domingo, 28 de julio de 2019

Las Apuestas Geopolíticas de Vladimir Putin



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Vladimir Putin representa un caso singular de liderazgo autoritario. El personaje es frío y poco carismático. No es el ardiente populista triunfante en las urnas con discurso antisistema. Su ascenso, meteórico, se dio tras bambalinas.

Para subsanar sus carencias, el líder ruso construyó una autoridad basada en la imagen de un tipo duro y sin rodeos.

Durante sus primeros dos mandatos puso orden en un país a la deriva con la ayuda de los elevados precios del petróleo, principal producto de exportación nacional.

Pero tras su vuelta formal a la presidencia en 2012, Putin enfrentó crisis económica y creciente descontento. Fue entonces cuando jugo de manera definitiva a la carta del nacionalismo.

Comenzó un amplio programa de rearme y modernización de las fuerzas armadas. Enarboló como bandera la preponderancia de Rusia en el mundo y la restauración histórica de sus antigua influencia y tradicionales fronteras. Intervino en Georgia, Crimea y las regiones con mayoría rusa en el este de Ucrania.

También empezó a apostar fuerte en el escenario mundial, siendo Siria y Venezuela sus aventuras más destacadas.

Hoy Venezuela arde y Rusia amenaza, pero ¿De verdad, sería capaz de llegar a la guerra?

Mucho se juega Putin ahí, y no solo es una cuestión de cuantiosas inversiones, Venezuela es un valioso aliado en una región clave y también es un destacado miembro del club de naciones con “hombres fuertes” en el gobierno. Un dictador derrocado por su pueblo sería un mal ejemplo desde la perspectiva putinesca,

Porque Putin se empeña en  promover su modelo de gobierno, ese amasijo de nacionalismo mesiánico, velado (o no tanto) autoritarismo, ofuscado antiliberalismo y repudio del multilateralismo. Por eso es admirado por populistas a izquierda y derecha. Como se sabe, ha sido escandalosa la intrusión de Rusia en numerosos procesos electorales, así como la difusión de fake news mediante sus canales de comunicación globales.

Frente a las incertidumbres en Occidente, Putin y su creciente número de émulos pretenden el retorno a un “orden” internacional fundado en naciones con soberanías irrestrictas y gobiernos iliberales.

Este modelo en el caso de Rusia, potencia nuclear, es demencial sobre todo porque reposa en la voluntad de un solo hombre. Ni durante la Guerra Fría había tanto peligro. Los sucesores de Stalin tomaban en cuenta el contrapeso del Politburó y poseían una idea de coexistencia con el adversario. Putin es un megalómano dueño de un poder absoluto y dominado por delirios de grandeza. La historia enseña adonde pueden desembocar este tipo de gobernantes.
Muchos analistas consideran a la renqueante economía rusa como un firme obstáculo para las descabelladas ambiciones globales de Putin. “Gigante con pies de barro” le llaman a Rusia. Pero estos líderes suelen ser más peligrosos precisamente cuando se ven acorralados.  
Pedro Arturo Aguirre

viernes, 1 de marzo de 2019

Donald Trump y la Fantasía Voluntarista



                                                 
“La mayor parte de los males del mundo son propiciados
por quienes tienen las mejores intenciones.”
T.S. Elliot

Característica primordial de todo gobernante con instintos mesiánicos es creer en la fuerza de la voluntad personal como el gran motor transformador. El voluntarismo consiste en fabricar una imagen ideal de las cosas e investirla de un aura ética. Se cae así en la ilusión de vivir en un mundo “como creo debe ser” y no enfrentarlo como realmente es, con todas sus complejidades.

Atractivos han sido siempre los esquemas maniqueos y simplistas, sobre todo en épocas turbulentas.

La fantasía voluntarista anhela superar con su ímpetu a la realidad, por tanto odia a la lógica, la racionalidad y las soluciones técnicas. Las revoluciones sociales han de ser, ante todo, “espirituales”.

Mussolini fue uno de los grandes campeones del voluntarismo. Las cosas se pueden “porque sí”. La voluntad lo es todo. El líder representa la fuerza pura del bien. “La razón paraliza, la voluntad moviliza”, era una de las frases favoritas del Duce, quien  alguna ve escribió: “Queremos creer. La fe mueve montañas porque nos da la ilusión de que las montañas se mueven, y la ilusión es la única realidad de esta vida.”

