Algunos de los políticos menos tarados de este país han insistido últimamente, y con razón, en que la única forma de darle gobernabilidad al país y de sacar adelante en el Congreso algunas de las tan cacareadas reformas estructurales que tanto nos urgen. Lo interesante es que por fin se está entendiendo el concepto de coaliciones como alianzas de largo plazo en las que distintas fuerzas políticas se corresponsabilizan con un programa de gobierno común y no solo para enfrentar juntos una elección. Tampoco es una coalición lo que aparentemente entendió Calderón, quien como candidato presidencial mucho habló de la necesidad de formar una “coalición” de gobierno, pero su idea del asunto, al parecer, era muy restringida, ya que se limitó al llegar a la presidencia a nombrar un par de secretarios de Estado que no eran de su partido. No señor, eso no es una coalición.
Las coaliciones juegan diferentes papeles según el arreglo institucional y el sistema político de cada país. En los sistemas parlamentarios, como es bien sabido, para formar gobierno y mantenerse en él, el Jefe de Gobierno debe contar con el apoyo de la mayoría parlamentaria. Cuando ninguno de los partidos contendientes logra controlar la mayoría de la Legislatura necesaria para formar gobierno, entonces debe formar coaliciones con otros partidos para alcanzar el respaldo necesario. Es por ello que en los sistemas parlamentarios las coaliciones juegan un papel trascendental en la formación y el mantenimiento del gobierno.
En los sistemas presidenciales no sucede así, básicamente porque la elección de los miembros del Poder Ejecutivo y del Legislativo se lleva a cabo de manera directa por los ciudadanos y de manera independiente. Existe lo que se denomina legitimidad dual. En éstos regímenes las coaliciones se refieren básicamente a las alianzas políticas que es necesario hacer al interior de una Legislatura o entre el titular del Ejecutivo y los congresistas para sacar adelante un programa de gobierno, debido a que la composición de las cámaras hace imposible que el Presidente o algún partido de oposición puedan sacar adelante su agenda.
Si bien en un régimen presidencial multipartidista las coaliciones electorales son un instrumento eficaz de acceso al poder, las coaliciones congresionales facilitan la operación y gobernabilidad del sistema; no obstante, estas últimas tienden a dificultarse más entre más exacerbado se encuentra el multipartidismo en ese régimen. Entre mayor sea el número de partidos representados en el Congreso, mayor será el número de actores cuyos intereses es necesario conciliar, la diversidad ideológica incrementará los obstáculos para construir coaliciones y aumentarán los costos del partido opositor dispuesto a coaligarse.
Asimismo, las coaliciones en los sistemas presidenciales, al ser únicamente alianzas congresionales, no tienen el doble soporte de las coaliciones en los sistemas parlamentarios: ser indispensables para formar y mantener el gobierno en el poder y estar sustentadas en la repartición de puestos a nivel del Poder Ejecutivo. Ingredientes que dan a las coaliciones mayor permanencia y estatus institucional.
La necesidad de concertar voluntades y construir coaliciones en un régimen presidencial tiene al menos dos ventajas. Por una parte, la necesidad de negociar da lugar a mejores leyes. Y por la otra, las coaliciones, al reflejar consensos, tienden a facilitar la implementación y el acatamiento de lo que se legisla. La experiencia empírica de los últimos años nos muestra que, por lo menos en nuestro país, presidencialismo y multipartidismo han podido convivir, si bien no de manera óptima, sí funcionalmente mediante la formación de coaliciones de gobierno, así como de otras formas de colaboración y entendimiento político, tales como la coparticipación y la concertación.
Ello implica, sin duda, un cambio en el paradigma que sostiene la imposibilidad de convivencia de presidencialismo y multipartidismo en un sistema democrático estable. Hoy en día la "peor" combinación para la estabilidad de la democracia presidencial no es el multipartidismo puro y llano, sino el multipartidismo sin coaliciones parlamentarias. Sin embargo, es necesario aclarar que las alianzas congresionales no resuelven el problema de fondo. A mediano plazo tendremos que pensar de cualquier forma en el cambio de régimen o de ajustes al sistema electoral o de partidos.
El análisis de las relaciones entre el Gobierno y los partidos de oposición, así como de las coaliciones entre partidos, empezó a cobrar relevancia en México apenas a finales del siglo pasado, ante el surgimiento por primera vez en la historia moderna del país de gobiernos divididos en el ámbito nacional y local. Desde cuando menos 1922 hasta 1988, el partido gobernante, el PRI, logró mantener no sólo un gobierno unificado en el ámbito nacional, sino también mayorías aplastantes en el Congreso, que dejaban prácticamente libre al Ejecutivo para gobernar sin cortapisas por parte de las minorías opositoras.
