“El odio es el sentimiento más fácil de promover.
Las masas
pueden movilizarse sin creer en Dios,
pero jamás sin creer en el diablo”
Alberto Moravia
La democracia norteamericana alcanzó uno de los niveles
más bajos de su historia la semana pasada con los viles ataques del
atrabiliario Donald Trump contra cuatro legisladoras demócratas de distintos
orígenes étnicos, primero en su ya infame cuenta de Twitter y luego en un lamentable
mitin ante una muchedumbre exaltada.
Como el buen populista que es, Trump es hábil cuando
necesita presentar una narrativa de héroes y villanos. Por eso el discurso de
odio será el eje de su campaña rumbo a la reelección en 2020.
La idea es reforzar su popularidad entre la clase
trabajadora blanca, atraer el mayor número posible de votantes temerosos de los
cambios culturales y explotar al máximo los prejuicios de la xenofobia.
Trump escogió como objetivos de sus ataques a cuatro
nuevas congresistas demócratas, todas parte del ala más progresista del Partido
Demócrata, de hecho, algo ingenuas, para tratar de instigar en la campaña no
solo el odio racial, sino el miedo al “socialismo”.
Estrategia ruda, falaz y cínica, inadmisible desde el
punto de vista de cualquier buen estadista con vocación democrática.
Evidentemente, no es este el caso de Donald Trump, a
quien no le importa legitimar cualquier forma de rechazo y discriminación con
tal de ganar en las urnas.
El odio se hace presente cada vez con mayor fuerza en
las calles, colegios, lugares de trabajo y las redes sociales. Estados Unidos ha
registrado en los últimos tres años un crecimiento constante de los denominados
“crímenes de odio”, aquellos motivados por razones de raza, color de la piel,
religión, orientación sexual, discapacidad e identidad de género.
El informe más reciente del FBI reporta un incremento en
los crímenes de odio de casi 17 por ciento en 2017 respecto del año previo.
El radicalismo político siempre se ha nutrido de las
retóricas intransigentes y el simplismo conceptual. Desgraciadamente, en
demasiadas ocasiones estas falacias encuentran eco en las urnas.
Pero la estrategia del odio puede resultar
contraproducente. O por lo menos eso uno quisiera pensar.
En el caso de Estados Unidos, Trump corre el riesgo de
al movilizar a sus bases más radicales haga los mismo con las de los demócratas,
además de provocar a un número creciente de electores independientes de
educación alta y media, poco proclives al discurso de odio, en particular las
mujeres, segmentos los cuales, en buena medida, votaron contra los republicanos
en las legislativas de 2018.
Combatir a la irracionalidad con inteligencia, el odio
con empatía hacia el otro, la intransigencia con diálogo y el simplismo
conceptual con información real y verificable. Todo eso suena bien.
Pero estos son tiempos oscuros
Pedro
Arturo Aguirre