Casos de gobernantes entregados a la fantasía voluntarista han abundado desde entonces. El populismo latinoamericano  ofrece los más vehementes ejemplos de movimientos fundamentados en la eterna ilusión popular de contemplar el arribo de un poder personal y paternalista capaz de resolver todos los problemas a golpe de voluntad.

Forja el voluntarismo la imagen del gobernante como un hombre “infinitamente bueno y sabio”, pero sus resultados han sido, invariablemente fracasos y catástrofes. Recuérdese, solo como algunos ejemplos, los Planes Quinquenales del peronismo, la Zafra de los 10 Millones de Fidel o el autarquismo económico de Franco. Mucho peores fueron la criminal colectivización forzada de Stalin o el pavoroso Gran Salto Adelante de Mao.

Con la nueva generación de “hombres fuertes” resucita el voluntarismo político.
Trump afirmó el día de toma de posesión ser el único capaz de resolver, él solo, todos los problemas de Estados Unidos (I alone can fix it).  Su vesánica idea del muro es buena muestra de arrebatado voluntarismo, y de cómo inevitablemente éste fracasa.
Un presidente cuyo mito de “genial negociador” se derrumba constantemente. Pocos ven en el muro una solución real a la inmigración ilegal o al contrabando de drogas, pero Trump se encapricha, como en tantos otros temas, y solo logra arrinconarse a sí mismo y exhibirse como un gobernante pueril y narcisista.

Vanas son las promesas de los voluntaristas: soluciones simples a problemas complejos, fin a las crisis y desigualdades, con beneficios sociales amplios (equiparables, digamos, a los de Escandinavia), en algunos casos sin inmigrantes y en otros “purificados” por la vía del buen ejemplo.

El Drama Venezolano…y sus Lecciones



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Difícil, muy difícil resulta explicar la dilatada permanencia en el poder del desastroso régimen chavista, causante de una catástrofe casi de proporciones bíblicas.
Venezuela ha perdido desde el arribo de Maduro a la presidencia más la mitad de su PIB, la inflación rebasó el año pasado el dos millones por ciento, la producción petrolera es la mitad de la registrada en 2013, las reservas monetarias han desaparecido,  los índices de criminalidad son monstruosos, la escasez es pavorosa y el éxodo de la población podría alcanzar las cinco millones de personas en los próximos meses (ya van tres millones) según cálculos de la ONU.
La perdurabilidad de este régimen a todas luces infame se debe, en buena medida, a la siniestra eficacia del aparato represivo, el cual cuenta con la cooperación estratégica de la dictadura cubana, pero no podemos quedarnos solo con esa explicación.
Las torpezas e insuficiencias de la oposición han sido determinantes. El ascenso del chavismo al poder fue posible gracias al desgaste de un sistema de partidos corrompido e ineficaz. No se percibe aun en la mayor parte de la oposición venezolana un ejercicio honesto de autocrítica sobre este fenómeno.
La defectuosa democracia venezolana derivó en una sociedad polarizada, corrupción rampante, mala distribución del ingreso y creciente distancia entre gobernados y gobernantes. Lo mismo sucedió en la mayoría de las democracias hoy a la deriva. Reconocerlo es el primer paso para la restauración de democracias más genuinas y vigorosas.
Asimismo, desconcierta la irracional división de la oposición venezolana, atrapada en absurdas diferencias personalistas y estratégicas. El régimen de Maduro es muy impopular, no hay duda, pero la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) no está mucho mejor.
La mayoría de la población transita entre el repudio a Maduro y la desconfianza ante la MUD, cuyos dirigentes han sido demasiado erráticos. Prueba de ello fue su incapacidad de capitalizar el gran triunfo conseguido en los comicios legislativos de 2015.
La oposición a los regímenes autoritarios como el venezolano no puede ser meramente electoral y exclusivamente contestataria. En Venezuela, quienes pretenden reconstruir un sistema democrático plausible deben emprender la difícil labor de establecer formas de comunicación permanente con toda la población (incluidos los sectores chavistas) y saber plantear alternativas viables para resolver los problemas de escasez, crisis económica e inseguridad.
El nuevo mandato de Nicolás Maduro empezó con un repudio internacional generalizado. Podría ser, esperemos, el principio del fin, pero de poco servirá si la oposición venezolana no afina estrategias ni emprende una reconstrucción democrática basada en la autocrítica.
Un principio del fin con lecciones útiles para los demócratas en países con “hombres fuertes” en el gobierno: poseer capacidad de autocrítica, no limitar la oposición a lo meramente electoral, no caer en el juego de las polarizaciones y construir alternativas sociales plausibles.

domingo, 13 de enero de 2019

Populismos de Izquierda y Derecha



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Empieza 2019 y con el año se suma en Brasil Jair Bolsonaro a la creciente lista de “hombres fuertes”.  

