Recep Tayyip Erdogan, hombre fuerte de Turquía
desde 2003, siempre ha tenido la obsesión de reivindicar la herencia otomana de
Turquía y ello lo ha llevado a arremeter contra el Estado laico erigido por Atatürk
y a tratar de obtener un protagonismo internacional de primer orden.
A principios
de este año el Parlamento turco aprobó, por iniciativa de Erdogan, el
despliegue de tropas en Libia para apoyar al gobierno de ese país, debilitado
por la rebelión del general Haftar. Quiere el presidente tener influencia en el
Mediterráneo Oriental, zona con importantes yacimientos de hidrocarburos, y
para ello firmó con el gobierno de Trípoli acuerdos para asegurar la futura
explotación de esos recursos y extender la zona económica marítima turca hasta
hacerla limitar con la frontera marítima libia, idea enérgicamente rechazada
por Grecia y Egipto. Así, Turquía se ha convertido en un elemento más de inestabilidad
en una región de por sí conflictiva.
Aunado a su
aventurerismo militar, Erdogan afrentó a la comunidad internacional al anular
el estatus de “museo” que tenía Santa Sofía desde 1934 para volver a convertirla
en una mezquita, ello pese a la inconformidad de la Unesco. El sitio fue
nombrado como Patrimonio de la Humanidad en 1985. También Francia, Estados
Unidos y Rusia protestaron, y Grecia calificó esta decisión como una “provocación
abierta” al mundo civilizado.
Erdogan toma
estas medidas porque le urge desviar la atención del electorado turco ante las
insuficiencias de su gobierno: crisis económica, creciente autoritarismo, mal
funcionamiento del sistema presidencialista. Para hacerlo atiza un debate
polarizador, recurso consustancial del buen líder populista.
El líder
turco ha atraído el voto de conservadores, nacionalistas y religiosos impulsando
a la más rancia tradición musulmana con medidas como el libre uso del velo en
todas las instancias del Estado, una mayor presencia pública del islam, el
aumento del número de escuelas religiosas, la islamización del currículum
educativo, etc.
Pero la
economía ha estado muy castigada en los últimos años, con un raquítico crecimiento
de 0.9% en 2019, alto desempleo, moneda inestable e inflación de dos dígitos. Y
para empeorar el cuadro, llegó el coronavirus.
El
descontento crece, y con ello la represión. En el último mes, decenas de diputados
de oposición, activistas de derechos humanos y periodistas han sido detenidos
por cargos de espionaje y terrorismo.
El
debilitamiento del gobierno de Erdogan, otrora asaz popular, se manifestó
claramente el año pasado con el rotundo revés del partido oficialista en las
elecciones municipales del año pasado, en Estambul y Ankara, las principales ciudades
del país.
Ahora
Erdogan apuesta a una muy arriesgada intervención militar en Libia y a la
decisión sobre Santa Sofía para recuperar popularidad, pero Turquía perderá
mucha de su reputación como un país internacionalmente confiable.
Pedro Arturo Aguirre Ramírez
publicado en la columna Hombres Fuertes
15 de julio de 2020
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