En todo el mundo decae la democracia representativa y tenemos a hombres fuertes en el gobierno de cada vez más naciones. A partir de finales de los años noventa resurgió con ímpetu el populismo latinoamericano con personajes como Hugo Chávez, Daniel Ortega, Evo Morales y Rafael Correa. Al comenzar el nuevo siglo aparecieron personajes como Vladimir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Viktor Orban y Rodrigo Duterte. Todos fueron electos democráticamente en las urnas, pero han concentrado durante sus gobiernos un poder excesivo.
Se ha inaugurado una etapa de incertidumbre global con un
cambio de paradigma donde gobernantes con vocación personalista y talante autoritario
se valen de los métodos de las democracias tradicionales y de los medios
masivos de comunicación para llegar al poder y sostenerse indefinidamente en
él. Si hasta el inicio del actual siglo liberalismo y democracia se habían
sostenido como un binomio indisoluble, ahora vemos como se disgregan.
Tras la ola democratizadora que se experimentó tras la
caída del muro de Berlín muchos pensaban que las dictaduras, los cultos a la
personalidad y los “hombres fuertes” eran cosa del pasado. Pero contra los
pronósticos de los más optimistas, el personalismo ha vuelto en iracunda
vorágine. Casi siempre lo ha hecho con la pretensión de corregir graves
desequilibrios sociales. Ante las transformaciones del mundo globalizado los
ingresos y las perspectivas de futuro de la gente común se han estancado, si no
es que reducido.
La indignación cunde contra las elites y los “establishments”,
pero también contra las instituciones de representación política.
Los hombres fuertes despiertan grandes ilusiones.
Tienen en común la idea de que las cosas pueden cambiar a base de pura
voluntad, por ello desprecian a las instituciones y no tardan en socavarlas.
Convencidos de su capacidad única para canalizar las opiniones de la gente
común, abuzan de las fobias nacionalistas, de la manipulación informativa y de
la estrategia maniquea de culpar de todo mal a la oposición, a los inmigrantes,
a los enemigos internos y externos y a todo tipo de apócrifos villanos.
El discurso de odio al que constantemente apelan los
hombres fuertes se traduce en el aumento de la inestabilidad global y eso da
lugar a una época cada vez más turbulenta. Son encantadores de serpientes,
hábiles pescadores en ríos revueltos, pero también aprendices de brujo.
Todo
esto sucede, lamentablemente, con el acuerdo tácito de segmentos sociales que a
lo largo del planeta prefieren ver a
dictadores en ciernes en el gobierno como una supuesta mejor opción frente al
miedo, la desigualdad y la inseguridad.
Cada vez más naciones se entregan al
frenesí de líderes inspirados por visiones de un supuesto “destino supremo”,
pero los problemas complejos de las sociedades modernas requieren para su
solución mucho más que adalides providenciales.
*Publicado en el diario ContraRéplica, 12 de diciembre de 2018
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