Muchos analistas ideologizados opinan que poner en el mismo saco a gobernantes de “derecha” como Bolsonaro, Erdogan, Duterte, Orban o Trump con los populistas latinoamericanos considerados “de izquierda” es una insensatez.

Consideran a los gobernantes de izquierda -autoritarios o no- invariablemente proclives a procurar una mejor redistribución de la riqueza, promover beneficios sociales, ser laicos, respetuosos con las minorías  y defensores del medio ambiente; mientras la derecha perpetuamente beneficia económicamente a las oligarquías y es religiosa, intolerante y poco interesada en el medio ambiente.

Sin embargo, la historia reciente desmiente esta dicotomía. Ni el populismo de izquierda es siempre laico, tolerante con las minorías y defensora del medio ambiente, ni el derecha renuncia a desarrollar políticas asistencialistas, que son eso -y no otra cosa- los programas de supuesta “distribución del ingreso” diseñados, en realidad, para la creación de clientelas electorales.

Las estrategias y políticas de los autoritarios actuales de izquierda y derecha son gemelas. Invariablemente hacen sentir al electorado como una perpetua víctima de las elites y de las clases políticas tradicionales.

Fomentan intensamente un voluntarismo irracional al renunciar a entender de manera objetiva las complicaciones de la vida, con todas sus enrevesadas contradicciones, para facilitar  el encumbramiento de promesas simplistas. El carisma, el maniqueísmo y el victimismo sustituyen así la incómoda necesidad de pensar. 

El caudillo de izquierda o derecha siempre dice: “Ha llegado la salvación, soy yo”. Es el mesías, el esperado, quien no puede llevar a cabo su misión redentora dentro de los lentos y controlados cauces de la institucionalidad democrática.
Caracteriza a los hombres fuertes de izquierda y derecha la promesa de volver a un “mítico pasado”, a una época perdida cuando, supuestamente, todo era mejor y más feliz.

También los asemeja su desinterés por la defensa global de los derechos humanos.
El populismo no es "ni de izquierda ni de derecha", es una doctrina sustentada por el lenguaje del agravio, centrada en identificar al enemigo, anti institucional, mesiánica e hipernacionalista. Impera siempre el discurso del odio, el rechazo frontal al “enemigo identificado”.

No entiende la política como un diálogo, sino como una lucha entre “leales” y “traidores”.

A final de cuentas terminan los populistas por renunciar al progreso social para favorecer a nuevos grupos dominantes y en apelar, sin escrúpulo ideológico alguno, a cualquier tipo de recurso para mantener el poder.

América Latina da de ello testimonio fehaciente. En años recientes hemos visto en el subcontinente casos inauditos de populistas de “izquierda” enfrentados con comunidades indígenas, supresores de derechos humanos y laborales, descuidados del Medio Ambiente, corruptos hasta la médula y recurrentes constantes de expresiones y actitudes religiosas e incluso chamanistas. 

*Publicado en el diario ContraRéplica el 9 de enero de 2019

60 años de Fiasco, Desaliento y Tiranía



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Seis décadas de revolución cubana y el sentimiento que priva tanto en la isla como fuera de ella es de duelo por un país estancado, pobre y rehén de una clase política envilecida e inepta.

Sorprende la persistencia de un proceso desde hace mucho tiempo desahuciado, de un fiasco sin paliativos cuyas características primordiales son la dictadura, la impericia administrativa, la corrupción rampante y una pavorosa anemia económica.

Sesenta años después, Cuba es un país donde el totalitarismo castrista impone hasta en los pequeños detalles de la vida cotidiana la asfixiante supremacía del Estado y su partido a una sociedad indefensa. Totalitarismo que se fundó en el carisma y las habilidades histriónicas de Fidel Castro, líder megalómano, impostor abanderado de una supuesta utopía socialista la cual terminó por ser un proyecto delirante y grotesco.

Desde sus primeros años el gobierno de Castro fue una decepción. Llegó al poder el demagogo proclamando promesas absurdas y metas quiméricas. La realidad se impuso, como suele hacerlo siempre.

