El Papa Ratzinger está resultando ser un pésimo político, muy al contrario de lo que sucedía con su carismático anteceso. ¿Qué pretende Benedicto XVI al congraciarse con los seguidores del fallecido ultraconservador Marcel Lefebvre, quienes carecen desuficiente entidad dentro de la Iglesia Católica como para ser tenidos realmente en cuenta? Muy grave es, sin embargo, que pese a esa realidad el Papa, la máxima e indiscutible autoridad del catolicismo, haya hecho un gesto en su favor. Las posiciones negacionistas de Williamson respecto del Holocausto nada pesaron cuando el Papa levantarle la excomunión a él y sus compañeros que les había impuesto Juan Pablo II. Ni este tema, ni la sistemática negación que los lefebvrianos mantienen respecto de los profundos cambios que el Concilio Vaticano II introdujo en la vida de la Iglesia Católica.
Tanta topeza política y diplomática ha generado una serie de acres críticas de parte de los sectores perjudicados por las acciones del jefe de l Iglesia y dudas sobre la capacidad deiplomática de Benedicto. Pero más allá de la falta de tacto, poco a poco va quedando en evidencia que el papado de Benedicto XVI se inscribe en la línea de restauración conservadora que pretende dejar de lado por lo menos parte de las aperturas que el Concilio Vaticano II. El episodio actual sigue a otros, como el ocurrido en el 2005 con las declaraciones del Papa que ofendieron al islamismo y de las que también tuvo que rectificarse. Pero además a una serie de decisiones institucionales que, por ejemplo, vuelven al centralismo romano en detrimento de la autonomía de las iglesias locales y –lo que es aún más grave– a la reafirmación de que el catolicismo, por sobre todas las cosas, se considera único poseedor de la verdad. Lo que equivale a reafirmar algo que el Vaticano II corrigió: que fuera de la Iglesia Católica no hay salvación.
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