sábado, 12 de abril de 2008

La Verdadera Cara del Populismo


Hasta no hace mucho tiempo, un sector de la progresía latinoamericana pretendió poner de moda defender al populismo (¿verdad Hernán Gómez?) a la luz de los “indiscutibles” éxitos económicos de los gobiernos kirchnerista en Argentina y chavista en Venezuela y de los triunfos electorales de Evo, Ortega y Correa. Hoy que la engañosa burbuja de la recuperación populista está llegando a sus límites, tanto en Argentina como en Venezuela, y que el prestigio de tanto de Evo como de Correa se desmorona volvemos ver el verdadero rostro del populismo: el de la violencia, el autoritarismo y el odio. En México, López Obrador y su secta de violentos y retardatarios procura aprovechar la necesidad ingente que tiene el país de reformar su política petrolera para recuperar las posiciones políticas perdidas en el transcurso de los últimos años con su acostumbrado discurso demagógico de reacción y odio. El agraviante espectáculo ofrecido por los diputados del FAP en el Congreso de la Unión pinta como nada la realidad del populismo como un fenómeno violento y despótico del que México, desgraciadamente, no está exento.

Los populistas como López Obrador y sus compañeros de viaje sólo conocen el lenguaje del agravio y únicamente se centran en identificar a sus enemigos. Siempre el odio, siempre el rechazo frontal, siempre dos bandos separados y enfrentados por el veneno del rencor. Esta violencia impulsada por los perredistas en México, como la de D’Elia en Argentina y Chávez en Venezuela en una tradición que suele no respetar las reglas institucionales del Estado de derecho: a grandes rasgos, ésta es la recreación latinoamericana del populismo.
El populismo creció sobre teorías irracionales como el Volkgeist de Herder, que luego encantó a los nazis. También sobre el Narod, palabra equivalente en ruso, tomada por la derecha paneslavista. El fenómeno de las masas -potente manifestación del pueblo- fue desmenuzado críticamente, desde distíntos ángulos, por Gabriel Tarde y Gustave Le Bon y luego por Sigmund Freud y Elias Caneti. El populismo no sólo pretende estirar al máximo la cuerda de la hegemonía en el ejercicio del poder, sino que también busca impulsar una política económica que sea al mismo tiempo distributiva y nacionalista. Ningún populista suele pensar de entrada en los prerrequisitos del crecimiento, en el temple equitativo de la ciudadanía fiscal y en la fortaleza de las instituciones. Aun cuando establezcan constituciones a la medida del designio que los anima, la premisa básica de los populistas es que mandan los hombres por sobre el gobierno de la ley. El populismo es el espejo desfigurado de la democracia representativa y pluralista. Pero el problema que trae el populismo a nuestra circunstancia, más allá de juzgarlo como un hecho lamentable, deriva de los antecedentes que lo producen. ¿Por qué estos registros de pretendida ira popular que rechaza con saña a quienes se ubican en la vereda opuesta? El pueblo en la calle puede expresar la salud cívica de una democracia o bien puede dar testimonio de una honda división política y social. Ahora parece predominar esta última característica con sociedades polarizadas, que parece cortada de un tajo, dominada por instintos y pasiones. En una palabra, la violencia de las palabras, que se confunde con la violencia de las municiones.

El problema del populismo permanece abierto sin que por ahora se atisbe una solución inmediata. Este fracaso, menester es reconocerlo, obedece a que, salvo contadas excepciones, en América Latina la democracia representativa no ha cumplido con las promesas de la estabilidad, reformismo y lucha contra la desigualdad. Cuando estos atributos fallan, la representación política de los partidos también caduca y entonces la condición pública de la ciudadanía se desenvuelve entre la inseguridad, la cuasi anarquía o las fracturas que genera el populismo. Se ha dicho, con razón, que la democracia es un régimen que, por propia definición, no elimina de su trama histórica la incertidumbre y el riesgo de la libertad. Pero una cosa es la incertidumbre que nace de una competencia abierta entre partidos responsables, titulares alternativos del gobierno y de la oposición, y otra cosa muy diferente es la situación semicaótica en que está sumida, en uno y otro de sus vértices, América Latina, debido a la incapacidad de las dirigencias para actuar con responsabilidad. El populismo es lacelebración extrema de la irresponsabilidad. El populismo es una tentación sólo superable con la disciplina que impone la democracia férreamente unida al Estado de derecho. Lo demás es pereza, ineptitud y, al cabo, desolación