La reforma agraria arruinó la industria agropecuaria cubana, la industria estatizada fue un fracaso colosal y mucho  de los logros sociales en educación y salud se alcanzaron en una sociedad que ya contaba con índices de desarrollo importantes en 1959. Floreció, eso sí la aparato militar, al grado de que Cuba sirvió de alfil soviético en algunos conflictos de la Guerra Fría, y los métodos de control social, los cuales hoy son ominoso producto de exportación, como le consta al no menos afligido pueblo venezolano.

Los éxodos de los años ochenta hicieron patente el fracaso de una revolución ya en ese momento decrépita. En los noventa, con el desplome del mundo comunista y la imposición del Periodo Especial, los cubanos se hundieron en una economía de subsistencia.

Pero el factor suerte también ha beneficiado al castrismo, primero con el absurdo empecinamiento del gobierno de Estados Unidos en continuar a todo trance el con el ineficaz y contraproducente bloqueo y, más tarde, con el ascenso al poder de Chávez, quien oxigenó al moribundo régimen cubano.

Tras el relevo de Fidel florecieron algunas esperanzas de cambio, pero pronto se vieron truncadas con el irremediable continuismo de Raúl. Apenas unas escasas y timoratas reformas económicas y algunos matices endebles de apertura social vieron la luz en estos tiempos. Algunos quedarán consagrados con la entrada en vigor de la nueva Constitución cubana, programada para entrar en vigencia en unas cuantas semanas, pero la esencia de un sistema de gobierno caduco, represor y medroso queda intacto.

Las seis décadas de revolución se celebran de maneras tristes en una isla hoy gobernada formalmente ya no por un Castro, sino por un gris apparatchik, Miguel Díaz-Canel. El desafío del nuevo gobernante es sacar del marasmo a un país en quiebra que pasó muy pronto de las grandilocuencias demagógicas a los escenarios desalentadores de los miles y miles que sobreviven gracias a las remesas de familiares radicados en el extranjero, de las calles oscuras y depauperadas, del desabastecimiento en las tiendas estatales y de una economía rezagada hace años con crecimientos anuales que apenas superan el 1%.

Cuenta Diaz-Canel como respaldos principales con la lealtad de las Fuerzas Armadas y la eficacia del aparato represivo. Corresponderá a la creatividad, capacidad de trabajo y, sobre todo, voluntad de pagar el precio de ser libres de los cubanos la posibilidad de darle a su nación un futuro viable y luminoso.

*Publicado en el diario ContraRéplica 3 de enero de 1019

Los Nuevos Cultos a la Personalidad



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Con los hombres fuertes vuelve también el culto a la personalidad, aunque con características acordes al discurso antielitista hoy en boga. Ya no se erigen estatuas del líder por doquier, ni se le glorifica a la manera de Mao, Stalin, Hitler o Kim il Sung. Los tiranos de antaño se endiosaban, los hombres fuertes de hoy (respetuosos, aún, de los rituales electorales) procuran fusionarse con “Juan Pueblo”.

Los hombres fuertes ofrecen liderar un “renacimiento nacional” en sus respectivos países a través de la fuerza de su voluntad y de amar y comprender al pueblo como nadie porque ellos también son pueblo, de hecho aspiran a ser El Pueblo.

Putin proyecta una imagen viril de torso desnudo, pero dueño de un sentido del humor digno del mujik más soez, el cual es descrito por los lisonjeros como “lenguaje elocuente, cargado de giros idiomáticos populares y comparaciones agudas”.

Los aduladores del presidente turco Erdogan lo proclaman “nuevo padre de la patria”, pero uno salido del pueblo, sencillo y cercano a las tradiciones musulmanas.

En Hungría, jerarcas de la iglesia cristiana describe a Orban como  “un ciudadano convertido en líder enviado para crear un país de honestidad, decencia y destino”.

Trump representa al tipo listo, exitoso y carismático, pero cercano al pueblo, y eso le da una connotación a  su culto a la personalidad como legitimador de todos sus dislates. Incluso, su torcida forma de ser es exonerada por fundamentalistas de la derecha cristiana, quienes advierten “el plan genial de Dios de usar a un pecador estándar en la salvación de Estados Unidos”.   

Hugo Chávez procuró en vida ser producto del pueblo y su perfecto representante, aunque su culto se convirtió en adoración cuasi religiosa tras su muerte.

