De cara a la tan inusual elección presidencial estadounidense de 2016 es
pertinente recordarlo: las decisiones humanas son, en gran medida, irracionales
y la política no es la excepción. Rara vez votamos a un candidato como
resultado de un proceso razonado, minucioso, en el que sopesamos factores de
fondo como ideas, propuestas, experiencia y carácter. Las más de las veces nos
dejamos llevar por las filias y las fobias, las pasiones y los prejuicios.
Siempre ha sido, pero esta campaña podría pasar a la historia electoral del
mundo como la apoteosis de la sinrazón.
En el pasado debate presidencial vimos la versión más fiel de Donald
Trump: incoherente, impreparado, inmaduro y mentiroso. Ni siquiera le ayudo su
supuesto gran manejo mediático. De plano falló en la prueba de comportarse con
un mínimo de talante “presidenciable”, que en realidad era lo único que sus
estrategas pedían de él. Hillary demostró experiencia, sensatez y
profesionalismo, pero robótica como siempre ha sido careció de pasión. Le falto
dar un golpe irónico a las peroratas de su absurdo rival. “Presumir
reiteradamente de tener carácter, como tú lo haces Donald, es precisamente el
principal síntoma de la gente que no tiene carácter”, pudo haberle dicho al
republicano, por ejemplo, ya por no hablar de lo que se pudo hacer para
devastar esa tontería de la “estamina”. Ganadora Hillary, pero sin noquear, lo
que no basta para garantizar el triunfo de la demócrata en noviembre.
Actualmente no basta con mostrar mayor competencia y sensatez. Quizá
contemplamos en el mundo la llegada de una nueva era de la sinrazón. Por
doquier aparece con ahínco la irracionalidad de demagogos y populistas. Tomar
una decisión es un proceso complicado, y que si bien para ello la razón es lo
más efectivo, el corazón tiene razones que la razón no conoce, como dijo
Pascal. Dice la neurociencia que lo irracional es algo tan necesario al ser
humano para centrarse y orientarse en el mundo como pueda serlo la misma
conciencia racional Las emociones más elementales detentan una potestad sobre
la razón muchas más veces de lo que nos imaginamos. Y en política, como lo
escribió Manuel García Pelayo, se necesita en este tiempo crítico “recoger y
analizar las manifestaciones irracionales como una parte válida del quehacer
político y no descartarlas como una simple desviación del paradigma
racional-legal”. Por eso hay que analizar y tratar de entender las razones de
los que votan a Trumpo, el Brexit o el Peje en lugar de descartarlos alegremente
desde la torre de la soberbia intelectual.
Tanta irracionalidad provoca perplejidad. ¿A qué se debe el triunfo del
odio en política? La política de lo irracional ha encontrado en Donald Trump a
su avatar más emblemático: un gran payaso que en medio de estridencias y con un
discurso llano y elemental promete acabar con todos los problemas. Nunca entra
en los molestos detalles de explicar los “cómo”, porque hablar de cifras,
análisis y hechos es parte del juego de los tramposos políticos. A más razonamiento,
más desconfianza. Así soplan los tiempos.
Comenta la mayor parte de los expertos en esto de las campañas
electorales que los debates muy rara vez son decisivos en el resultado de una
elección. Habrá que ver si en esta ocasión tan particular se produce una
excepción a esta regla, pero en este ambiente político tan corrosivo que padece
Estados Unidos la iracundia tiene más atractivo que la experiencia. Quizá a
Trump no le baste con una mayoría de electores blancos poco educados, pero
Hillary necesita ganar terreno no solo entre las minorías, las mujeres y los
blancos educados, sino entre los jóvenes que votan por primera o segunda vez,
los llamados “millenials”, que se ven tentados a no votar o hacerlo por
terceras opciones. La candidata demócrata tiene poco tiempo para hacerlo. De
fracasar, prepárese el planeta a ingresar de lleno en una oscura etapa de
sinrazón e incertidumbre
*Publicado en la Tribuna de Milenio 28 de septiembre 2016