Estimados amigos del Oso Bruno:
Esta es una propuesta para promulgar una ley que procure mejorar nuestro envilecido sistema de partidos. Es parte de una ponencia que presenté hace algunos año en el VII Congreso Latinoamericano de Derecho Constitucional, en el que participé gracias a mi enytrañable amigo Hugo Concha y muy apesar del Chemita (lo sé). Sé que es de güeva que un blog pretendidamente satírico saque un rollo como este, pero no digan luego que nomás nos dedicamos a vacilar y no damos propuestas.
Ahora bien, mucho me llama la atención que a pesar de que la inmensa mayoría de la gente dice estar harta de los partidos no surga en ningún lado un movimiento ciudadano serio para promover una reforma como ésta. Asimismo, me impresiona que tanto "sesudo" analista político que tenemos por ahí denunciando con los peores epitetos a nuestros patidos no profundice en el tema y evite dar propuestas concertas de como podemos mejorar. Lo mismo va para las universidades y para el Instituto de Investigaciones Jurídicas. ¿Será que en el fondo la gente está conforme con sus partidillos actuales? Siniestra posibilidad que no debemos descartar.
Patrimonialismo y Partidos Políticos en México
La construcción de una gobernabilidad democrática deberá pasar, necesariamente, por la consolidación de un sistema de partidos fuerte y representativo. Aunque en México no hemos llegado aún a los extremos de crisis de representatividad que padecen los partidos políticos en otras naciones latinoamericanas, y que los tienen condenados a un descrédito que se antoja irremediable, si es posible percibir entre los mexicanos, en general, una mala imagen de los partidos. Existe un déficit de representatividad en los partidos mexicanos provocada por que, lamentablemente, aún prevalece en casi todos ellos una visión patrimonialista de la política y el poder El patrimonialismo concibe a la política no como un espacio público dedicado a la solución de los problemas colectivos, sino como una extensión del espacio privado. Esto es, a decir del politólogo uruguayo Jorge Lazarte que los intereses privados “invaden el espacio de la política y los absorben”4. En el patrimonialismo el poder se explica como un medio para satisfacción de intereses privados y pierde la dimensión pública, esencial en una democracia. El patrimonialismo dificulta la institucionalización de los partidos y representa un pesado fardo en la constitución de un sistema político autónomo y democrático.La visión patrimonialista de la política está profundamente arraigada en los partidos políticos mexicanos, sobre todo en una de sus manifestaciones más palmarias: el clientelismo. El sistema de partido hegemónico se mantuvo en el poder gracias a que desarrolló intensamente en el país una cultura clientelar.
Asimismo, Muchos de los partidos de reciente creación no escapan a la lógica patrimonialista y a las prácticas clientelares. Evidentemente, en una política tan dependiente del modelo clientelar los partidos dejan de ser percibidos como mecanismos de agregación de intereses y como canales de expresión de demandas para ser concebidos exclusivamente como dadores de beneficios de cualquier tipo. Si los partidos cumplen con las expectativas de patronazgo, mantienen el apoyo, y si fallan en la tarea, pierden bases de sustentación. Una lógica perversa en la que está encerrada el germen mortal de ciertas democracias, por que, como es bien sabido, los efectos del clientelismo sobre las instituciones públicas llegan a ser devastadoras: las hace ineficientes al limitar su capacidad de control sobre las decisiones de a quien beneficiar, que dejan de tener un principio racional (la consecución de un objetivo con el uso eficiente de los recursos disponibles) para teñirse de partidismo. Como efecto del clientelismo, las lealtades no se establecen más con las instituciones ni con sus objetivos, sino con los partidos y sus líderes.
Por último, se termina por brindar protección a funcionarios incompetentes y deshonestos, prohijando corrupción se extiende no solo a las instituciones publicas, sino a prácticamente todos los ámbitos de la vida nacional. Es por ello esencial que debe recuperarse la idea de lo político como espacio público/colectivo de representatividad social y esfera de negociación y agregación que se diferencie de lo privado. Siguiendo a Touraine, “debe ponerse a la política en el centro de la sociedad para que ésta pueda fijar sus grandes orientaciones”5. Un retorno a la política, que no implica, desde luego, el desprecio de lo político o de lo estatal, ni la irracional exaltación de la sociedad civil o de la antipolítica, como algunos pretenden como magra solución. Para lograrlo, es indispensable que los partidos implementen mecanismos eficaces de rendición de cuentas y reconocer que si pueden arrobarse el derecho de tomar decisiones en nombre de los demás, también tienen la obligación de dar explicaciones puntuales sobre sus acciones. La tarea refuncionalizadora de los partidos nunca debe perder de vista el imperativo de la representación política. Traducir demandas en políticas concretas implica capacidad de formulación, de diseño, de ejecución, de seguimiento y evaluación. Se trata, en una palabra, de generalizar intereses. La representación política de los partidos debe entenderse cabalmente en ese sentido. Es por estas razones que ha llegado la hora de plantearse la necesidad de tener partidos menos de militantes y “movilizadores” que de electores y profesionales permanentes. Las estructuras tradicionales de lo partidos aparecen anacrónicas en nuestros tiempos.