En Bolivia, el “Museo de la Revolución Democrática y Cultural” está dedicado a exaltar el humilde origen indígena de Evo Morales, y su modesta infancia es ilustrada en el bonito libro para niños “Las Aventuras de Evito”.
De maneras sigilosas, pero constantes, todo culto a la personalidad pasa de ser un sentimiento espontáneo a una política oficial legitimadora de regímenes autoritarios.

Las nuevas tecnologías y modernos conceptos mercadotécnicos se suman a las viejas prácticas de aduladores y sicofantes para servir a los propósitos de los gobernantes megalómanos.

Vivimos una época de culto al líder quien, en el fondo, “es como uno”:  hombres del pueblo hechos a sí mismos, personas sencillas para fascinar a la gente sencilla pero, de alguna manera, señalados por la providencia. Seduce el desparpajo de los nuevos hombres fuertes, sus incorrecciones políticas, su chabacanería. 

Así sucede con Putin, Orban, Erdogan, Chávez, Evo -entre otros- y así será con los que, tristemente, se acumulen a la lista a lo largo de nuestro atribulado mundo en el futuro cercano.


*Publicado en el diario ContraRéplica 26 de diciembre de 2018

Hombres Fuertes


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En todo el mundo decae la democracia representativa y tenemos a hombres fuertes en el gobierno de cada vez más naciones. A partir de finales de los años noventa resurgió con ímpetu el populismo latinoamericano con personajes como Hugo Chávez, Daniel Ortega, Evo Morales y Rafael Correa. Al comenzar el nuevo siglo aparecieron personajes como Vladimir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Viktor Orban y Rodrigo Duterte. Todos fueron electos democráticamente en las urnas, pero han concentrado durante sus gobiernos un poder excesivo. 

Se ha inaugurado una etapa de incertidumbre global con un cambio de paradigma donde gobernantes con vocación personalista y talante autoritario se valen de los métodos de las democracias tradicionales y de los medios masivos de comunicación para llegar al poder y sostenerse indefinidamente en él. Si hasta el inicio del actual siglo liberalismo y democracia se habían sostenido como un binomio indisoluble, ahora vemos como se disgregan.

Tras la ola democratizadora que se experimentó tras la caída del muro de Berlín muchos pensaban que las dictaduras, los cultos a la personalidad y los “hombres fuertes” eran cosa del pasado. Pero contra los pronósticos de los más optimistas, el personalismo ha vuelto en iracunda vorágine. Casi siempre lo ha hecho con la pretensión de corregir graves desequilibrios sociales. Ante las transformaciones del mundo globalizado los ingresos y las perspectivas de futuro de la gente común se han estancado, si no es que reducido. 

La indignación cunde contra las elites y los “establishments”, pero también contra las instituciones de representación política.
Los hombres fuertes despiertan grandes ilusiones. Tienen en común la idea de que las cosas pueden cambiar a base de pura voluntad, por ello desprecian a las instituciones y no tardan en socavarlas. Convencidos de su capacidad única para canalizar las opiniones de la gente común, abuzan de las fobias nacionalistas, de la manipulación informativa y de la estrategia maniquea de culpar de todo mal a la oposición, a los inmigrantes, a los enemigos internos y externos y a todo tipo de apócrifos villanos.
El discurso de odio al que constantemente apelan los hombres fuertes se traduce en el aumento de la inestabilidad global y eso da lugar a una época cada vez más turbulenta. Son encantadores de serpientes, hábiles pescadores en ríos revueltos, pero también aprendices de brujo. 

Todo esto sucede, lamentablemente, con el acuerdo tácito de segmentos sociales que a lo largo del  planeta prefieren ver a dictadores en ciernes en el gobierno como una supuesta mejor opción frente al miedo, la desigualdad y la inseguridad. 

Cada vez más naciones se entregan al frenesí de líderes inspirados por visiones de un supuesto “destino supremo”, pero los problemas complejos de las sociedades modernas requieren para su solución mucho más que adalides providenciales.

