidad en las instituciones y una devaluación generalizada de la política.

Por eso los autoritarios hoy proliferan y se conservan largo en el poder merced a oposiciones desprestigiadas. Hoy, fuera del gobierno, se les complica reconstituirse en mayoría o en un contrapeso eficiente porque, en realidad, nunca lo fueron.

Con el binomio líder dominante/oposición fragmentada y débil la competencia democrática se elimina y perjudica la alternancia al punto de impedirla. Se construye entonces el mito: en países con debilidad partidaria, la presidencia dominante es la única garantía de gobernabilidad.

Reducidos a la impotencia, los partidos de oposición tienen pocas y tristes opciones para enfrentar con eficacia al hombre fuerte. Incapaces de hacerlo por sí mismos, por lo general terminan formando disímbolas e infructíferas coaliciones, cuando no, de plano, son cooptados por el poder. Otra opción es encontrarse en el camino con alguna figura carismática, en loor a una mayor personalización.

Pero el problema es más profundo. Para superar de forma genuina la actual ola populista, los liberales tienen la difícil tarea de erigir democracias no solo como un andamios institucionales, sino también como sistemas capaces de impulsar transformación social y redistribución de oportunidades.
Pedro Arturo Aguirre

Evo Morales y el Victimismo Histórico


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Los líderes populistas, sean de izquierda o derecha, tienen como características comunes adular al votante con simplificaciones intelectualmente primarias, ofrecer promesas imposibles de cumplir, recurrir a un discurso confrontacionista y hacer de los mitos del victimismo histórico recursos instrumentales en su ejercicio político.

La memoria selectiva y la manipulación del pasado bajo esquemas maniqueos son esenciales en la narrativa populista porque refuerza la división pueril de la sociedad en “nosotros, los buenos” frente a “ellos, los malos”.

Dentro de la lógica victimista latinoamericana la reivindicación indigenista es parte primordial. Por eso Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y otros dirigentes más de la región la han utilizado de forma habitual. Ven en los indígenas, tradicionalmente los grupos más marginados de nuestras sociedades, parte medular de su clientela político-electoral.

El mejor ejemplo reciente de la demagogia victimista lo ha ofrecido el presidente boliviano Evo Morales, quien desde el principio de su carrera política ha explotado una visión conspirativa de la historia, la cual atribuye todas las desgracias de los indígenas bolivianos a los “quinientos años de postración colonial”.

Evo ganó las elecciones con un altisonante nacionalismo indigenista. Todo el tiempo habló de descolonización, desagravio, reparación, defensa de la Pachamama (madre tierra), etc. Palabras y conceptos huecos de contenido y banalizados a fin de evitar una reflexión a fondo de cómo emprender un auténtico proceso de descolonización mental, económico y cultural.

Ah, pero ya en el poder, la estrategia económica de Evo ha seguido, en lo sustancial, las pautas características del desarrollismo capitalista y de la denominada “línea industrialista-extractivista”, con un protagonismo central en él del capital transnacional. Por ejemplo, empresas chinas desarrollan proyectos por 7 mil millones de dólares.

La “nacionalización de los hidrocarburos”, decretada por Evo hace algunos años, fue en realidad una simple renegociación con las transnacionales petroleras.

Evo ha impulsado gigantescas obras de infraestructuras, siempre en el marco la economía de libre mercado y también en atención a sus necesidades clientelares.

Mediante varios decretos eliminó la protección de parques nacionales para permitir allí tareas de exploración y explotación de petróleo y recursos minerales.

Significativo en todo esto es el caso de la construcción de una carretera a través del territorio indígena conocido como Tipnis, donde reside un tercio de todas las especies de flora y fauna bolivianas.

En  2011, cientos de indígenas fueron reprimidos por oponerse a dicha obra, la cual quedó suspendida. Pero hoy Evo, quien pretende reelegirse por cuarta ocasión en 2020, insiste en el tema.

Por cierto, la construcción de la carretera permitiría a los campesinos cocaleros, aliados históricos del presidente, expandirse e iniciar la explotación de madera.

Total, no le costaría mucho al hombre fuerte de Bolivia incumplirle promesas a la Pachamama: ella no tiene carnet electoral.
Pedro Arturo Aguirre

Guerra Contra la Sociedad Civil




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En las naciones con regímenes crecientemente autoritarios, cuyo número se incrementa constantemente en este atribulado planeta, los Organismos No Gubernamentales (ONGs) y la sociedad civil representan, en buena medida, las últimas voces libres e independientes. Por eso, los hombres fuertes les han declarado la guerra.

