El presidente más popular
del mundo es un hombre orgullosamente rústico, esencialmente inculto y
socialmente resentido. Nació en una de las regiones más pobres de su país y llegó
a la presidencia con un poderoso discurso de denuncia contra las élites, la
corrupción y los políticos tradicionales.
Se trata de un político
nato, hábil, abiertamente descarado en sus métodos ajenos al pluralismo y
carentes de una genuina agenda ideológica o programática, más allá de un resuelto
voluntarismo.
Rodrigo Duterte ganó
abrumadoramente la presidencia de Filipinas en 2016 como candidato
independiente. Aprovechó muy bien el profundo descontento del electorado
filipino con la corrupción e ineficiencia de los llamados “Trapos” (Traditional Politicians), como los
llaman allá.
La aparición de un hombre
tan pedestre como Duterte fue una violenta bofetada para la oligarquía
filipina. De repente, llegó a la presidencia un bárbaro cuyas vulgaridades
serían consideradas tremendas incluso en boca de un mecapalero.
Ha bromeado con el tema
de las violaciones y el acoso a las mujeres, llamó “hijo de puta” al Papa
Francisco y “estúpido” a Dios en un país profundamente católico, insultó a las
Naciones Unidas y a la Unión Europea y negó la humanidad de traficantes de
drogas y drogadictos. "Olvídense de los derechos humanos…”, espetó durante
su campaña electoral, “…voy a descuartizar criminales delante de
ustedes".
De acuerdo con Human
Rights Watch, ya son más de doce mil las ejecuciones extrajudiciales. Esta
contabilidad considera también a víctimas inocentes. El presidente acaba de
retirar a su país de la Corte Penal Internacional. Por algo será, ahí se juzgan
crímenes contra la humanidad.
También Duterte apela al
nacionalismo. Propone cambiar el nombre del país a Maharlika para “borrar la
herencia colonial española”.
Hoy, a dos años y medio de
su arribo al poder, encuestas comparadas colocan a Duterte como el presidente más
popular del mundo, pese a su cruenta guerra antidrogas, una inflación al alza, la
constante devaluación de la moneda, una relativa desaceleración de la economía,
escasos resultados en los combates a la corrupción y la pobreza, y el
estancamiento de un ambicioso plan de construcción de infraestructuras.
¿Cuál es la razón,
entonces, de su incombustible popularidad? Las polémicas salidas de tono de
Duterte son percibidas por sus seguidores no como vulgaridades y diatribas
indignas de un hombre de Estado, sino como expresiones honestas y espontáneas
de alguien esencialmente idéntico a cualquier ciudadano de a pie, muy diferente
a algún miembro de la elite gobernante (uno de esos despreciados “trapos”) o un
intelectual lejano al pueblo. De ese tamaño es el odio ganado a pulso durante
muchos años por la oligarquía filipina.
El tiempo dirá por cuánto
tiempo más la magia de la incorrección política logra eclipsar a la incompetencia
en la gestión gubernamental.
Pedro
Arturo Aguirre