*Publicado en el diario ContraRéplica, 12 de diciembre de 2018

lunes, 27 de agosto de 2018

miércoles, 15 de agosto de 2018

Algunas Reflexiones del Foro de Huasca: Resguardar la Pluralidad y Vigorizar los Canales de Representación Política




Nadie puede negar que, en principio, los resultados de las pasadas elecciones federales fueron un encomiable ejercicio democrático en el que se registró una alta y entusiasta participación de votantes y los organismos electorales trabajaron de manera muy satisfactoria. Sin embargo, en estos comicios se hizo evidente que el sistema de partido mexicano ha entrado en una profunda etapa de transformación de la cual puede derivar la entronización de un régimen político con características autoritarias. De no activarse, en el corto plazo, la participación de alternativas nuevas y genuinamente ciudadanas, en México podríamos ser testigos de la reimplantación del presidencialismo omnímodo y de la reincidencia de un sistema de partido dominante o hegemónico. Para evitarlo, urge aprobar reformas legislativas y alentar nuevos métodos e ideas para que nuestras formas de representación política no queden definitivamente rebasadas y sean sustituidas por un mayor personalismo en el ejercicio del poder.
Algunas ideas para el fortalecimiento de la representación política son:

Reducción sustantiva de las condiciones impuestas por la ley electoral actual a la participación de partidos y candidatos en las elecciones
México es el país del mundo que impone las condiciones más difíciles de cumplir a partidos y candidatos para participar en las elecciones. Por regla general, las democracias actuales establecen tamices distintos para permitir el concurso electoral de partidos y ciudadanos. Lo usual es la existencia de diferentes tamices para acceder a la representación parlamentaria, tener derecho al subsidio público y poder participar en los comicios, y éste último es, por lo general, el que exige los requisitos más asequibles, aunque no conllevan, como erróneamente sucede en México, automático acceso al financiamiento. La actual legislación es perversa, porque al obligar a la celebración de por lo menos 20 asambleas estatales o 200 distritales con al menos 3,000 participantes (para el primer caso) o 300 (para el segundo), desvirtúa la naturaleza ciudadana de los partidos en formación y entrega la posibilidad de participación exclusivamente a grupos corporativos e intereses económicos que son los capaces de efectuar este tipo de movilizaciones. Esta experiencia ha sido reiterada en la historia electoral reciente de nuestro país.

Disminución radical o incluso supresión del financiamiento público a los partidos políticos.  
El financiamiento público a los partidos, concebido, en principio, como una forma de fortalecer la democracia al tratar de evitar la dependencia de partidos a intereses privados e incluso a grupos criminales, se ha desvirtuado aceleradamente en México debido a sus elevados montos y su injustificable entrega a los partidos previo a la celebración de los comicios y no, como sucede en el resto del mundo, posterior a la elección, una vez que cada partido haya demostrado en las urnas su verdadera implantación y viabilidad. El dinero público ha coadyuvado al desprestigio del sistema de partidos, que son vistos como botín de personajes sin escrúpulos y “barriles sin fondo” de recursos que podrían ser más útiles en otros rubros. Una larga serie de escándalos y malversaciones han reforzado esta negativa imagen de los partidos, la cual estorba a la aparición de nuevas opciones.
Quizá, y para beneficio de la, democracia, haya llegado el momento de suprimir el financiamiento. Ante las actuales circunstancias, subsidiar con dinero del presupuesto gubernamental a los partidos daña a la democracia en lugar de protegerla. También es factible pensar en adoptar la práctica internacional de otorgar recursos únicamente a posteriori de la elección, en exclusiva a quienes rebasen cierto porcentaje en las urnas.

Reforma a las estructuras de organización interna de los partidos.
Otra causa de la evidente obsolescencia de muchos partidos son sus formas cerradas, verticales y centralizadas en su organización interna, procesos de toma de decisiones y postulación de candidatos. Estos rancios andamiajes se ven favorecidos, en México, por nuestra anacrónica ley de partidos. Urge incentivar la creación de organizaciones más ágiles, capaces de trabajar de manera más abierta y horizontal. El uso inteligente y eficaz de las nuevas tecnologías mucho puede aportar en este sentido, tal y como se ha visto en distintas experiencias en distintas partes del mundo. Cada vez son más los partidos que utilizan la herramienta del internet como base de su desarrollo. La influencia de estas tecnología en la comunicación y participación política permite una mayor interacción y comunicación entre ciudadanos, militantes de los partidos y candidatos.