El control de estas entidades es el último escalón en la instauración de gobiernos sólidamente personalizados, después de debilitar los controles y equilibrios de la democracia y la división de poderes mediante cambios constitucionales, minar a los medios de comunicación críticos y alterar el sistema electoral para beneficio del partido en el poder.

En Rusia, Vladímir Putin firmó hace unos años una ley para poder declarar como “indeseables” a organizaciones no gubernamentales extranjeras y a sus representantes. También castiga incluso con penas de prisión a quienes colaboren con ellas. Según estas disposiciones, el fiscal general  tiene la facultad de tomar las decisiones en este tema bajo vagos preceptos de “la seguridad del Estado, la defensa nacional, el orden público o la salud general”.

En Polonia, el año pasado fue promulgada una ley de ONGs gracias a la cual el gobierno nacional centralizará y tendrá el control directo de su financiamiento, a la  vez de limitar la posibilidad de obtener recursos de fundaciones extranjeras e instituciones privadas.

En Hungría, el primer ministro Viktor Orbán, quien se ha declarado abiertamente como “Iliberal”, impulsó la promulgación de una nueva Constitución  hiperconservadora y a contrapelo de los preceptos básicos de la Unión Europea para desmontar instituciones y borrar los frenos y contrapesos al Poder Ejecutivo.

Obviamente, su fórmula para erigir una dictadura incluye legislaciones para limitar sustantivamente las actividades de las ONGs y de la sociedad civil, pero con la variante de señalar claramente  un “gran villano” al cual responsabiliza de tratar de desestabilizar a su gobierno mediante la financiación de éstas: el magnate húngaro de origen judío George Soros.

Las ONGs apoyadas por la fundación de Soros, Open Society han expuesto y cuestionado la corrupción y disfuncionalidad del régimen. Orbán apela a las teorías conspirativas para perseguirlas. De Soros dice cosas como: “Pretende meter en Hungría a millones de africanos, “es el hombre más peligroso del mundo”, “es satán”, “es nazi y se hizo rico delatando a otros judíos durante la guerra”, “es anticristiano”, “quiere que comamos insectos”.

El año pasado, el partido de Orbán organizó una campaña para  “desenmascarar” un supuesto complot Soros/UE para introducir en Hungría a miles de refugiados. Durante semanas las calles se llenaron de posters con el slogan “No dejes a Soros reír el último”.

Para los aspirantes a dictador cualquier recurso es bueno en sus esfuerzos por socavar a las ONGs. Prefieren tratar con clientelas, no con ciudadanos, y hablar de “Pueblo”, no de sociedad civil.
Pedro Arturo Aguirre Ramírez

El Presidente más Popular del Mundo




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El presidente más popular del mundo es un hombre orgullosamente rústico, esencialmente inculto y socialmente resentido. Nació en una de las regiones más pobres de su país y llegó a la presidencia con un poderoso discurso de denuncia contra las élites, la corrupción y los políticos tradicionales.

Se trata de un político nato, hábil, abiertamente descarado en sus métodos ajenos al pluralismo y carentes de una genuina agenda ideológica o programática, más allá de un resuelto voluntarismo.

Rodrigo Duterte ganó abrumadoramente la presidencia de Filipinas en 2016 como candidato independiente. Aprovechó muy bien el profundo descontento del electorado filipino con la corrupción e ineficiencia de los llamados “Trapos” (Traditional Politicians), como los llaman allá.

La aparición de un hombre tan pedestre como Duterte fue una violenta bofetada para la oligarquía filipina. De repente, llegó a la presidencia un bárbaro cuyas vulgaridades serían consideradas tremendas incluso en boca de un mecapalero.

Ha bromeado con el tema de las violaciones y el acoso a las mujeres, llamó “hijo de puta” al Papa Francisco y “estúpido” a Dios en un país profundamente católico, insultó a las Naciones Unidas y a la Unión Europea y negó la humanidad de traficantes de drogas y drogadictos. "Olvídense de los derechos humanos…”, espetó durante su campaña electoral, “…voy a descuartizar criminales delante de ustedes". 

De acuerdo con Human Rights Watch, ya son más de doce mil las ejecuciones extrajudiciales. Esta contabilidad considera también a víctimas inocentes. El presidente acaba de retirar a su país de la Corte Penal Internacional. Por algo será, ahí se juzgan crímenes contra la humanidad.

