Difícil, muy
difícil resulta explicar la dilatada permanencia en el poder del desastroso régimen
chavista, causante de una catástrofe casi de proporciones bíblicas.
Venezuela ha
perdido desde el arribo de Maduro a la presidencia más la mitad de su PIB, la
inflación rebasó el año pasado el dos millones por ciento, la producción
petrolera es la mitad de la registrada en 2013, las reservas monetarias han
desaparecido, los índices de criminalidad
son monstruosos, la escasez es pavorosa y el éxodo de la población podría
alcanzar las cinco millones de personas en los próximos meses (ya van tres
millones) según cálculos de la ONU.
La
perdurabilidad de este régimen a todas luces infame se debe, en buena medida, a
la siniestra eficacia del aparato represivo, el cual cuenta con la cooperación
estratégica de la dictadura cubana, pero no podemos quedarnos solo con esa
explicación.
Las torpezas
e insuficiencias de la oposición han sido determinantes. El ascenso del
chavismo al poder fue posible gracias al desgaste de un sistema de partidos corrompido
e ineficaz. No se percibe aun en la mayor parte de la oposición venezolana un
ejercicio honesto de autocrítica sobre este fenómeno.
La
defectuosa democracia venezolana derivó en una sociedad polarizada, corrupción
rampante, mala distribución del ingreso y creciente distancia entre gobernados
y gobernantes. Lo mismo sucedió en la mayoría de las democracias hoy a la
deriva. Reconocerlo es el primer paso para la restauración de democracias más
genuinas y vigorosas.
Asimismo, desconcierta
la irracional división de la oposición venezolana, atrapada en absurdas
diferencias personalistas y estratégicas. El régimen de Maduro es muy impopular,
no hay duda, pero la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) no está mucho mejor.
La mayoría de
la población transita entre el repudio a Maduro y la desconfianza ante la MUD,
cuyos dirigentes han sido demasiado erráticos. Prueba de ello fue su
incapacidad de capitalizar el gran triunfo conseguido en los comicios
legislativos de 2015.
La oposición
a los regímenes autoritarios como el venezolano no puede ser meramente
electoral y exclusivamente contestataria. En Venezuela, quienes pretenden
reconstruir un sistema democrático plausible deben emprender la difícil labor
de establecer formas de comunicación permanente con toda la población
(incluidos los sectores chavistas) y saber plantear alternativas viables para
resolver los problemas de escasez, crisis económica e inseguridad.
El nuevo
mandato de Nicolás Maduro empezó con un repudio internacional generalizado. Podría
ser, esperemos, el principio del fin, pero de poco servirá si la oposición
venezolana no afina estrategias ni emprende una reconstrucción democrática
basada en la autocrítica.
Un principio
del fin con lecciones útiles para los demócratas en países con “hombres fuertes”
en el gobierno: poseer capacidad de autocrítica, no limitar la oposición a lo
meramente electoral, no caer en el juego de las polarizaciones y construir alternativas
sociales plausibles.
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