Opciones políticas mejor definidas, sin llegar a ser dogmáticas o sobreideologizadas.
Contribuye al desprestigio de los partidos la creación de sobre expectativas en las campañas electorales, el pragmatismo excesivo, la trivialización de organizaciones dedicadas a asumir posturas, aceptar políticos y postular candidatos de manera indiscriminada y el abuso de discursos demagógicos o electoralistas, los cuales ofrecen de todo para todos de forma irresponsable y banal. Proliferan en esta época los llamados partidos “Atrapa Todo” (catch all parties), enemigos de los compromisos programáticos plausibles, de los principios básicos, de defender ideas y de todo aquello que pudiese comprometer su finalidad única y ambición exclusiva: alcanzar a todo trance el triunfo electoral. Sin regresar a la ultra ideologización ni tratar de promover dogmatismos obsoletos, es importante promover partidos capaces de presentar plataformas electorales con compromisos realizables y palmarios, basados en principios y valores primordiales, pero sin olvidar la creciente complejidad de las sociedades actuales, su pluralidad y la existencia de demandas sociales distintas y, muchas veces, contradictorias. También es obvia la necesidad de los partidos de colaborar entre sí y evitar las actitudes intransigentes o de trinchera. Sin embargo, el pragmatismo excesivo y la falta de compromisos transparentes con valores y principios básicos ha provocado en los partidos a una muy grave pérdida de identidad.

Defensa de la representación proporcional
Consecuencia del desprestigio de los partidos, muchas voces claman por la desaparición de la representación proporcional. Se trata de un error de proporciones mayúsculas. Atenta contra la pluralidad al convertir la representación política en monopolio de unas pocas organizaciones. La representación proporcional fue concebida para defender los derechos de las minorías y evitar lo que algunos analistas han bautizado como “la democracia como la dictadura de la mayoría”. Mantener la presencia de las minorías en las cámaras legislativas es esencial para impedir la vuelta de un sistema de partido hegemónico en México. Sin representación proporcional se da lugar justo a lo que hoy tanto se deplora: un sistema de partidos cerrado, con barreras casi infranqueables y segregadoras de las minorías. Se reduce, así, las posibilidades de participación ciudadana y se aniquilan las opiniones, matices y críticas que las minorías pueden aportar al debate parlamentario. Contar solo con la mayoría relativa es depender de una representación defectuosa y fragmentaria, pues amplios núcleos ciudadanos no serían representados en sus intereses y opiniones y, con ello, se perjudica la estabilidad política.

Legislar responsablemente sobre referéndum y democracia directa.
Hoy también se fortalece la tendencia a adoptar mecanismos de democracia directa, tales como el referéndum, el plebiscito y “consultas populares”, con el argumento de que, al ser los partidos tradicionales obsoletos, la mejor forma de democracia es preguntar directamente a los ciudadanos sobre todo tipo de materias. Es verdad que etas fórmulas son útiles, pero solo si se observan como complementarios a la democracia representativa y se apela a ellos de forma excepcional y no como práctica cotidiana. Es una quimera presentarlos como la democracia “en su forma más pura”, porque si se abusa se distorsiona la democracia en vez de reforzarla por depender de factores demasiado volátiles y coyunturales, y por ser ejercicios donde los votantes deben tomar sus decisiones complejas con poca información. Lejos de ser “democráticos” o “ciudadanos”, los referéndums son susceptibles a ser manipulados por políticos expertos en operar mensajes directos y simplistas. Por eso es un sofisma eso de que cualquier decisión mayoritaria tomada al calor de una determinada coyuntura necesariamente es “democrática”. Más bien es una perversión de la democracia y, lamentablemente, en una época en la que la credibilidad de los partidos y otros mecanismos de representación va a la deriva esta lección es muy difícil de entender. Asimismo, no debe olvidarse que los referéndums han sido históricamente recursos de gobiernos autoritarios en su afán de esquivar a los órganos de representación política en sus afanes de perpetuarse en el poder.

Volver a considerar a los votos anulados de manera explícita dentro de la votación nacional válida.
El descontento ciudadano de los partidos se ha manifestado en varias ocasiones en México y otras naciones mediante campañas de “voto nulo”, la cuales invitan a los ciudadanos a manifestar su insatisfacción con los sistemas de representación vigente de manera activa al asistir a la urna para anular el voto de manera explícita. Esta práctica es absolutamente legítima. Debe ser preservado el derecho de los ciudadanos no solo a no votar por los partidos existentes, sino a manifestar ese descontento de manera patente y que esa expresión tenga validez legal. En México una decisión arbitraria, y muy probablemente anticonstitucional, tomada por los partidos políticos hizo que los votos nulos dejaran de ser considerados como parte de la votación nacional válida. De esta forma, los votos nulos no cuentan para efecto de los cálculos que la autoridad electoral hace para lo conducente al mantenimiento del registro de los partidos y la repartición de las prerrogativas de ley. Es imprescindible y de elemental justicia que los votos invalidados de manera explícita por los electores inconformes con el sistema de partidos vuelvan a ser considerados como parte de la votación nacional valida. Se trata no solo de respetar un derecho, sino también de informar cual es el tamaño del número de electores que no están conformes con los partidos y organizaciones que participan en la lid electoral.

