martes, 6 de noviembre de 2007
¿Es la Democracia Realmente Representativa?
El problema fundamental de las democracias contemporáneas es el que tiene que ver con la representatividad, y ese no se solucionará con una simple reforma electoral. El problema derivado de la enorme desconfianza ciudadana en sus representantes se vincula también con la falta de un aceitado diseño institucional con capacidad de control mayor, donde las instituciones sean más fuertes que los cargos y sus ocupantes no terminen convirtiéndose en poderosos burócratas que virtualmente privatizan la función pública y tienen capturadas a las instituciones.
En su obra "En defensa de la política" , el profesor inglés Bernard Crick sostiene que renunciar a la política es destruir justo lo que pone orden en el pluralismo y lo que permite disfrutar de la variedad sin padecer la anarquía ni la tiranía de las verdades absolutas.
Pretender luchar contra la política equivale a un salto al vacío. En cambio, es factible enfrentar la política mal entendida, esa que Benjamin Disraeli definió como “el arte de gobernar mediante el engaño”. Pero difícilmente pueda construirse algo desde el permanente conflicto. La más sana de las prácticas democráticas es el diálogo.
Pero el hecho es que la vieja política ha quedado prisionera de obsoletos reflejos condicionados. Yace atada a tradiciones de improvisación, corazonadas, negociaciones miopes, recursos demagógicos. Es impresionante que en menos de dos décadas casi toda América Latina erradicara dictaduras y estableciera democracias. Pero en ese mismo tiempo fue zangoloteada por latrocinios de espanto, encabezadas por los mismos presidentes “democráticos”, como fue el caso de Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Collor de Mello en Brasil, Alberto Fujimori en Perú, Carlos Menem en la Argentina, Chávez en Venezuela y un largo etc.
Pero no sólo nos ha dañado la corrupción. Nos ha dañado la falta de grandeza y de altura de miras. Cuando nuestros políticos se enfrentan con los problemas que ahora han crecido como la jungla de una pesadilla, no saben hacer otra cosa que la que hicieron durante toda su vida: deliberar, calcular, tantear, resbalando sobre las arcaicas y hondas huellas. No desarrollan el pensamiento estratégico, no se concentran en perseguir la utopía, no se atreven a arriesgarse a cambios de verdad. Los tiene encadenados el gatopardismo, tan ruin y baladí como el descrito por Lampedusa.
Deben de sentirse muy afligidos. Los mejores, bastante tristes. Los peores, aguardando nuevas oportunidades. Lamentablemente, han dejado que la sangre llegue al río. Ya no queda tolerancia.
¿Qué hará la sociedad? Por ahora demuestra que abandonó su letargo. En las aguas profundas ha madurado. Es una sociedad más participativa. Ahora se manifiesta de diversas maneras. Impugna a la clase política. Si los políticos no demuestran que están tomando nota, esta marea social corre dos peligros: perder eficacia o, peor, convertirse en el nubarrón de la anarquía. Para muchos exaltados ha llegado la hora de sustituir progresivamente a la democracia representativa por mecanismos de democracia directa. En "El nuevo príncipe", Dick Morris habla del paso de la democracia representativa (madisoniana) a la directa (jeffersoniana) y señala que desde que el referéndum se volvió popular en California la Legislatura de ese Estado se ha vuelto cada vez más un cuerpo ministerial que ejecuta las decisiones políticas tomadas por los propios votantes, a través de los 10 o 12 temas incluidos en las boletas de voto sobre los cuales resuelven cada día de elecciones. "Los votantes quieren manejar el espectáculo directamente y se muestran impacientes con los intermediarios que se interponen entre sus opiniones y la política pública", afirma el ex asesor de Bill Clinton.
Este afán por la democracia directa se ha visto reforzado en California tras el polémico voto de juicio político (recall) mediante el cual los californianos se deshicieron del mediocre gobernador Gray Davis (quien había sido reelecto menos de un año antes), para poner en su lugar al “actor” Arnold Schwarzenegger. Asimismo, la recurrencia a los referéndums y de las iniciativas populares se hace patente en creciente número en cada vez más estados de la Unión Americana.
El tema de la recurrencia a formas de democracia directa en Estados Unidos ha abierto un debate que alcanza no sólo a aquel país, sino al mundo entero. El proceso abierto en California es la secuela de una moda establecida en los setenta, principalmente en los Estados del Oeste (Washington, Oregón y la misma California), de recurrir directamente a la ciudadanía para aprobar leyes sin pasar por las cámaras legislativas estatales. Esta apelación a la democracia directa, plebiscitaria y refrendaria frente a la democracia representativa y republicana atenta, según explica exhaustivamente el decano del periodismo político estadounidense y columnista de The Washington Post, David Broder, en su libro La democracia descarrilada: iniciativas populares y el poder del dinero contra los principios mismos en los que se inspiraron los Padres Fundadores para la redacción de una Carta Magna que ha demostrado su vitalismo en sus más de 200 años de vigencia, al tiempo que "amenaza con subvertir en las próximas décadas el sistema de gobierno americano". Broder recuerda que los autores de la Constitución desconfiaban de los excesos que podría producir una democracia pura, a la griega, en el nuevo país y, por eso, inspirados en las ideas de Locke y Montesquieu -contrato social y separación de poderes, junto a un estricto sistema de controles y equilibrios- remacharon el principio republicano de "democracia representativa". Como el propio Madison explicó, la diferencia entre una democracia pura y una República radica en que "en ésta, el gobierno -y la elaboración de las leyes- se delega en un pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto", mientras que, en el primer caso, toda la ciudadanía participa, como en el ágora ateniense .