También Duterte apela al nacionalismo. Propone cambiar el nombre del país a Maharlika para “borrar la herencia colonial española”.

Hoy, a dos años y medio de su arribo al poder, encuestas comparadas colocan a Duterte como el presidente más popular del mundo, pese a su cruenta guerra antidrogas, una inflación al alza, la constante devaluación de la moneda, una relativa desaceleración de la economía, escasos resultados en los combates a la corrupción y la pobreza, y el estancamiento de un ambicioso plan de construcción de infraestructuras.

¿Cuál es la razón, entonces, de su incombustible popularidad? Las polémicas salidas de tono de Duterte son percibidas por sus seguidores no como vulgaridades y diatribas indignas de un hombre de Estado, sino como expresiones honestas y espontáneas de alguien esencialmente idéntico a cualquier ciudadano de a pie, muy diferente a algún miembro de la elite gobernante (uno de esos despreciados “trapos”) o un intelectual lejano al pueblo. De ese tamaño es el odio ganado a pulso durante muchos años por la oligarquía filipina.

El tiempo dirá por cuánto tiempo más la magia de la incorrección política logra eclipsar a la incompetencia en la gestión gubernamental.
Pedro Arturo Aguirre

Limitar a los Hombres Fuertes




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Malos días para algunos hombres fuertes. Donald Trump fue vapuleado con la dura comparecencia de su ex abogado Michael Cohen ante el Congreso, la polémica en torno a su declaratoria de emergencia nacional como estrategia para construir su anhelado muro y el incremento de las denuncias contra sus numerosos abusos de poder.

Los demócratas hicieron aprobar una resolución contra la declaratoria de emergencia en la Cámara de Representantes y ahora obligarán a los republicanos del Senado a definirse en un tema para ellos sumamente divisor.

Además, la oposición ha iniciado investigaciones parlamentarias sobre las flagrantes violaciones e ilegalidades del presidente infringidas en sus constantes embates contra los tribunales, el Departamento de Justicia, el FBI y los medios de comunicación críticos.

Trump encarnó en su campaña electoral a un personaje cuya a riqueza y audacia lo eximían de los rigores y códigos de conducta normales, y ello incluía los mecanismos institucionales característicos de la democracia norteamericana. 

Tanta transgresión nos hizo preguntarnos: ¿de verdad la democracia norteamericana está firmemente arraigada? ¿su vigorosa vida institucional, con sus jueces, sus partidos su Congreso y su opinión pública evitará la entronización de un autócrata? Al parecer, la respuesta es sí.

Por su parte, en Israel, a punto de cumplir diez años ininterrumpidos en el poder aliado a la derecha más xenófoba, Benjamín Netanyahu ha sido indiciado por la fiscalía general por tres casos de corrupción. Ello, aunado a un informe de ONU el cual señala al ejército israelí como responsable de crímenes de guerra en Gaza, debilita considerablemente la posición de este gobernante intransigente y racista de cara las elecciones legislativas a celebrarse el próximo 9 de abril.

En la India también habrá pronto elecciones, y el primer ministro Narendra Modi, quien gobierna desde 2014 con una portentosa mayoría absoluta parlamentaria obtenida con un discurso vigorosamente nacionalista y una campaña muy personalizada, salió mal parado de su reciente encontronazo con Pakistán.

Asimismo, su partido fue derrotado en diciembre en las elecciones locales celebradas en varios de los estados más importantes del país. La opinión pública castigó, así, en las urnas varias malas decisiones económicas y políticas tomadas recientemente por su gobierno. Podrán servir para ganar elecciones, pero no basta con la demagogia nacionalista y el carisma para gobernar bien a India.

Trump, Netanyahu, Modi. Tres políticos capaces de triunfar en las urnas como “hombres providenciales” en naciones de fuerte tradición democrática y vigorosa vida institucional. Líderes sagaces, diestros en canalizar la rabia y los miedos de sus compatriotas. Personajes dueños de una clara vocación autoritaria.

Afortunadamente, aunque no sin algunos trompicones, los contrapesos de las tres democracias donde gobiernan sí están funcionando para acotar a gobernantes quebrantadores del Estado de derecho y para servir de referencia mundial en el establecimiento de límites efectivos al ejercicio arbitrario del poder.
Pedro Arturo Aguirre

Venezuela, Seis Años Después




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Seis años de la muerte de Hugo Chávez. Seis años de endiosamiento de este dictador mediante un  cada vez más intenso culto a la personalidad. Las obvias deficiencias del liderazgo de Maduro han provocado esta necesidad. Mientras más grave es la crisis, más presente está el comandante fallecido.

