Consolidación Democrática y Gobernabilidad en América Latina
Fundación por la Socialdemocracia de las América
2004
El tedioso texto del prefacio dice:
"El cambio democrático que ha vivido América Latina durante la última década ha resuelto una buena cantidad de interrogantes pero ha abierto a la vez un abanico de desafíos.
Los sistemas democráticos en América Latina afrontan serios problemas de funcionamiento con sus instituciones. No son capaces de entregar los servicios que la ciudadanía reclama y ello afecta su legitimidad y genera una insatisfacción con la democracia. Se trata de una debilidad estructural del Estado y de sus burocracias que, implica, entre otras cosas, una escasa capacidad para democratizar sociedades con una historia de desigualdad que demandaría un Estado fuerte para combatirla y no un Estado ausente para tolerarla.
Al mismo tiempo, los gobiernos democráticamente electos han descubierto en la última década que el poder real que detentan es cada vez mas limitado frente a los desafíos de la gobernabilidad democrática. Y por paradójico que suene, algunos han querido atribuirle con ligereza dichas limitaciones a los procesos propios de la consolidación democrática. La nostalgia de poderes ejecutivos omnipotentes propios del autoritarismo, es una página que por fortuna ha quedado atrás por cuenta de la independencia de las otras ramas del poder, organismos de control autónomos, sociedad civil que ocupa nuevos espacios, etc. Media docena de presidentes se han ido por la acción de poderes institucionales de la democracia sin golpe de estado de por medio.
En los noventas, el hecho de haberle quitado la prioridad a la reforma política en la agenda de desarrollo llevó a que los intentos reformistas en la región fueran superficiales en su mayoría, de corto plazo y al servicio de intereses políticos particulares. La misma reforma del Estado que se anunció hace una década con bombos y platillos, muchas veces terminó también como ejercicio “técnico” ajeno a lo político, incapaz de descubrir los intereses políticos detrás de la estrategia reformista; de evaluar las implicaciones políticas de la reforma; o de anticipar la repercusión sobre la distribución del poder en la sociedad. En suma, se ha querido hacer reforma económica, reforma social e incluso reforma del Estado, sin valorar la incidencia gigantesca de la variable política.
La globalización reclama instituciones públicas que permitan ser el punto de partida de resultados económicos y sociales que la hagan inclusiva. La ola democratizadora en un mundo globalizado coincidió en mala hora con las reformas económicas orientadas a la liberalización de los mercados. Ello ha sido una infeliz coincidencia porque ha implicado que la cuenta de cobro de los débiles resultados del modelo económico en materia de crecimiento y lucha contra la pobreza, se la han pasado a la democracia. En parte se debe también a que la consolidación de la democracia ha pasado de una concepción minimalista y procedimental –elecciones periódicas y libres- a otra que sin ser maximalista pueda garantizar resultados económicos y sociales. Lo único claro es que mantener la política aislada de la economía y de la sociedad es un ejercicio suicida.
Desde otro aspecto, académicos como Pzreworsky sostienen que la posibilidad de que la democracia se mantenga crece con la mejora del nivel de vida de los ciudadanos, al punto que nunca ha caído un régimen democrático con una renta per cápita de más de US $ 6.000. La riqueza es pues uno de los factores que mantiene la democracia. Desde la otra cara, la pobreza que era antes sólo ausencia de ingreso hoy es parte del déficit de participación, de voz y, por supuesto, de democracia. En consecuencia, la pobreza tiene hoy causas y consecuencias legales y políticas que sitúan la exclusión en el marco de la negación de los derechos civiles y políticos tanto como económicos y sociales. La exigibilidad de estos últimos derechos es el mayor desafío que viene para la globalización y su respuesta es de nuevo eminentemente política.
El pecado de la década pasada fue relegar las conquistas de la democracia a lo estrictamente político, sin sincronización alguna con la agenda económica. Lo social quedó al margen de la agenda de la democracia, para no hablar de la agenda económica que -como lo ha reconocido recientemente el padre putativo de la receta mal llamada “Consenso de Washington”, John Williamson-, excluyó deliberadamente los temas de la distribución del ingreso del decálogo neoliberal porque “no había unanimidad respecto de su deseabilidad”. Esta fórmula pensó que la economía podía andar suelta de la política y que lo social podía esperar.