El llamado "gobierno por iniciativa popular", vigente ya en 24 de los 50 Estados de la Unión, no sólo constituye "un desvío radical" del sistema de controles y equilibrios vigente, sino que, como recuerda Broder, "se ha convertido en un gran negocio -250 millones de dólares en 1998-, en el que abogados, asesores de campaña, compañías dedicadas a la consecución de firmas y otros desaprensivos venden sus servicios a diversos grupos de interés que sólo persiguen su interés particular" . Por eso, el peligro no es que Arnold Schwarzenegger, cuyo coeficiente intelectual y moderación política es superior a algunos miembros de la actual Administración de Washington, salga elegido gobernador de California, sino que se institucionalice un sistema a todas luces inconstitucional, aunque, hasta ahora, el Tribunal Supremo federal no haya querido intervenir en lo que considera, por el momento, un derecho de los Estados. Asimismo, y en atención al caso mexicano, vale la pena recordar lo inadecuado que resulta para democracias en vías de consolidación como la nuestra atenerse facilonamente al ejemplo norteamericano, cuya excepcionalidad ha sido ampliamente estudiada y documentada por una gran número de celebres pensadores .
¿De verdad la democracia representativa se encuentra agotada? ¿Ha llegado la hora de institucionalizar como mecanismos de decisión permanentes a instrumentos como el referéndum, el plebiscito, la iniciativa popular y la revocación de mandato? La experiencia nos enseña que debemos irnos con cuidado a la hora de ensalzar, sin más, estos métodos, los cuales pueden llegar a ser instrumento de demagogos e incluso de regímenes autoritarios. No han sido pocos los analistas y politólogos que, tras hacer estudios muy profundos sobre el tema, han llegado a la conclusión de que las fórmulas de democracia directa deben ser consideradas como un complemento útil de la democracia representativa, no como su inminente sustituto.
Pese a lo que digan sus más acérrimos críticos, la democracia representativa no ha muerto, aunque urge reflexionar sobre las causas de su actual crisis y actuar, de manera responsable para hacer las correcciones pertinentes.
Es cierto que la gente ha perdido su confianza en las elecciones. Tanto en democracias consolidadas como en las naciones de democratización reciente declina la concurrencia a las urnas. Los ganadores son partidos o candidatos que reciben segmentos cada vez más menguados del voto popular. Desde Italia y Noruega hasta Argentina y México, los gobiernos mayoritarios sólo pueden constituirse con el apoyo de minorías.
Las excepciones aparentes no demuestran lo contrario. Pocos presidentes norteamericanos fueron respaldados por mucho más del diez por ciento de los votantes elegibles. En verdad, la mitad de éstos ni siquiera están empadronados; la mitad de quienes sí lo están, no votan, y menos de la mitad de quienes votan lo hacen por el candidato victorioso. El colmo del escándalo sucedió en los comicios del año 2000, cuando Bush Jr. resultó electo obteniendo un número menor de electores “populares” que el registrado por su contrincante demócrata, gracias a los caprichos de un obsoleto sistema electoral.
Otros resultados aparentemente más contundentes tienen, a su vez, flancos débiles que mostrar. La mayoría "aplastante" que Tony Blair obtuvo en las elecciones generales del 2001 en la Gran Bretaña parada sobre una movediza ciénega: el laborismo superó apenas el 40 por ciento de los sufragios efectivos. En consecuencia, sólo el 24 por ciento del electorado total apoyó al partido de Blair. En la mayoría de los países, las elecciones actuales se parecen muy poco a las de hace veinte años, y menos aún a las de hace medio siglo. ¿Qué ha sucedido?
Una respuesta obligada es: los votantes desconfían de los partidos políticos. La democracia electoral funciona por intermedio de organizaciones que proponen candidatos representativos de determinados paquetes de opciones políticas, expresados en un "manifiesto" o "plataforma". Sin embargo, por diversos motivos, esta vieja práctica se ha vuelto obsoleta.