miércoles, 27 de junio de 2018

Elecciones en México 2018: El Canto de la Sirena

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No votaré por el Peje. 
Tirios y troyanos reconocen en Andrés Manuel su admirable tenacidad y su vocación en favor de los pobres. En un país como México que presenta una lacerante situación social marcada por la discriminación, el clasismo, la desigualdad y los enconos, ¡por supuesto que se antoja un gobierno que procurase mayor cohesión y justicia social! Pero AMLO presenta demasiados y muy preocupantes signos autoritarios y su propuesta de gobierno es errática o, de plano, bastante endeble. Su discurso confrontacionista es aberrante. Muchos de quienes le rodean son corruptos impresentables (cuya venalidad acepta e incluso defiende de buen grado), sicofantes desvergonzados o, de plano, delincuentes impunes. Cierto que él no inventó la polarización, pero la explota como arma para llegar al poder y tolera la intolerancia y agresividad de sus seguidores más fanatizados. Su voluntarismo desmedido llega al absurdo. Sus planes de gobierno, demasiado dependientes del presupuesto gubernamental, son impracticables en un país con finanzas públicas tan reducidas. Su desinterés por lo que sucede en el mundo es inaceptable en un gobernante del siglo XXI. Su alianza con quienes atentan contra el Estado laico, intransitable.

En ninguna parte se le encuentra una visión estratégica de largo plazo: todo es buena fe, trabajar muy duro, suponer que “basta con el ejemplo”, intuición, apelar al “México profundo”, añorar un mítico pasado, exponer un nacionalismo chato y pueril producto de sus lecturas del libro de texto gratuito. Solo es un priísta de viejo cuño que aspira volver a entronizar en México la hegemonía de un partido pseudo popular cuyo ideario consiste en mantener el poder a cualquier costa prohijando la corrupción y limitando a las instituciones ciudadanas. Cierto, es un político de instinto, su gobierno en la CDMX fue aceptable, y millones de mexicanos votarán por él con la esperanza de dar un viraje histórico, una sacudida que, por lo menos, ponga fin a un status quo que consideran insostenible. Eso es perfectamente comprensible y respetable, pero AMLO da muestras claras de que se tenacidad se puede convertir en obcecación y soberbia en el gobierno, y su talante mesiánico en un riesgo de autoritarismo demasiado ingente.

Nadie niega el liderazgo de AMLO, y por supuesto que llegará al poder embestido de una enormemente legitimidad, un”bono” democrático incluso mayor al que tuvo ( y desperdició) Fox. Por supuesto, cabe la posibilidad de que los críticos estemos equivocados y que el Peje aproveche esta legitimidad para gobernar con prudencia y sabiduría, iniciar la reconstrucción de nuestras instituciones, combatir (de verdad) la corrupción y el despilfarro, replantear las políticas sociales y buscar nuevas soluciones a los temas de seguridad. Ojalá sea así. Pero, repito, preocupa el talante y discurso milenarista del líder, el exceso de voluntarismo y su afición confrontacionista.

Su “movimiento más grande del mundo”, su “cuarta transformación”, su obsesión por “hacer historia” desde una limitada óptica maniquea exhiben una preocupante megalomanía. Su descalificación constante a las instituciones y personas muestran una inquietante intolerancia. Su estilo de dirigir a Morena es prueba tanto de vocación autoritaria como de añoranza por los viejos usos de priismo tradicional: acarreo, verticalidad en la toma de decisiones, personalismo presidencialista, clientelismo y, sí, tolerancia a la corrupción. No tenemos muchos elementos para confiar en él más allá de los buenos deseos y del “no podemos estar peor”. Y un gobernante obnubilado por sus obsesiones, rodeado de sicofantes e impreparado para ejercer el poder puede resultar apocalíptico.
Muchos de ustedes, queridos amigos, votarán por este señor con la idea de que “harán historia”, y se les respeta, pero yo pienso que optar por el Peje es asomarse al abismo. De lo sublime al ridículo hay solo un paso. Y sí, cualquiera de las otras dos muy precarias opciones sería un mal menor.

¡Cuidado con los supuestos “llamados de la Historia”! Suelen ser peores que los cantos de sirena.