El desarrollo del “capital político” y las acciones para evitar que este se esfume como el capital financiero dependen de la capacidad de amarrarlo a partidos políticos fuertes, modernos y legítimos. La realidad de hoy es que los partidos siguen distanciados del interés general, entre otras cosas porque la agenda de desarrollo de la última década subestimó el rol de los partidos.
Dicha agenda al achicar los márgenes de acción política contribuyó al debilitamiento de la capacidad representativa de los partidos. Para acabar de complicar el asunto, el modelo Collor- Salinas-Fujimori-Menem fue la “vieja política” al servicio de la supuesta “nueva economía”. Sin embargo, la esperada modernización económica no trajo la modernización política y la vieja política continuó siendo inelástica frente a la reforma económica. Por ello, la mala y la vieja política siguió haciendo de las suyas frente a un modelo económico que subestimó y que finalmente no produjo los resultados deseados.
En síntesis, la reforma política en América Latina tiene que hacer parte de la agenda de desarrollo porque la democracia es una condición indispensable para lograr el crecimiento y luchar contra la pobreza. El menosprecio por la política debe enterrarse en el mismo sitio con la ortodoxia del modelo neoliberal hoy en crisis.
En su texto, Aguirre plantea la necesidad de establecer fórmulas constitucionales y electorales que procuren un mejor funcionamiento del régimen democrático y las cuales no se aprobarán por si mismas y además no ofrecerán todas las soluciones. Establece la necesidad de una clase política profesional y sensata que anteponga los intereses del país a los caprichos individuales, y de una sociedad que sea capaz de educarse en la democracia, que conciba al gobierno no como panacea o fin en sí misma, sino como un medio para conseguir los fines sociales deseados. Finalmente, plantea la necesidad de arribar a una reforma del Estado que incluya la adopción de diferentes fórmulas constitucionales y electorales que podrían funcionar en México dentro de las nuevas condiciones de competitividad. De nuevo llega la hora de analizar la viabilidad de mecanismos constitucionales que coadyuven una relación más fluida entre los poderes de la Unión".
"El cambio democrático que ha vivido América Latina durante la última década ha resuelto una buena cantidad de interrogantes pero ha abierto a la vez un abanico de desafíos.
Los sistemas democráticos en América Latina afrontan serios problemas de funcionamiento con sus instituciones. No son capaces de entregar los servicios que la ciudadanía reclama y ello afecta su legitimidad y genera una insatisfacción con la democracia. Se trata de una debilidad estructural del Estado y de sus burocracias que, implica, entre otras cosas, una escasa capacidad para democratizar sociedades con una historia de desigualdad que demandaría un Estado fuerte para combatirla y no un Estado ausente para tolerarla.
Al mismo tiempo, los gobiernos democráticamente electos han descubierto en la última década que el poder real que detentan es cada vez mas limitado frente a los desafíos de la gobernabilidad democrática. Y por paradójico que suene, algunos han querido atribuirle con ligereza dichas limitaciones a los procesos propios de la consolidación democrática. La nostalgia de poderes ejecutivos omnipotentes propios del autoritarismo, es una página que por fortuna ha quedado atrás por cuenta de la independencia de las otras ramas del poder, organismos de control autónomos, sociedad civil que ocupa nuevos espacios, etc. Media docena de presidentes se han ido por la acción de poderes institucionales de la democracia sin golpe de estado de por medio.
En los noventas, el hecho de haberle quitado la prioridad a la reforma política en la agenda de desarrollo llevó a que los intentos reformistas en la región fueran superficiales en su mayoría, de corto plazo y al servicio de intereses políticos particulares. La misma reforma del Estado que se anunció hace una década con bombos y platillos, muchas veces terminó también como ejercicio “técnico” ajeno a lo político, incapaz de descubrir los intereses políticos detrás de la estrategia reformista; de evaluar las implicaciones políticas de la reforma; o de anticipar la repercusión sobre la distribución del poder en la sociedad. En suma, se ha querido hacer reforma económica, reforma social e incluso reforma del Estado, sin valorar la incidencia gigantesca de la variable política.