Las plataformas ideológicas de los partidos han perdido fuerza. Los votantes no aceptan los paquetes específicos que aquéllos les ofrecen: quieren escoger por sí mismos y con detenimiento. Además, los partidos se han transformado en máquinas constituidas por cuadros de insiders muy organizados. Paradójicamente, también se han vuelto más tribales al perder su particularidad ideológica. Pertenecer importa más que tener un determinado conjunto de convicciones. Esta evolución los apartó del ámbito del electorado. El grueso de éste no desea pertenecer a ninguno en particular; por tanto, el juego partidario pasa a ser un deporte de minorías. Esto hace que el público recele aún más de los partidos políticos, entre otras razones (y no es la menor), porque, como todo deporte profesional, es caro.
Si el costo recae en el contribuyente, le genera resentimiento. Pero si los partidos no son sostenidos por el Estado, deben buscar fondos por vías con frecuencia dudosas, cuando no ilegales. Entre los grandes escándalos políticos de las últimas décadas, no pocos tuvieron origen en la financiación privada de partidos y candidatos. Por ello debe contemplarse a la financiación estatal por lo menos como un “mal menor”. Eso sí, deberán establecer mecanismos mucho más estrictos para la fiscalización de los recursos públicos que se destinan a los partidos, así como efectuar reformas para evitar que las campañas electorales sean tan onerosas.
Otros indicadores confirman la impopularidad de los partidos (por ejemplo, la marcada declinación de sus padrones de afiliados). No obstante, siguen siendo indispensables para la democracia electiva. El resultado es una desconexión evidente entre los actores políticos visibles y el electorado. Como los partidos operan en los parlamentos, la desconexión afecta a una de las instituciones democráticas cruciales. El pueblo ya no se considera representado por los parlamentos; por consiguiente, éstos no están investidos de la legitimidad necesaria para tomar decisiones en su nombre. De ahí las demandas, expresadas constantemente en México por algunos de nuestros avezados “líderes de opinión” en el sentido de recortar el número de los legisladores que integran las cámaras legislativas, incluso mediante el equívoco de eliminar la repartición proporcional de escaños.
Dicho en los términos expresados por Dahrendorf : “A esta altura, entra en juego otro hecho totalmente disociado de aquél. El pueblo está más impaciente que nunca. En tanto consumidor, se ha habituado a la gratificación instantánea. Pero como votante debe esperar a que se manifiesten los frutos de su elección en las urnas, si los hubiere. A veces, nunca ven los resultados deseados. La democracia necesita tiempo, no sólo para votar, sino también para deliberar, revisar y compulsar. El consumidor-votante es reacio a aceptar esto y, por ende, se aparta” .
Como hemos visto, hay alternativas, pero cada una plantea sus propios problemas como solución democrática. La acción directa mediante manifestaciones callejeras se ha vuelto un hecho común y, a menudo, eficaz. También tenemos a las organizaciones no gubernamentales, al parecer más estrechamente conectadas con la ciudadanía, aunque muchas veces sus estructuras no sean democráticas. Y más allá, por supuesto, la posibilidad de desconectarse por completo, dejar la política a los profesionales y concentrarse en otros ámbitos de la vida. Esta última opción es la más peligrosa porque sustenta el autoritarismo progresivo que caracteriza a nuestra época. Pero las otras señales de desconexión también crean una gran inestabilidad, en la que nunca podemos decir cuán representativas son las opiniones predominantes. Algunos quieren abrir paso entre la maraña aumentando la democracia directa. Pero no podemos establecer conexiones duraderas entre gobernantes y gobernados reduciendo el debate público al simple referéndum.
Hay mucho que decir en favor de mantener las instituciones clásicas de la democracia parlamentaria y tratar de reconectarlas con la ciudadanía. Después de todo, los partidos impopulares y la menguante concurrencia a las urnas podrían ser meros fenómenos pasajeros. Quizá surjan nuevos partidos que reanimen las elecciones y el gobierno representativo. Pero, probablemente, esto no bastará para devolver a los gobiernos elegidos su perdida legitimidad popular. Repensar la democracia y sus instituciones debe ser, pues, una tarea prioritaria para todos cuantos apreciamos la constitución de la libertad. La democracia se corrige con mejor democracia, nunca con más de lo mismo.
Una revisión sumaria de la historia de los partidos políticos en América Latina concluye, sin hipérboles, que los esfuerzos por establecer sistemas de partidos viables y democráticos han encontrado más obstáculos que condiciones favorables, más fracasos que éxitos, pero sin la presencia de los partidos el desarrollo político hubiera sido mucho más frustrante.
Asimismo, por ningún motivo debemos despreciar la necesidad de iniciar la construcción de una nueva cultura cívica orientada a entender la democracia y sus instituciones. Sería deseable que en esta tarea confluyeran todos los principales actores sociales. Una nueva cultura ciudadana prohijada en la democracia restauraría la credibilidad en las instituciones. Sin embargo, en México la cultura clientelar en la que se sustentó el viejo régimen autoritario fabricó un círculo vicioso que será muy difícil de romper.
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