Más partidos de ciudadanos y menos de corporaciones, más de líderes y menos de caudillos, más ideas y propuestas que ofrecimientos de prebendas y favores.
La redacción de una Ley de Partidos Políticos en México debe contemplar esta necesidad que tenemos de construir un sistema donde los partidos sean capaces de interpretar anhelos y coordinar esfuerzos. Para lograr el ideal de la renovación partidista, deberá establecerse un esquema de participación que permita la existencia de un panorama plural de opciones políticas, pero que evite dar lugar a la ingobernabilidad y cierre el paso a oportunistas y negociantes de la política. Asimismo, una tarea indispensable de la ley que hoy proponemos será trabajar a fondo en la democratización interna de los partidos, lo que implica, en primer término, respetar escrupulosamente las reglas, asegurar la participación de los adherentes en la vida del partido, descentralizar la toma de decisiones y propiciar métodos para la rendición de cuentas de la dirigencia. Condiciones para la Participación ElectoralEn México se debe entender de una vez que en las democracias actuales existen criterios escalonados en lo concerniente al registro de los partidos políticos. Es decir, se exigen diferentes condiciones a los protagonistas electorales para participar en elecciones, recibir recursos públicos y acceder a la representación parlamentaria. Participar como candidatos en elecciones es un derecho elemental de los ciudadanos en cualquier democracia. No deben ser ni el gobierno, ni la autoridad electoral, ni mucho menos los partidos ya existentes los que determinen quienes deben participar en los comicios y quienes no. Por eso es que los requisitos para aparecer en las boletas electorales son relativamente fáciles de cumplir. Es un elemento fundamental de respeto al pluralismo.Desde la promulgación de la ley electoral de 1946, en nuestro país han regido disposiciones demasiado estrictas destinadas a restringir la participación de nuevos partidos en las elecciones federales y, sobre todo, diseñadas para evitar lo más posible escisiones de última hora en el partido hegemónico. De hecho, en este sentido podemos afirmar que nuestra legislación electoral ha sido un caso sui generis a nivel internacional, ya que prácticamente en ninguna democracia del mundo se exigen tantos requisitos a los partidos y a los candidatos en lo individual para poder participar en las elecciones. Este juicio es válido para absolutamente todas las numerosas reformas y cambios electorales que el país a experimentado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la fecha.La trascendental reforma electoral de 1996 propició cambios muy importantes en temas como la conformación de los órganos electorales, financiamiento de partidos, acceso a los medios de comunicación, integración de cámaras legislativas, etc. Quizá no tan espectaculares, pero no menos importantes, fueron los cambios a las disposiciones para el registro de partidos. El COFIPE establece en su artículo 24 “formular una declaración de principios y, en congruencia con ellos, un programa de acción y estatutos” y “contar con 3,000 afiliados en, por lo menos, 10 entidades federativas, o 300 afiliados en, por lo menos, 100 distritos uninominales; y en ningún caso el número total de afiliados en el país podrá ser inferior 0.13% del Padrón Electoral Federal”. El gran problema reside en las disposiciones del artículo 28, que en su inciso “a” establece que para constituir un partido político nacional la organización interesada deberá “celebrar por lo menos en 10 entidades federativas o en cien distritos electorales una asamblea en presencia de un juez municipal, de primera instancia o de distrito, notario público o funcionario acreditado para tal efecto por el IFE, quien certificará que el número de afiliados que concurrieron y participaron en la asamblea estatal o distrital en ningún caso podrá ser meno a 3,000 ó 300, respectivamente...”.
