En los últimos años había prevalecido el mito entre los círculos “progres” de todo el mundo de que Islandia se había convertido en una alternativa viable y “revolucionaria” frente a las políticas ortodoxas adoptadas por otros países europeos para luchar contra la crisis económica. El izquierdista gobierno islandés que había sido electo en 2009 se negó a pagar la deuda contraída pos los bancos, se propuso castigar a los responsables de la crisis y convocó a la redacción de una nueva Constitución. De inmediato muchos medios glorificaron estas decisiones, porque supuestamente demostraban que existía otro camino para las naciones en bancarrota en el que éstas fueran capaces de mandar al carajo a sus acreedores, nacionalizar los bancos, arrestar a los políticos y financieros presuntamente responsables de la crisis, convocar a la redacción de una nueva Constitución más democrática, condonar la deuda de los particulares y disfrutar – al poco tiempo- de una economía en crecimiento. Pues bien, todo esta aparente gloria no fue sino una gran mentira.
Muy poco de lo que se supone era el modelo islandés era cierto. Nunca hubo la tal revolución islandesa. En realidad, bastaba contrastar un poco las fuentes para descubrir que las cosas eran equívocas: Islandia no abandonó nunca al FMI, sí rescató los bancos, tanto políticos como banqueros fueron exonerados de toda responsabilidad y la negativa a pagar fue combatida por las distintas entidades acreedoras en los tribunales casi siempre éxito. Para colmo, el crecimiento logrado por Islandia de alrededor del 2% está basado en una peligrosa burbuja inmobiliaria y la nueva Constitución “más democrática” es prácticamente idéntica a la anterior salvo por la inclusión de algunas cuantas declaraciones nacionalistas, lo que confirma que tras el desahogo de las grandes manifestaciones verificadas en la isla tras el estallamiento de la crisis nunca hubo un verdadero proceso deliberativo para cambiar de raíz al sistema político.
El Estado islandés vio quebrar los bancos tras intentar un rescate en el cual las naciones europeas se negaron a cooperar. Se nacionalizaron temporalmente, como lo hubiera hecho cualquier gobierno en la misma situación. Hubo movimientos de protesta bienintencionados, pero que jamás pasaron de escucharse a sí mismos con una retahíla discursos antisistema. Se renovó parte de la clase política sin que un solo responsable político o financiero fuera a la cárcel. El tiro de gracia a la está farsa de revolución lo dieron los electores islandeses en las elecciones generales para elegir a un nuevo parlamento que se realizaron el sábado pasado (27 de abril) en las que la izquierda fue claramente derrota. Ahora volverán al poder precisamente los mismos partidos que fueron acusados de ser responsables de la crisis.
Triste es el drama islandés, ¡Y pensar que hasta hace no mucho la patria del gran Snorri Sturluson era considerada un modelo para seguir y un ejemplo de la moderna prosperidad de los últimos años. Impulsada por la expansión de su industria bancaria, que creció ocho veces por encima del PBI del país gracias a la llegada de capitales externos (atraídos por altos tipos de interés) y una política de compras de empresas sostenida con alto endeudamiento, la economía de Islandia creció en los primeros años del actual siglo a un promedio del 5% anual. Ese crecimiento económico consolidó aún más el bienestar de los islandeses, cuyos índices de calidad de vida eran destacados por organismos y fundaciones internacionales año tras año.
En 2008, año en que estalló la crisis, Islandia fue elegida por la ONU como el mejor lugar del mundo para vivir. También lideraba el llamado European Happy Planet Index, un índice que evalua la felicidad en los países europeos sobre la base de su expectativa de vida (que en Islandia es de 81,5 años, la segunda entre las más altas del mundo), la eficiencia en el cuidado del medio ambiente y la satisfacción de los habitantes por su calidad de vida, además de un índice de alfabetización del 99,9%. Y, como si esto fuese poco, este pequeño país, cuyo ingreso per cápita era a la sazón e casi 51,000 dólares anuales, también era considerado por la revista The Economistcomo el país más pacífico del mundo. Pero los islandeses construyeron su paraíso sobre la base del crédito y cuando éste se terminó y el Banco Central fue incapaz de suplir la falta de liquidez, la isla comenzó a vivir una terrible pesadilla, tan ardua como las eternas noches que vive durante meses este país tan septentrional.
Así, con este sombrío escenario de fondo, de Islandia solo nos quedan los versos de Jorge Luis Borges, cosas como "qué no daría por la dicha de estar a tu lado en Islandia bajo el gran día inmóvil y de compartir el ahora como se comparte la música o el sabor de una fruta”.
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