Se alimenta la leyenda de Chávez con los excesos más absurdos. Ya en vida, el culto al presidente era vigoroso, pero se convirtió en adoración cuasi religiosa durante su enfermedad terminal y se incrementó aún más tras su muerte.

“Chávez nuestro que estás en el cielo… venga a nosotros tu legado para llevarlo a los pueblos… danos hoy tu luz para que nos guíe todos los días y no nos dejes caer en la tentación del capitalismo, más líbranos de la maldad, oligarquía y el delito del contrabando, por los siglos de los siglos”, así reza el irrisorio padrenuestro de los miembros del partido oficial venezolano (el PSUV).

El natalicio y su muerte del adalid bolivariano ya están incluidos en las efemérides escolares. El famoso “Libro Azul”, compendio de los más profundos pensamientos del líder, es oficialmente descrito como ““un legado hecho Patria” y  difundido entre los venezolanos como un “crisol de un pensamiento propio, surgido de una disyuntiva existencial auténtica en su venezolanidad, donde irrumpieron las ideas que llevaron adelante el Proyecto Bolivariano, ahora plasmadas en el eterno presente sobre las páginas de un texto vital para el futuro del proceso revolucionario”.

Hace un año, en ocasión del quinto aniversario de su muerte, la televisión oficial estrenó el documental Chávez Infinito descrito como “Una mirada retrospectiva y profunda sobre la Revolución Bolivariana, respuesta a la creciente oleada liberal que busca desacreditar los esfuerzos del proceso de consolidación de la Patria Grande”

Pero el legado de Chávez no es solo culto a la personalidad, sino una pavorosa crisis social, económica y humanitaria. 

Hoy, seis años más tarde, la dictadura ha demostrado tener una insólita capacidad de supervivencia. Con el fracaso de la entrada de la ayuda humanitaria quedó clara la actitud de la cúpula militar como, todavía, la principal valedora de la presidencia Maduro.

Las opciones de Juan Guaidó se estrechan. Reconocido como presidente interino por más de cincuenta países, ha decidido apostar al factor internacional y con Maduro convertido en un paria pide al mundo “considerar todas las cartas", incluso una intervención militar, mal vista por la Unión Europea, Canadá y varios países de América Latina.

Queda la trágica opción del desgaste: multiplicar las sanciones internacionales, acelerar la lenta e incierta asfixia económica,  confiar en la paciencia y sabiduría de la oposición venezolana (tan dada a dividirse y desanimarse) y, quizá, esperar una eventual fractura del chavismo para dar lugar a un voto revocatorio o un adelanto electoral.

Pero todo esto significa tiempo, demasiado tiempo.

 Pedro Arturo Aguirre

Autoritarismo y “Renacer Religioso”




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Elemento fundamental en el ascenso y consolidación de los actuales caudillos iliberales es su capacidad de conectar con los sentimientos de la llamada “nación profunda” al explotar factores romántico-irracionales como el nacionalismo, la historia mítica y las identidades comunes.

Obviamente, dentro de esta lógica no se excluye a la manipulación  de las creencias religiosas.

Los demagogos son  expertos en apelar a la irracionalidad para explicar de forma simplista realidades excesivamente  complejas, señalar la “insolidaridad” de las soluciones técnicas, acusar la “insensibilidad” de las políticas modernizadoras y desacreditar una creación esencialmente racionalista como es la democracia contemporánea.

Lo más importante en esta estrategia es extirpar en la mayor medida posible a los procedimientos racional-deliberativos del sistema de gobierno.

La permanente alusión a valores religiosos como fuente de inspiración política pretende fortalecer la legitimidad del líder al identificarlo con las creencias tradicionales y construir una  “ilusión de la cercanía” entre el caudillo y el pueblo.

Congraciarse con los electores recurriendo a los sentimientos, prejuicios, odios y temores es una añeja fórmula para los políticos evasores del análisis objetivo de gestión, infructuosos en cuanto a resultados concretos de gobierno y alérgicos a la molesta rendición de cuentas.

Por eso los hombres fuertes de hoy son hombres de religión.

Intensa y poco sorpresiva es la devoción del primer ministro de la India, Narendra Modi, y el presidente turco Recep Erdogan, cuyos partidos son abiertamente religiosos.