La condición que impone el COFIPE de celebrar asambleas estatales o municipales ha tergiversado enormemente la naturaleza de representación ciudadana que deben tener los partidos, ya que en la práctica ha obligado a éstos a depender de grupos y corporaciones que tienen la capacidad de movilización para llenar las asambleas con sus afiliados incondicionales o con sus clientelas, y también ha dado lugar ha que auténticos filibusteros logren obtener el registro invirtiendo recursos para reunir a la gente en lamentables “asambleas” utilizando los métodos más innobles, tales como efectuar rifas y sorteos, organizar conciertos de música popular o, descaradamente, comprar con despensas o en efectivo la presencia de los electores. Sobre el tema de quienes deben participar en las elecciones en México hay todo un debate. Son numerosas las voces de quienes sostienen que facilitar al máximo el concurso de organizaciones nuevas y candidatos independientes iría en detrimento de la estabilidad de nuestro sistema de partidos, el cual apenas se encuentra en una etapa de transición, ya que, según esta óptica, allanar el camino a políticos oportunistas fomentaría el personalismo y promovería la atomización política. Quienes así opinan señalan que si no logramos consolidar un sistema fuerte y representativo estaremos actuando en contra de la gobernabilidad del país y, eventualmente, se daría lugar a un caos que muy bien podría desembocar en un nuevo autoritarismo. Todo esto amen de la indignación que ha provocado en numerosos sectores de la opinión pública que algunos pillos hagan negocio a costa del erario público creando partidos con escasa representación y fuerza política.
Pero, por otra parte, hay quienes opinan que en una democracia deben ser los electores los únicos que definan mediante su sufragio cuales son los partidos “fuertes y representativos” y cuales no. Para esta postura, mantener un criterio restrictivo sólo favorece al mantenimiento de los partidos “gastados y desprestigiados que hoy tenemos”, quienes no aportan soluciones plausibles a la sociedad, no representan eficazmente a la ciudadanía y no están respondiendo eficazmente al reto de la verdadera competencia electoral. Si, todavía siguiendo este razonamiento, aspiramos verdaderamente a vivir una democracia plena, debemos levantar las restricciones que aún pesan sobre la participación de los partidos, e incluso debemos permitir la participación de candidatos independientes. En realidad, las dos posiciones tienen razón en algunos aspectos fundamentales. En México es imperativo garantizar la consolidación de un sistema de partidos fuerte y representativo con el propósito de trabajar en favor de la gobernabilidad, pero también es importante abrir los canales de participación a nuevos actores. Los dos objetivos no están necesariamente reñidos. Hay formas de abrir la competencia y al mismo tiempo evitar la destrucción del sistema de partidos, como lo prueban las experiencias de otros países, donde participar en elecciones es fácil, pero no lo es tanto el acceder al parlamento y al financiamiento público.
Es decir, se trata de adoptar en México un triple registro a los partidos.En México se debería exigir requisitos asequibles a los partidos para tener derecho a participar en las elecciones, lo cual no implica, debe reiterarse, obtener subsidio público. Una idea sería exigir a los partidos contar con por lo menos 2,000 militantes en cada una de las entidades federativas para que el partido tenga derecho a aparecer en la boleta, eliminando la condición de celebrar asambleas. Además, claro está, los partidos deberán presentar debidamente sus documentos básicos (declaración de principios, programa de acción y estatutos que garanticen una vida interna democrática). Por otra parte, debería inaugurarse la posibilidad de presentar candidaturas independientes, aplicando condiciones como, supongamos, que un aspirante independiente para senador o diputado pudiera obtener su registro si consigue la firma de por lo menos un equivalente del 1% de los ciudadanos del distrito uninominal o del estado que pretende representar. Ahora bien, para que un partido conserve sus prerrogativas de ley (reembolso de parte de los gastos de campaña, derecho al financiamiento público anual hasta la celebración de los siguientes comicios federales, acceso gratuito a medios de comunicación, representación ante el IFE, etc.) digamos que se exige por lo menos obtener el 1.5% de la votación nacional.Aunque ninguna fórmula electoral basta por si misma para garantizar la gobernabilidad de un país, lo cierto es que tratar de impedir la proliferación de partidos débiles en el parlamento siempre ha ayudado a este propósito. Por eso es que debemos pensar en establecer un tamiz relativamente alto a los partidos para que estos tengan derecho a representación parlamentaria. Para ello se podría exigir, por ejemplo, conseguir por lo menos el 3% de la votación a nivel nacional, pero sin excluir la posibilidad de otorgar representación a organizaciones que demuestren una significativa fuerza regional. Asimismo, debería considerarse otorgar representación parlamentaria correspondiente a los partidos que no lograse ganar el 3% de la votación a nivel nacional, pero que si fueran capaces de ganar por lo menos el 5% de los sufragios en una circunscripción plurionominal.
De aprobarse la idea del registro escalonado, el problema de las coaliciones, que ahora es tan escandaloso, pasaría a un segundo plano. Desde luego, los partidos podrían presentarse coaligados, pero deberán llegar antes a un acuerdo legal, avalado por la autoridad electoral, de cómo se repartirían entre ellos los recursos públicos en caso de que la coalición lograra alcanzar el mínimo requerido para obtenerlos, y considerando, para tal efect,o a la coalición o alianza como un solo partido político nacional.
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