Seis décadas
de revolución cubana y el sentimiento que priva tanto en la isla como fuera de
ella es de duelo por un país estancado, pobre y rehén de una clase política
envilecida e inepta.
Sorprende la
persistencia de un proceso desde hace mucho tiempo desahuciado, de un fiasco sin
paliativos cuyas características primordiales son la dictadura, la impericia
administrativa, la corrupción rampante y una pavorosa anemia económica.
Sesenta años
después, Cuba es un país donde el totalitarismo castrista impone hasta en los
pequeños detalles de la vida cotidiana la asfixiante supremacía del Estado y su
partido a una sociedad indefensa. Totalitarismo que se fundó en el carisma y
las habilidades histriónicas de Fidel Castro, líder megalómano, impostor
abanderado de una supuesta utopía socialista la cual terminó por ser un
proyecto delirante y grotesco.
Desde sus
primeros años el gobierno de Castro fue una decepción. Llegó al poder el
demagogo proclamando promesas absurdas y metas quiméricas. La realidad se
impuso, como suele hacerlo siempre.
La reforma
agraria arruinó la industria agropecuaria cubana, la industria estatizada fue
un fracaso colosal y mucho de los logros
sociales en educación y salud se alcanzaron en una sociedad que ya contaba con
índices de desarrollo importantes en 1959. Floreció, eso sí la aparato militar,
al grado de que Cuba sirvió de alfil soviético en algunos conflictos de la
Guerra Fría, y los métodos de control social, los cuales hoy son ominoso producto
de exportación, como le consta al no menos afligido pueblo venezolano.
Los éxodos
de los años ochenta hicieron patente el fracaso de una revolución ya en ese
momento decrépita. En los noventa, con el desplome del mundo comunista y la
imposición del Periodo Especial, los cubanos se hundieron en una economía de
subsistencia.
Pero el
factor suerte también ha beneficiado al castrismo, primero con el absurdo
empecinamiento del gobierno de Estados Unidos en continuar a todo trance el con
el ineficaz y contraproducente bloqueo y, más tarde, con el ascenso al poder de
Chávez, quien oxigenó al moribundo régimen cubano.
Tras el
relevo de Fidel florecieron algunas esperanzas de cambio, pero pronto se vieron
truncadas con el irremediable continuismo de Raúl. Apenas unas escasas y
timoratas reformas económicas y algunos matices endebles de apertura social
vieron la luz en estos tiempos. Algunos quedarán consagrados con la entrada en
vigor de la nueva Constitución cubana, programada para entrar en vigencia en
unas cuantas semanas, pero la esencia de un sistema de gobierno caduco,
represor y medroso queda intacto.
Las seis
décadas de revolución se celebran de maneras tristes en una isla hoy gobernada
formalmente ya no por un Castro, sino por un gris apparatchik, Miguel Díaz-Canel. El desafío del nuevo gobernante es
sacar del marasmo a un país en quiebra que pasó muy pronto de las grandilocuencias
demagógicas a los escenarios desalentadores de los miles y miles que sobreviven
gracias a las remesas de familiares radicados en el extranjero, de las calles
oscuras y depauperadas, del desabastecimiento en las tiendas estatales y de una
economía rezagada hace años con crecimientos anuales que apenas superan el 1%.
Cuenta
Diaz-Canel como respaldos principales con la lealtad de las Fuerzas Armadas y
la eficacia del aparato represivo. Corresponderá a la creatividad, capacidad de
trabajo y, sobre todo, voluntad de pagar el precio de ser libres de los cubanos
la posibilidad de darle a su nación un futuro viable y luminoso.
*Publicado en el diario ContraRéplica 3 de enero de 1019
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