México tiene un sistema de gobierno podrido porque carece de instituciones sólidas y dueñas de plena credibilidad, y la clase política no se preocupa en lo más mínimo por fortalecerlas, antes al contrario, las hace objeto de disputa y mercadeo para solaz de partidos y grupos de poder. La construcción y consolidación de las instituciones en una democracia implica limitaciones en los comportamientos de los factores de poder. Las instituciones son productos históricos y surgen de la necesidad de crear órdenes en los que las personas puedan interactuar y reducir el costo de sus intercambios. Las instituciones permiten estructurar y coordinar las opciones de los factores de poder y del resto de los actores sociales. Uno de los códigos informales, pero esenciales, sobre los cuales descansan las instituciones democráticas requiere que los actores se autolimiten para preservar las reglas y vigorizar la legitimidad del sistema en su conjunto. Y aunque la principal regla dentro de un sistema democrático es el gobierno de la mayoría, ésta no es la única, coexiste con otras, tales como los derechos de las minorías. Hay criterios que podríamos llamar “contramayoritarias” diseñados a preservar los derechos de las minorías ante avances de mayorías circunstanciales.
Todas las reglas en una verdadera democracia deben estar por encima de las urnas, justo para evitar que se conviertan en vil botín político. De esta forma, mientras que las mayorías se modifican de acuerdo con las preferencias expresadas por los ciudadanos en cada elección, el conjunto de derechos se preserva fuera del debate coyuntural que las anima. Por eso nunca es justificable que una mayoría electoral vulnere derechos básicos, como lo son las garantías individuales, ni convierta una institución encargada arbitrar por encima de los acores políticos y sociales en mercado de negociaciones políticas entre los partidos. Hoy, bajo el gobierno panista, somos testigos de cómo una instancia que en los años noventa se había distinguido por haber recuperado independencia y legitimidad como es la Suprema Corte de Justicia de la Nación es ahora objeto de las disputas y negociaciones de toma y daca entre los partidos. Calderón, lejos de entender que debe autolimitarse para designar los nuevos ministros en la Corte Suprema, ha decidió impulsar el nombramiento de personas afines a la ideología conservadora de su partido, cuyas acreditaciones profesionales son cuestionables. Incluso en algún caso promueve el nombramiento de un viejo conocido suyo, un maestro (¿Hermano Lelo?), extendiendo a tan trascendental instancia, y de forma particularmente nociva para el país, su deleznable costumbre de nombrar amiguitos cercanos y personajes de sus círculos íntimos en puestos de alta responsabilidad pública. El asunto se agrava cuando vemos al principal partido de la oposición (¿?¡, el inefable PRI, aceptar este tipo de nombramientos a cambio de privilegios y ventajas en otros ámbitos políticos e institucionales.
Todas las reglas en una verdadera democracia deben estar por encima de las urnas, justo para evitar que se conviertan en vil botín político. De esta forma, mientras que las mayorías se modifican de acuerdo con las preferencias expresadas por los ciudadanos en cada elección, el conjunto de derechos se preserva fuera del debate coyuntural que las anima. Por eso nunca es justificable que una mayoría electoral vulnere derechos básicos, como lo son las garantías individuales, ni convierta una institución encargada arbitrar por encima de los acores políticos y sociales en mercado de negociaciones políticas entre los partidos. Hoy, bajo el gobierno panista, somos testigos de cómo una instancia que en los años noventa se había distinguido por haber recuperado independencia y legitimidad como es la Suprema Corte de Justicia de la Nación es ahora objeto de las disputas y negociaciones de toma y daca entre los partidos. Calderón, lejos de entender que debe autolimitarse para designar los nuevos ministros en la Corte Suprema, ha decidió impulsar el nombramiento de personas afines a la ideología conservadora de su partido, cuyas acreditaciones profesionales son cuestionables. Incluso en algún caso promueve el nombramiento de un viejo conocido suyo, un maestro (¿Hermano Lelo?), extendiendo a tan trascendental instancia, y de forma particularmente nociva para el país, su deleznable costumbre de nombrar amiguitos cercanos y personajes de sus círculos íntimos en puestos de alta responsabilidad pública. El asunto se agrava cuando vemos al principal partido de la oposición (¿?¡, el inefable PRI, aceptar este tipo de nombramientos a cambio de privilegios y ventajas en otros ámbitos políticos e institucionales.
La democracia requiere mayorías, pero también requiere reglas, sobre todo requiere reglas, entendidas éstas como instituciones que, entre otras cosas sean capaces de establecer prácticas y garantías contramayoritarias, y la principal "agencia" encargada de aplicarlas no debe estar sujeta al humor de las mayorías circunstanciales. Esta "agencia" es el Poder Judicial, y es por eso debe impugnarse con todo rigor las pretensiones de los partidos hoy mayoritarios a negociar en base de intereses particulares cortoplacistas el nombramiento de los ministros. El problema viene cuando uno se asoma al páramo intelectual e ideológico ese que es la izquierda mexicana con la esperanza de encontrar un firme y eficaz contrapeso contra estas pretensiones de alienar a las instituciones del país y vemos al Duce de Macuspana mandar al diablo a las instituciones, al PRD cada vez más desgajado por sus riñas internas y a los distinguidos hooligans que integran la bancada del PT, ¿Dónde están el Peje, Muñoz Ledo, Ñoroña y el resto de la (auténtica) fauna ahora que, por ejemplo, las legislaturas locales están limitando la libertad de decidir sobre sus derechos reproductivos de las mujeres? ¿Qué iniciativas han tomado para frenar el secuestro de la Suprema Corte por parte de la derecha más retrógrada? No, amigos míos, la deplorable izquierda mexicana no sirve para nada.