La Cámara de Diputados argentina acaba de aprobar una reforma para hacer obligatorias, abiertas y simultáneas las elecciones primarias para elegir a los candidatos presidenciales en todos los partidos que gocen de personería jurídica, tal y como sucede en Uruguay desde la reforma constitucional de 1997. En general es una buena idea esa de celebrar primarias abiertas. Es cierto que en México PRD y PRI, con las sucias prácticas a las que son tan afectos, nos han dado ejemplos muy claros de lo como no deben realizarse elecciones primarias, y el PAN –por antonomasia un partido “cerrado”- se obstina en celebrar sus procesos de forma cerrada, es decir, en la que participan exclusivamente los militantes del partido, y no como debería de ser, extendiendo ese derecho a cualquier ciudadano interesado bajo la lógica de que se trata de entidades de “interés público” que viven a expensas del erario nacional. Los vicios que hemos presenciado en lo concerniente a los comicios internos mexicanos muy bien podrían corregirse si responsabilizamos al IFE (libre ya de la incompetencia de “maguito” Ugalde) de la organización, supervisión y sanción de estos comicios y si los convertimos en mecanismos abiertos y simultáneos, es decir, en elecciones que se celebrarían obligatoriamente en todos los partidos que disfrutan (¡y vaya que lo disfrutan!) de registro, abiertos a cualquier ciudadano que quiera participar en ellos (con la limitante de que sólo podría sufragar en la elección primaria de un único partido político) y celebradas simultáneamente en una única fecha electoral. Eso ayudaría a democratizar a instituciones tan cuestionadas por sus malas prácticas, derroches y crisis de representatividad.
La crisis de los partidos es uno de los sucesos políticos cardinales del fin de siglo. Rebasados por el vertiginoso desarrollo que experimentan las sociedades democráticas contemporáneas, los partidos han sido relativamente lentos en adaptarse a tantos y tan profundos cambios. Sin embargo, ni de lejos han aparecido, instituciones que logren sustituirlos eficazmente. Incluso para los más escépticos, los partidos son “males necesarios” cuya supervivencia está garantizada aún por mucho tiempo, sobre todo si es que logran responder a las demandas de nuestra época y superan el dilema de representatividad por el que atraviesan al establecer vínculos más plausibles con la sociedad.
En efecto, el principal problema de los partidos se refiere a la representatividad. Los nuevos electores y grupos sociales no se sienten necesariamente identificados con los partidos tradicionales, de ahí que defeccionen hacia opciones de la llamada “antipolítica” (ecologistas, chauvinistas, humanistas, milenaristas etc.), se dejen engañar por “el canto de las sirenas” del personalismo demagógico o autoritario (desgraciadamente tan socorrido aún en América Latina) o, simplemente, se abstengan de cualquier participación política, como sucedió en México con nuestros castos anuladores del voto, que vimos actuar con motivo de las elecciones de este año. Es por ello que en la actualidad presenciamos en todo el mundo, en mayor o menor medida, una tendencia a la democratización de las estructuras internas de los partidos políticos, los cuales pretenden perfeccionar su relación con la sociedad y reducir la casi siempre desproporcionada influencia de las burocracias partidistas, señalada por muchos como la principal responsable de esta crisis de representatividad. Por décadas se estimó que los partidos eran una especie de “ejércitos” para los cuales era imprescindible una estructura férrea y una incuestionable disciplina si es que querían salir victoriosos de la “guerra democrática”. Recuérdese, por ejemplo, la célebre ley de hierro de la oligarquía enunciada por Robert Michels: “quien dice organización dice tendencia a la oligarquía” y la descripción de Max Weber de los partidos, a los que definió como “cuerpos que luchan por el poder marcados por la tendencia a dotarse de una estructura marcadamente dominante”. Ahora bien, uno de los efectos más trascendentes que experimentan, o deberán experimentar, los partidos como parte fundamental de su proceso de adaptación a las circunstancias sociales contemporáneas es el progresivo declive del “aparato”. Para sobrevivir, tarde o temprano los partidos deberán transformarse para dejar de ser los andamiajes rígidos y burocratizados descritos por Michels, Ostrogorski y Weber y convertirse en organismos dinámicos marcados por la desideologización y la descentralización de las decisiones. Los partidos del futuro necesariamente serán menos rígidos y estructurados, pero muy probablemente sean más eficientes en su relación con la sociedad. Desde luego, esta flexibilización no deja de tener sus riesgos. Partidos más laxos podrían caer ante los embates del personalismo, ser más dóciles frente a la excesiva influencia de los medios de comunicación, más proclives a vender la imagen de candidatos como si se tratara de detergente, y más dispuestos a caer en la tentación de convertirse en organizaciones “atrapa todo” dedicadas al oportunismo electoral o a cubrir únicamente necesidades coyunturales. No obstante los riesgos, los partidos están en transición y los cambios se refieren fundamentalmente al reordenamiento de sus estructuras organizativas.
Uno de los aspectos fundamentales de la modernización de los partidos se refiere a la selección de candidatos. Precisamente es en este rubro donde las tendencias oligárquicas mencionadas por los estudiosos se han hecho presentes en la vida de los partidos con mayor evidencia. La selección de candidatos a puestos de elección popular en la inmensa mayoría de los partidos ha estado muy lejos de satisfacer plenamente los principios democráticos, al atender la necesidad de mantener la unidad de acción y criterio de la organización frente al reto que supone la competencia en las urnas. Sin embargo, en la actualidad las fórmulas tradicionales de selección de candidatos son poderosamente impugnadas, incrementándose las voces de quienes opinan deben instituirse mecanismos más democráticos. Las elecciones primarias abiertas son un instrumento indispensable para fortalecer los vínculos de los partidos con la sociedad. Y cada vez son consideradas por más gente como la fórmula del futuro para partidos de todas las latitudes, aunque, reitero, el mecanismo no ha estado exento de problemas, errores y otros obstáculos. No todos lo defienden, y es cierto que en algunos casos los resultados han sido francamente contraproducentes. Lo hemos visto en México, pero eso se debe a que no se ha responsabilizado al IFE de su organización y supervisión.
