La cristalización en la monarquía parlamentaria en la Inglaterra del siglo XVIII significó la popularización de una cultura que hasta entonces había sido patrimonio casi exclusivo de la aristocracia. Surgió entonces un nuevo público lector que, alentado desde los periódicos, otorgó a los escritores la posibilidad de vivir de su oficio. Los dos principales representantes de esta tendencia fueron Daniel Defoe y Jonathan Swift, uno en las antípodas del otro. Defoe, defensor activo de la ética puritano-burguesa, concibió con Robinson Crusoe el himno de una clase ambiciosa y optimista, consciente de su ascenso. El tory Swift, por el contrario, escribió con la pluma del resentimiento. Misántropo, desilusionado de la Ilustración, entrevió el fariseísmo donde otros no lo percibían –porque, según decía él mismo, “odiaba mejor”-, y su objetivo era atormentar al mundo, más que divertirlo.
Su obra quizá más ácida fue El cuento de una Barrica (“Escrito para el perfeccionamiento universal de la humanidad”, reza el subtítulo) es básicamente una sátira-panfleto destinada a defender la Iglesia de Inglaterra contra las ideas impregnadas de materialismo de Tomas Hobbes. Lo notable radica en que, mediante una brillante operación de sutileza, Swift consiguió que la obra involucrara en su burla a lo presuntamente defendido, para convertirse finalmente en un ataque contra las iglesias en general y contra toda verdad que se pretendiese eterna. Transportado a nuestra época el cometido iconoclasta se cumple de todos modos: la querella en torno a los trajes con que Swift degrada las disputas entre el papado, Lutero y Calvino, bien podría aplicarse a los cismas que se producen en el seno de los credos políticos contemporáneos. Nadie dejará de disfrutar del texto, pues, como advierte el mismo autor, la sátira tiene la ventaja de que “cada uno cree que va dirigida al prójimo y se desentiende sabiamente de la parte de responsabilidad que sobre él recae, para colgarla sobre las espaldas del mundo”.
En la obra de Swift pueden encontrarse asombrosas anticipaciones de los teoremas psicoanalíticos acerca de la sublimación y de la cultura como neurosis. En efecto, cuando Swift escribe que “la corrupción de los sentidos es la generación del espíritu”, o que “el entendimiento humano... debe estar inquieto y saturado por los vapores que ascienden de las facultades inferiores, para regar la inventiva y hacerla fecunda”, no está sino adelantando que lo espiritual nace de la represión de la sensualidad. Tal vez esto explique su manifiesto gusto por lo escatológico. Lo cierto es que a Jonathan Swift, una de las plumas más refinadas de su época, le importaba muy poco que la crítica condenara sus deslices excrementales. Sabía, como Horacio, que al hombre no le es fácil aceptar que “nacemos entre el orín y las heces”. Sus contemporáneos, por lo pronto, acabaron por dejarlo de lado, por más que antes lo hubieran nombrado Ciudadano Honorífico de Dublín. Swift fue enloqueciendo paulatinamente; en 1745, al morir, legó todos sus bienes para la construcción de un manicomio.
Sí, porque este Martillo de modernos herejes, pesimista empedernido en la era de las utopías, osó enfrentarse a la diosa Razón cuando ésta reclamaba ya, por derecho, un lugar en el Olimpo. Por ello fue desterrado, parece lógico, a los confines de la locura. En septiembre de 1725 escribe a Pope: “El edificio de mis viajes se yergue sobre ese gran fundamento de misantropía.” Frente al ideal rousseauniano que garantizaba la confianza de la Ilustración en el advenimiento de la Edad de Oro, Swift se veía impulsado a avanzar la sospecha de la existencia de un fuerte componente irracional en la naturaleza humana. Así, acabará por ver en sus hermanos yahoos (salvajes rousseanianos), a esos europeos que en Brobdingnag eran ya definidos como “la más perniciosa raza de odiosas sabandijas, a las que jamás permitiera la Naturaleza arrastrarse por la faz de la tierra”. Tamaña opinión, que es temprana lucidez, que no desengaño del mundo, resultaba, incluso en su calidad de hipérbole, de difícil digestión para una comunidad que adjudicaba a la Razón carácter mesiánico. Su despiadada ironía, que seguramente le es infiel con frecuencia, no le será perdonada. Por ello, gran parte de la swiftología gira en torno al tema de la locura. Con el psicoanálisis la locura de Swift cobra nuevos matices, los alardes escatológicos y el horror a las vísceras fascinan a esos individuos premonizados por él cuando escribió “saben un modo de leer el destino del hombre echando una vistazo a sus posaderas”
Swift jamás niega las acusaciones que se formulan contra su cordura. Los síntomas neuróticos en la obra swiftiana resultan evidentes, más aún, conscientes ejemplos de esa locura, que es el motor del mundo.
Algunas citas de Swift:
No hay nada constante en el mundo, salvo la inconstancia.
No hay nada constante en el mundo, salvo la inconstancia.
La mayoría de las personas son como alfileres: sus cabezas no son lo más importante.
El pan es el báculo de la vida.
Ningún hombre sabio quiso nunca ser joven.
A veces leo un libro con placer y detesto al autor.
Tenemos bastante religión como para odiarnos, pero no suficiente para amarnos.
La felicidad es el privilegio de ser bien engañado.
Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede reconocérsele por este signo: todos los necios se conjuran contra él.
La ambición suele llevar a los hombres a ejecutar los menesteres más viles: por eso para trepar se adopta la misma postura que para arrastrarse.
Cuando el diablo está satisfecho suele ser buena persona.
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