Murió Bobby Fischer, genio y gran rebelde del ajedrez. Como homenaje, reproduzco el perfil que publica hoy el ajedrecista (maestro internacional) y comentarista Leontxo García en El País.
Rebelde en jaque perpetuo
por LEONTXO GARCÍA
Hasta su edad al morir, 64 años, uno por cada casilla del tablero, está ligada al ajedrez. Y la ciudad en la que Bobby Fischer murió anoche por una enfermedad renal, Reikiavik (Islandia), es la misma en la que destruyó la hegemonía soviética al destronar a Borís Spasski en 1972, en plena guerra fría entre EEUU y la URSS; la misma que le lanzó a la idolatría de millones de aficionados, y que le convirtió en el ajedrecista más carismático de todos los tiempos.
Fischer fue un rebelde con mayúsculas, hasta el punto de que era asilado político en Islandia por una orden de busca y captura de la Casa Blanca tras violar el embargo contra Yugoslavia al disputar allí la revancha contra Spasski en 1992. El 1 de septiembre de ese año, en su primera rueda de prensa tras 20 años de reclusión, con periodistas hasta debajo de las mesas porque no cabían en otro sitio, con corresponsales de guerra que habían dejado de cubrir la de la vecina Bosnia para ilustrar el retorno de Fischer en Sveti Stefan (Montenegro), el niño terrible del ajedrez escupió ante las cámaras sobre un documento del Gobierno de EEUU que le conminaba a no jugar con Spasski en Yugoslavia, con una bolsa de cinco millones de dólares. Pero quien le persuadió para disputar ese duelo no fue el dinero, sino una húngara de 19 años, Zita Rajcsanyi, de la que Fischer estuvo enamorado durante un par de años.
Hasta su edad al morir, 64 años, uno por cada casilla del tablero, está ligada al ajedrez. Y la ciudad en la que Bobby Fischer murió anoche por una enfermedad renal, Reikiavik (Islandia), es la misma en la que destruyó la hegemonía soviética al destronar a Borís Spasski en 1972, en plena guerra fría entre EEUU y la URSS; la misma que le lanzó a la idolatría de millones de aficionados, y que le convirtió en el ajedrecista más carismático de todos los tiempos.
Fischer fue un rebelde con mayúsculas, hasta el punto de que era asilado político en Islandia por una orden de busca y captura de la Casa Blanca tras violar el embargo contra Yugoslavia al disputar allí la revancha contra Spasski en 1992. El 1 de septiembre de ese año, en su primera rueda de prensa tras 20 años de reclusión, con periodistas hasta debajo de las mesas porque no cabían en otro sitio, con corresponsales de guerra que habían dejado de cubrir la de la vecina Bosnia para ilustrar el retorno de Fischer en Sveti Stefan (Montenegro), el niño terrible del ajedrez escupió ante las cámaras sobre un documento del Gobierno de EEUU que le conminaba a no jugar con Spasski en Yugoslavia, con una bolsa de cinco millones de dólares. Pero quien le persuadió para disputar ese duelo no fue el dinero, sino una húngara de 19 años, Zita Rajcsanyi, de la que Fischer estuvo enamorado durante un par de años.
Esa misma cantidad es la que le ofreció el dictador filipino Ferdinand Marcos por defender su título en 1975 contra la emergente estrella soviética Anatoli Kárpov. Pero, en su rebeldía extrema y su fidelidad a principios inamovibles, Fischer exigió que la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE) aceptase sus condiciones ?propuso que se jugase al mejor de diez victorias, sin límite de partidas, los empates no contaban-, que hacían impredecible la duración del Mundial. La FIDE se negó, Fischer renunció a convertirse en millonario y desapareció de la vida pública durante veinte años.
Ciertamente, la coherencia de Fischer con sus ideas fue máxima. En 1965, logró que Fidel Castro se comprometiera en público a no utilizar políticamente su participación en el torneo de La Habana a través del teletipo, ya que la Casa Blanca le impedía viajar a Cuba. Y en 1972, cuando Fischer estimó que la bolsa inicial de su duelo por el título contra Spasski en Reikiavik era "una miseria", ocurrieron dos cosas extraordinarias: primero tuvo que intervenir nada menos que Henry Kissinger, Secretario de Estado, para rogarle que jugase; pero lo esencial fue que el mecenas británico Jim Slater agrandó la bolsa en 125.000 dólares.
Sin embargo, esa coherencia también escondió un miedo patológico a perder, a ser destronado por Kárpov, con quien negoció en secreto en 1976, en Córdoba y Madrid. Cuando ambos estaban de acuerdo en disputar un duelo, Fischer exigió que se llamase "Campeonato del Mundo Profesional", a sabiendas de que el Kremlin jamás lo aceptaría, y se rompió el diálogo.
Fischer era un rebelde en jaque perpetuo, perseguido realmente por la Casa Blanca, pero también por muchos más en su paranoia, que le llevó a desarrollar una doble o triple personalidad, antitética e insoportable para quienes le conocimos en la intimidad, y quizá también para él mismo. Dotado de un cociente intelectual superior al de Einstein, era maravilloso verle analizar una partida de ajedrez, entrañable cuando narraba con emoción infantil su viaje para visitar los dragones de la isla de Komodo (Indonesia) y muy interesante escuchar sus opiniones sobre política internacional, a pesar de su anticomunismo visceral. Pero también era espantoso ser testigo de su racismo contra los judíos, a pesar de que su madre era judía, alimentado por las amistades filonazis que hizo en Alemania durante sus veinte años de misterio.
Muy probablemente, la parte más oscura de la personalidad de Fischer tiene mucho que ver con su poco recomendable infancia. Su madre, Regina, políglota, hiperactiva, paranoica y sospechosa de espiar para la URSS -según los archivos del FBI- se había separado del biofísico alemán Gerhardt Fischer, luchador en el bando republicano de la Guerra Civil española. Mucho más tarde se supo que el verdadero padre de Bobby fue el científico húngaro Paul Nemenyi, también judío, y también sospechoso de espiar para la URSS. Nadie impidió que Fischer abandonase la escuela en su adolescencia y centrase su vida exclusivamente en el ajedrez, lo que impidió que adquiriese una cultura general hasta que ya fue adulto y probablemente favoreció su desequilibrio mental.
El lado negro de Fischer sólo tiene una utilidad póstuma: es un argumento para convencer a los jóvenes talentos del ajedrez de que no abandonen su formación paralela como seres humanos. Pero el lado bueno del jugador más carismático en más de quince siglos de historia del deporte mental incluye un legado tan magnífico como inmortal: sus mejores partidas, que producen en el aficionado una sensación similar a la de la Novena de Beethoven en un melómano. Esas obras de arte no morirán nunca.
(este último párrafo es una mamada de lo más cursi y moralina, pero el resto del artículo sí que vale la pena)
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