El populismo anhela una comunidad sin contradicciones, sin pluralidad. No sólo hace regalos a los pobres, sino también a las demás franjas sociales. Los empresarios -como ha sido evidente en muchos casos- dejan de ser competitivos; en lugar de apostar a la imaginación y la excelencia, se instalan a la sombra del caudillo (o del Estado que él comanda), para obtener privilegios y ganancias fáciles. Los beneficios son el resultado de la obsecuencia, la corrupción y la mentira, no de méritos ejemplares. El sector productivo languidece, porque no recibe estímulos como los que se dedican a acariciar desvergonzadamente los dedos del poder. Asimismo, el populismo simula ser revolucionario, y lo simula muy bien. De ese modo atrapa la pasión de jóvenes, intelectuales y gente solidaria, que cae bajo sus malabarismos ideológicos. Utiliza el concepto pueblo como si fuese una esencia supraindividual, una unidad perfecta. El líder, su partido y la nación constituyen un todo sin fisuras. La lealtad se debe ejercer de abajo hacia arriba, nunca en forma recíproca. El pueblo se debe al líder y el líder "dice" (sólo dice) que se debe al pueblo. En el populismo molesta la división de poderes, la alternancia política, la independencia de la justicia, aunque las simulen respetar (violándola sin escrúpulo ni respiro). Agreguemos que el populismo infunde pereza en el pensamiento. La culpa de todo está siempre en otra parte (la derecha, los gringos, los complots, los enemigos del pueblo, los innombrables). Lo único que cabe hacer es quejarse, protestar. Inhibe la crítica racional y de fondo como condición sine qua non de su modus operandi y, en consecuencia, aleja la posibilidad de hacer buenos diagnósticos y aplicar tratamientos eficientes. El problema son los otros. Por lo tanto, de los otros vendrá la solución. Hay que pedir, exigir, denunciar, odiar y extorsionar.

Como el pueblo y su líder son la misma cosa para el populismo y sus derivaciones, el líder hace lo que el pueblo quiere (dice) y el pueblo se lo cree a pies juntillas. No hay más ley que la del pueblo (dice) y, por lo tanto, puede cambiarla o violarla cuantas veces se le ocurra, porque lo hace por deseo o pedido del pueblo (dice). En verdad, la ajusta a sus egoístas intereses. Esto es calamitoso, porque genera una terrible inestabilidad jurídica que, sin embargo, no se percibe ni repudia como tal. La inestabilidad jurídica perturba la inversión y afecta al aparato productivo. Los países con inestabilidad jurídica son invariablemente pobres. Pero el populismo se las arregla para construir sofismas a partir de una curiosa hipótesis: que la estabilidad beneficia a unos más que a otros. Lo cual es cierto en el corto plazo, pero a la larga rinde altos dividendos a la sociedad en su conjunto.
Ha llegado la de combatir de rente al populismo con las armas de la razón y con la suficiente determinación política. ¿Podrá el tímido Felipe Calderón hacerlo, asesorado por Mourniño, su estadista de cabecera? Lo dudo. Por eso las respuestas deben venir de parte de la sociedad. Urge superar definitivamente los exabruptos y violencias que envilecen y rebajan el nivel de nuestra vida cívica. Ha llegado la hora de que sustituyamos el lenguaje del agravio y encausemos el debate político hacia la vía del respeto y la dignificación del adversario. Que el futuro sea cada vez más el fruto de una convivencia fundada en la aceptación del "otro" como base y fundamento de una sociedad auténticamente pluralista basada inequívocamente en el respeto irrestricto a la dignidad ajena sin subestimarnos e insultarnos.

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