La globalización reclama instituciones públicas que permitan ser el punto de partida de resultados económicos y sociales que la hagan inclusiva. La ola democratizadora en un mundo globalizado coincidió en mala hora con las reformas económicas orientadas a la liberalización de los mercados. Ello ha sido una infeliz coincidencia porque ha implicado que la cuenta de cobro de los débiles resultados del modelo económico en materia de crecimiento y lucha contra la pobreza, se la han pasado a la democracia. En parte se debe también a que la consolidación de la democracia ha pasado de una concepción minimalista y procedimental –elecciones periódicas y libres- a otra que sin ser maximalista pueda garantizar resultados económicos y sociales. Lo único claro es que mantener la política aislada de la economía y de la sociedad es un ejercicio suicida.
Desde otro aspecto, académicos como Pzreworsky sostienen que la posibilidad de que la democracia se mantenga crece con la mejora del nivel de vida de los ciudadanos, al punto que nunca ha caído un régimen democrático con una renta per cápita de más de US $ 6.000. La riqueza es pues uno de los factores que mantiene la democracia. Desde la otra cara, la pobreza que era antes sólo ausencia de ingreso hoy es parte del déficit de participación, de voz y, por supuesto, de democracia. En consecuencia, la pobreza tiene hoy causas y consecuencias legales y políticas que sitúan la exclusión en el marco de la negación de los derechos civiles y políticos tanto como económicos y sociales. La exigibilidad de estos últimos derechos es el mayor desafío que viene para la globalización y su respuesta es de nuevo eminentemente política.
El pecado de la década pasada fue relegar las conquistas de la democracia a lo estrictamente político, sin sincronización alguna con la agenda económica. Lo social quedó al margen de la agenda de la democracia, para no hablar de la agenda económica que -como lo ha reconocido recientemente el padre putativo de la receta mal llamada “Consenso de Washington”, John Williamson-, excluyó deliberadamente los temas de la distribución del ingreso del decálogo neoliberal porque “no había unanimidad respecto de su deseabilidad”. Esta fórmula pensó que la economía podía andar suelta de la política y que lo social podía esperar.
El desarrollo del “capital político” y las acciones para evitar que este se esfume como el capital financiero dependen de la capacidad de amarrarlo a partidos políticos fuertes, modernos y legítimos. La realidad de hoy es que los partidos siguen distanciados del interés general, entre otras cosas porque la agenda de desarrollo de la última década subestimó el rol de los partidos.
Dicha agenda al achicar los márgenes de acción política contribuyó al debilitamiento de la capacidad representativa de los partidos. Para acabar de complicar el asunto, el modelo Collor- Salinas-Fujimori-Menem fue la “vieja política” al servicio de la supuesta “nueva economía”. Sin embargo, la esperada modernización económica no trajo la modernización política y la vieja política continuó siendo inelástica frente a la reforma económica. Por ello, la mala y la vieja política siguió haciendo de las suyas frente a un modelo económico que subestimó y que finalmente no produjo los resultados deseados.
En síntesis, la reforma política en América Latina tiene que hacer parte de la agenda de desarrollo porque la democracia es una condición indispensable para lograr el crecimiento y luchar contra la pobreza. El menosprecio por la política debe enterrarse en el mismo sitio con la ortodoxia del modelo neoliberal hoy en crisis.
En su texto, Aguirre plantea la necesidad de establecer fórmulas constitucionales y electorales que procuren un mejor funcionamiento del régimen democrático y las cuales no se aprobarán por si mismas y además no ofrecerán todas las soluciones. Establece la necesidad de una clase política profesional y sensata que anteponga los intereses del país a los caprichos individuales, y de una sociedad que sea capaz de educarse en la democracia, que conciba al gobierno no como panacea o fin en sí misma, sino como un medio para conseguir los fines sociales deseados. Finalmente, plantea la necesidad de arribar a una reforma del Estado que incluya la adopción de diferentes fórmulas constitucionales y electorales que podrían funcionar en México dentro de las nuevas condiciones de competitividad. De nuevo llega la hora de analizar la viabilidad de mecanismos constitucionales que coadyuven una relación más fluida entre los poderes de la Unión".
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