Cada vez en más naciones se consolidan en el
poder dirigentes de claro cariz autoritario y pavorosa inopia intelectual. Y una
fauna aún más espeluznante encontramos en la lista de legisladores de cualquiera
de los países donde la democracia peligra.
Cierto, ningún tipo de régimen se salvaba de
gobernantes y legisladores pedestres. Siempre la política ha sido modus vivendi
de muchos mediocres. Pero en los regímenes personalistas este fenómeno se
agudiza. En ellos es aún más palmaria la necesidad de los líderes de contar más
con fidelidad y menos con capacidad, honestidad o experiencia. No se busca
calidad en los correligionarios, sino absoluta lealtad.
Evidentemente, no basta con ser culto o contar
con antecedentes académicos relevantes para ser buen gobernante o legislador.
Muchos elementos juegan para forjar a un estadista genuino: sensibilidad,
intuición, paciencia, aplomo, carácter. Pero, parafraseando a Carlos Fuentes,
una sólida formación intelectual otorga una mayor y más amplia visión del
mundo, de la historia, de los pueblos y de la vida.
La devaluación de la calidad de los políticos
se ha hecho notoria en la otrora asamblea legislativa más importante del mundo:
el Senado de Estados Unidos, síntoma neurálgico del declive democrático
norteamericano.
El Senado nunca ha sido perfecto, pero por ahí
han pasado muchos de los más destacados, carismáticos e inteligentes políticos
en la historia norteamericana y, con
altibajos, por más de doscientos años sirvió como bastión del
republicanismo constitucional.
Sin embargo, a partir de la creciente
polarización de la política, el Senado se ha convertido, paulatinamente, en una
parodia disfuncional de la labor como equilibrador político para el cual fue
concebido, y sus integrantes son, cada vez con mayor frecuencia, personajes de
baja estofa.
Con el juicio de impeachment a Donald Trump el
Senado ha alcanzado su nivel más bajo. Desde el principio del proceso, los
senadores republicanos dejaron clara su intención de no sancionar los evidentes
abusos de poder e ilegalidades perpetradas por el presidente y rechazaron, de
tajo, citar testigos y solicitar documentos al gobierno.
Monumentales son su hipocresía, cinismo y mala
fe, sobre todo habida cuenta de cómo se comportaron en el impeachment de
Clinton, cuando demandaron a los demócratas “ser imparciales, hacer justicia y
poner los intereses del país por encima de los partidistas”.
Esta denodada y obscena defensa de Trump destruye
la reputación del Senado y perjudica fatalmente a la democracia norteamericana.
Y asomarse por las cámaras legislativas de los
países con gobiernos cada vez más personalistas nos da lecciones similares de
abyección y vergüenza.
Hace muchos años, Porfirio Muñoz Ledo (con
quien trabajé en el Senado) me comentó tras observar la envilecimiento de los
legisladores del, en aquel momento, partido dominante: “No hay democracia que
sobreviva Congresos llenos de serviles ignorantes y ociosos”. Tiene razón.
Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
29 de enero de 2020