Muy cercano a la Iglesia católica lo ha sido siempre el anodino mandamás polaco, Jaroslaw Kaczynski, quien hace pocos días hizo nombrar a Jesucristo “Rey Eterno de Polonia”.

Bien conocida fue la influencia del voto evangélico en el triunfo electoral en Brasil de Jair Bolsonaro.

Más sorprendente fue la conversión del líder húngaro Viktor Orban, quien empezó su vida política como liberal y ahora  se describe a sí mismo como un baluarte del cristianismo.

Inverosímil adalid cristiano es el gran pecador Donald Trump, quien ha promovido como nadie la influencia en el gobierno de la derecha evangélica.

Vladimir Putin pasó de ateo agente de la comunista KGB a, como presidente, piadoso aliado y sostén de la iglesia ortodoxa rusa. 

Pero lo más sorprendente de este resurgir místico en la política mundial es oír a los populistas latinoamericanos pretendidamente “de izquierda” constantemente exaltar y hacer suyos valores religiosos.

Ha sido el caso de Chávez, Maduro, Correa, Morales, Ortega y un creciente y abrumador etcétera.

O, quizá, no debería sorprendernos tanto. En el populismo están presentes ingredientes religiosos como la intolerancia, el dogmatismo y la elevación mística de un líder providencial.

Eso sí, ausentes por completo están en estos caudillos ideas características de la izquierda como fomentar la formación de conciencias individuales autónomas con tendencia crítica, y adoptar enfoques racionales, pluralistas y tolerantes ante los retos sociales.
Pedro Arturo Aguirre

El imposible regreso a un “pasado mítico”


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Vivimos el regreso de las facilonas retóricas nacionalistas de quienes odian todo lo cosmopolita, viven de adular “las nobles y sencillas virtudes del pueblo” y proponen una supuesta “regeneración”, la cual no es sino una nueva forma de aldeanismo.

Uno de los pilares en el enfoque de esta generación de líderes de clara vocación autoritaria y discurso patriotero es la constante exaltación de un “pasado mítico” donde las cosas eran supuestamente mejores y la nación era “grande y poderosa”, o al menos “más justa y feliz”.

Los hombres fuertes de hoy tienen una obsesión por la historia, Dicen encontrar en ella las “raíces”, lo más “auténtico”, lo más “puro”, la genuina identidad nacional arrebatada por las élites.

Pero la “Historia” (con mayúscula) de los demagogos es en realidad una fábula narrada en versiones simples y maniqueas.

La historia se convierte así en una especie de mitología ideada para sustentar la idea del “Pueblo” como una “totalidad”, encarnación del bien y la virtud, la nación con sus rasgos eternos y definitivos. Fuera de él se incuba el mal, la enfermedad que ataca al sano organismo comunitario.

Obviamente, estas restringidas versiones de la historia son excluyentes y no solo ante lo extranjero o lo cosmopolita, sino también con los elementos internos que no la comparten. Son impermeables al pluralismo.

Así tenemos la baladí promesa de Trump de “volver a hacer a América Grande” a base de la construcción de un muro, rearme nuclear y aislacionismo. Constante apelación nostálgica, irrealizable y peligrosa tanto para el orden interno como para el internacional.

Vladimir Putin emociona a sus votantes con la recuperación de la gloria imperial perdida e incluso no duda en capitalizar la memoria del periodo comunista como una etapa de “plenitud nacional, liderazgo incontestable y unidad ante el enemigo”.

El presidente turco Erdogan reivindica constantemente la grandeza del Imperio Otomano y presenta a la Turquía gobernada por él como su "natural continuación". Con ello el autócrata pretende encarnar la autoestima recuperada del pueblo.

Para los dirigentes del Frente Nacional, Francia ocupa un lugar “singular en Europa y en el Mundo”, porque es “un pueblo resultado de la fusión, única en sí, de las virtudes romanas, germánicas y celtas”.

El líder húngaro Orban esgrime la defensa de las herencias europeas y cristianas de su país en su lucha contra una pretendida invasión islámica.

Bien conocidas son las manipulaciones  y tergiversaciones grotescas de la figura histórica de Simón Bolívar de Hugo Chávez, así como los asertos maniqueos del indianismo de Evo Morales y Rafael Correa. Retórica de  nacionalista de rescate de la “grandeza histórica” están presentes también en Duterte, Netanyahu, Modi y otros casos de líderes dispuestos a “hacer historia” con el retorno a un pasado “magnífico”, pero ilusorio.
Pedro Arturo Aguirre