Pugnemos por hacer obligatorias, abiertas y simultáneas las elecciones primarias o internas de los partidos mexicanos como una forma de hacer efectivo aquello de que se trata de instituciones dizque de interés público, digo, ya que le cuestan tanto a nuestros vapuleados bolsillos.
La crisis de los partidos es uno de los sucesos políticos cardinales del fin de siglo. Rebasados por el vertiginoso desarrollo que experimentan las sociedades democráticas contemporáneas, los partidos han sido relativamente lentos en adaptarse a tantos y tan profundos cambios. Sin embargo, ni de lejos han aparecido, instituciones que logren sustituirlos eficazmente. Incluso para los más escépticos, los partidos son “males necesarios” cuya supervivencia está garantizada aún por mucho tiempo, sobre todo si es que logran responder a las demandas de nuestra época y superan el dilema de representatividad por el que atraviesan al establecer vínculos más plausibles con la sociedad.
En efecto, el principal problema de los partidos se refiere a la representatividad. Los nuevos electores y grupos sociales no se sienten necesariamente identificados con los partidos tradicionales, de ahí que defeccionen hacia opciones de la llamada “antipolítica” (ecologistas, chauvinistas, humanistas, milenaristas etc.), se dejen engañar por “el canto de las sirenas” del personalismo demagógico o autoritario (desgraciadamente tan socorrido aún en América Latina) o, simplemente, se abstengan de cualquier participación política, como sucedió en México con nuestros castos anuladores del voto, que vimos actuar con motivo de las elecciones de este año. Es por ello que en la actualidad presenciamos en todo el mundo, en mayor o menor medida, una tendencia a la democratización de las estructuras internas de los partidos políticos, los cuales pretenden perfeccionar su relación con la sociedad y reducir la casi siempre desproporcionada influencia de las burocracias partidistas, señalada por muchos como la principal responsable de esta crisis de representatividad. Por décadas se estimó que los partidos eran una especie de “ejércitos” para los cuales era imprescindible una estructura férrea y una incuestionable disciplina si es que querían salir victoriosos de la “guerra democrática”. Recuérdese, por ejemplo, la célebre ley de hierro de la oligarquía enunciada por Robert Michels: “quien dice organización dice tendencia a la oligarquía” y la descripción de Max Weber de los partidos, a los que definió como “cuerpos que luchan por el poder marcados por la tendencia a dotarse de una estructura marcadamente dominante”. Ahora bien, uno de los efectos más trascendentes que experimentan, o deberán experimentar, los partidos como parte fundamental de su proceso de adaptación a las circunstancias sociales contemporáneas es el progresivo declive del “aparato”. Para sobrevivir, tarde o temprano los partidos deberán transformarse para dejar de ser los andamiajes rígidos y burocratizados descritos por Michels, Ostrogorski y Weber y convertirse en organismos dinámicos marcados por la desideologización y la descentralización de las decisiones. Los partidos del futuro necesariamente serán menos rígidos y estructurados, pero muy probablemente sean más eficientes en su relación con la sociedad. Desde luego, esta flexibilización no deja de tener sus riesgos. Partidos más laxos podrían caer ante los embates del personalismo, ser más dóciles frente a la excesiva influencia de los medios de comunicación, más proclives a vender la imagen de candidatos como si se tratara de detergente, y más dispuestos a caer en la tentación de convertirse en organizaciones “atrapa todo” dedicadas al oportunismo electoral o a cubrir únicamente necesidades coyunturales. No obstante los riesgos, los partidos están en transición y los cambios se refieren fundamentalmente al reordenamiento de sus estructuras organizativas.
Uno de los aspectos fundamentales de la modernización de los partidos se refiere a la selección de candidatos. Precisamente es en este rubro donde las tendencias oligárquicas mencionadas por los estudiosos se han hecho presentes en la vida de los partidos con mayor evidencia. La selección de candidatos a puestos de elección popular en la inmensa mayoría de los partidos ha estado muy lejos de satisfacer plenamente los principios democráticos, al atender la necesidad de mantener la unidad de acción y criterio de la organización frente al reto que supone la competencia en las urnas. Sin embargo, en la actualidad las fórmulas tradicionales de selección de candidatos son poderosamente impugnadas, incrementándose las voces de quienes opinan deben instituirse mecanismos más democráticos. Las elecciones primarias abiertas son un instrumento indispensable para fortalecer los vínculos de los partidos con la sociedad. Y cada vez son consideradas por más gente como la fórmula del futuro para partidos de todas las latitudes, aunque, reitero, el mecanismo no ha estado exento de problemas, errores y otros obstáculos. No todos lo defienden, y es cierto que en algunos casos los resultados han sido francamente contraproducentes. Lo hemos visto en México, pero eso se debe a que no se ha responsabilizado al IFE de su organización y supervisión.
Pugnemos por hacer obligatorias, abiertas y simultáneas las elecciones primarias o internas de los partidos mexicanos como una forma de hacer efectivo aquello de que se trata de instituciones dizque de interés público, digo, ya que le cuestan tanto a nuestros vapuleados bolsillos.
1 comentario:
Muy buen post BRU-NO, BRU-NO.
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