Shintaro Ishihara es un famoso escritor, ex alcalde de Tokio y polémico político nacionalista japonés que escribió a finales de los ochenta un controvertido libro que se llamó The Japan That Can Say No: Why Japan Will Be First Among Equals (El Japón que puede decir No: Porque Japón Es Primero entre Iguales), en el que urgía a Japón a abandonar la postura de sumisión que había mantenido respecto a Estados Unidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, reconocer que al ser el líder mundial indiscutible en el desarrollo de tecnología tenía la balanza del poder en sus manos y asumir las responsabilidades mundiales que correspondían a una gran superpotencia, incluidas las militares. Ishihara deploraba las limitaciones constitucionales que limitaban al poderío bélico japonés y exigía el rearme del país. En esos mismos tiempos algunos otros comentaristas más entusiastas aún que el propio Ishihara hablaron del inminente advenimiento de una Pax Nipónica, que sustituiría a la Pax Americana y que el mundo debería acostumbrarse a que su destino sería ser dividido en tres grandes zonas de influencia: la japonesa, la americana y la germana. Los motivos que impulsaban tan optimistas conclusiones eran el imparable auge de la economía –que a la sazón había sobrepasado a todo el mundo menos a Estados Unidos-, su aparentemente indiscutible primacía en el mundo financiero y su liderazgo en el desarrollo de tecnologías de punta.
Pero pronto se diluyó el espejismo japonés, primero
con una crisis política que evidenció un muy deficiente sistema político
plagado de corrupción, lucha entre clanes políticos, proceso de toma de
decisiones centralizado, excesivo aparato burocrático, etc.; y más tarde con la
aparición de una crónica crisis económica. En efecto, si en los años 80 la
economía japonesa crecía al 4 por ciento anual, mucho más rápido que el 3 por
ciento de los Estados Unidos, en los años 90 el crecimiento promedio de Japón
fue menos de la mitad del 3.4 por ciento de Estados Unidos y la situación en la
pasada década no mejoró en absoluto.
Hay tres explicaciones para el pobre desempeño
económico de Japón. Una es que el país todavía sufre por el colapso de una
burbuja financiera ocurrido a fines de la década del 80. La acentuada
declinación de los mercados accionario e inmobiliario a finales de ese período
dejó muchas bancarrotas financieras y un sistema bancario débil, agobiado por
malos préstamos. El gobierno japonés ha sido más bien ineficaz en arreglar ese
desorden y retrasó por casi una década la recapitalización de los bancos. La
segunda explicación es que la estructura económica del país asiático se volvió
rígida porque los intereses creados, sobre todo en los sectores de construcción
y servicios, están obstaculizando cambios estructurales urgentes. Y esto abre
paso a la tercera explicación: la parálisis política de un sistema al parecer
irreformable que contribuye de forma dinámica a la derrota del cambio
estructural.
El escenario económico actual de Japón presenta una
bolsa de valores demasiado volátil, la caída brusca del precio de la tierra, la
disminución del consumo y de las inversiones, quiebras de bancos y empresas,
bajos salarios por las bajas utilidades, la continuada apreciación del yen con
respecto al dólar (que trae como consecuencia una disminución de las
exportaciones japonesas), la deuda pública más grande del mundo (representa el
150% de su Producto Interno Bruto), estancamiento industrial y el traslado de
numerosas fábricas a otras naciones asiáticas.
Tampoco es muy brillante el panorama social japonés. Los suicidios y la criminalidad están creciendo alarmantemente, así como el desempleo (hasta hace poco un fenómeno inusitado en Japón). Se habla mucho de una crisis del sistema educativo y del aumento de la corrupción en muchas esferas. También preocupa el constante envejecimiento de la población frente a un bajo índice de natalidad, el incremento de la inseguridad laboral y, sobre todo, la obsolescencia de la ineficaz clase política.
Por último, el renglón político sigue siendo un fiasco. Los japoneses afirman, no sin razón, que su país en una potencia económica del primer mundo donde funciona un sistema político del tercer mundo. En efecto, a pesar de que en este país ha funcionado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial una democracia representativa intachable desde el punto de vista de las amplias libertades ciudadanas que permite y de la limpieza electoral con la que funciona, lo cierto es que la recurrencia de los escándalos de corrupción, la penetrante injerencia de los intereses empresariales y financieros en política y el antidemocrático predominio del aparato burocrático sobre los órganos de representación ciudadana han tergiversado los procedimientos democráticos y permitido que una gris clase política lleve a la deriva a un gran país que en los años ochenta apuntaba para ser la gran potencia mundial del siglo XXI.
Tampoco es muy brillante el panorama social japonés. Los suicidios y la criminalidad están creciendo alarmantemente, así como el desempleo (hasta hace poco un fenómeno inusitado en Japón). Se habla mucho de una crisis del sistema educativo y del aumento de la corrupción en muchas esferas. También preocupa el constante envejecimiento de la población frente a un bajo índice de natalidad, el incremento de la inseguridad laboral y, sobre todo, la obsolescencia de la ineficaz clase política.
Por último, el renglón político sigue siendo un fiasco. Los japoneses afirman, no sin razón, que su país en una potencia económica del primer mundo donde funciona un sistema político del tercer mundo. En efecto, a pesar de que en este país ha funcionado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial una democracia representativa intachable desde el punto de vista de las amplias libertades ciudadanas que permite y de la limpieza electoral con la que funciona, lo cierto es que la recurrencia de los escándalos de corrupción, la penetrante injerencia de los intereses empresariales y financieros en política y el antidemocrático predominio del aparato burocrático sobre los órganos de representación ciudadana han tergiversado los procedimientos democráticos y permitido que una gris clase política lleve a la deriva a un gran país que en los años ochenta apuntaba para ser la gran potencia mundial del siglo XXI.
Los problemas de Japón se agravaron en 2011 con la
triple tragedia terremoto-tsunami-crisis nuclear se ha hecho evidente como
nunca antes la mediocridad y falta de liderazgo de los gobernantes nipones.
Japón enfrentó mal al mayor desafío
desde la Segunda Guerra. El gobierno japonés se desempeñó de una manera
lamentable al exhibir desconcierto e impericia y desplegar una ineficaz y
oscura política de comunicación que recibió reproches de todo el mundo. Nunca
contó Japón en estas horas aciagas de una voz firme y dueña de plena
credibilidad capaz de tranquilizar a los ciudadanos, encabezar las labores de
rescate y orientar de forma persuasiva a la población. Lo único quedó claro es
que se mantienen la viejas rivalidades entre burócratas y políticos muy entre
diversos ministerios que tienden a funcionar como feudos individuales de sus
titulares.
Claro, no todo es tan negro para Japón, un pueblo
admirable que ha sabido levantarse de peores situaciones en el pasado. Pero sin
lugar a dudas en el futuro inmediato el sol naciente tendrá que profundizar los
cambios que le permitan a su política ser más eficaz y transparente y a su
economía mantenerse como una de las más productivas y competitivas del orbe. Y
si bien es cierto que nunca se debe descartar del todo a Japón, también lo es
que el sueño de Ishihara y los ultranacionalistas de ver a su país convertirse
en una gran superpotencia mundial compitiendo con Estados Unidos por el dominio
mundial ha pasado a ser sólo una anécdota.