En 1988 dio inició un amplio proceso de transformación política y democrática en México. Como resultado de este proceso, en ese mismo año el partido del Presidente perdió la mayoría calificada de dos terceras partes necesaria para que pudiera por sí solo reformar la Constitución. Nueve años más tarde, el partido oficial perdió en la Cámara Baja la mayoría relativa para aprobar solo cualquier reforma legal en el seno de la Cámara de Diputados. Y en 2000, la Presidencia de la República.
No obstante y, contrario a lo que pudiera pensarse, el triunfo de la oposición no sólo no modificó, sino que consolidó el esquema de gobiernos divididos en nuestro país ya que, a pesar de que el PAN ganó la Presidencia de la República, no logró obtener ni siquiera la mayoría relativa en ninguna de las cámaras legislativas.
Un efecto directo de la aparición de gobiernos divididos en nuestro país fue el fortalecimiento del Poder Legislativo. Poder que a partir de 1988 comenzó a asumir de forma paulatina, y por primera vez en su historia, sus funciones esenciales de representación, de legislador y de contrapeso del Ejecutivo. Sin embargo, esta asunción real por parte del Legislativo de sus facultades ha sido vista por muchos analistas como un foco de inestabilidad y crisis en un sistema político como el mexicano, que combina multipartidismo y presidencialismo.
La doctrina dominante en el ámbito internacional considera que la estabilidad de un sistema presidencial sólo puede estar garantizada cuando a este sistema se encuentran asociados sistemas bipartidistas y gobiernos de partido con mayorías legislativas. El Presidente debe negociar con los partidos de la oposición, caso por caso, las modificaciones legislativas necesarias para concretar su proyecto de gobierno, lo cual representa un desgaste permanente y conlleva la posibilidad de generar una parálisis gubernamental o una crisis de gobernabilidad interna en caso de no lograrse un acuerdo.
El Ejecutivo, así, no puede ya sacar avante por sí solo las reformas constitucionales y legales necesarias para sustentar sus programas de gobierno. Y los partidos de oposición tienen poco o nulo interés en cooperar con el Ejecutivo debido a que, como lo señala Juan Linz, si cooperan y el resultado es exitoso, los beneficios del éxito tenderán a ser capitalizados por el Presidente y su partido, mientras que si la cooperación fracasa, ellos compartirán los costos políticos. Asimismo, como el mismo autor lo señala, en este comportamiento también influyen estrategias de crecimiento o sobrevivencia partidista, ya que entre más posibilidades reales tiene un partido de oposición de ganar la presidencia, menos incentivos tiene para cooperar con un partido que se encuentra apenas en crecimiento.
Ello resulta importante en México si consideramos que el espectro multipartidista se encuentra dominado fundamentalmente por tres partidos grandes que se encuentran en condiciones de ganar las elecciones, y los partidos pequeños sólo funcionan como contrapeso en el juego político.
Todo lo anterior ha afectado considerablemente el espectro político del país, alterado las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo y fortalecido el papel de negociación de la oposición hasta el grado de poder modificar sus preferencias de política.
A pesar de su derrota en las elecciones presidenciales del año 2000, el PRI es el partido que tiene más diputados, senadores, gobernadores y mayorías en las Legislaturas de los estados. Por ello, cualquier reforma a las instituciones nacionales requiere del consenso del PRI.
El PAN no puede por sí mismo aprobar leyes federales ni tampoco puede hacerlo con la participación de los otros partidos si no participa el PRI o el PRD. Y, si bien, PAN y el PRD pueden hacerlo de manera conjunta, la experiencia histórica muestra una muy baja propensión de estos dos partidos a formar coaliciones entre ellos.
PAN, PRD y los otros partidos, tampoco pueden aprobar sin el concurso del PRI reformas constitucionales.
En los sistemas presidenciales no sucede así, básicamente porque la elección de los miembros del Poder Ejecutivo y del Legislativo se lleva a cabo de manera directa por los ciudadanos y de manera independiente. Existe lo que se denomina legitimidad dual. En éstos regímenes las coaliciones se refieren básicamente a las alianzas políticas que es necesario hacer al interior de una Legislatura o entre el titular del Ejecutivo y los congresistas para sacar adelante un programa de gobierno, debido a que la composición de las cámaras hace imposible que el Presidente o algún partido de oposición puedan sacar adelante su agenda.
Si bien en un régimen presidencial multipartidista las coaliciones electorales son un instrumento eficaz de acceso al poder, las coaliciones congresionales facilitan la operación y gobernabilidad del sistema; no obstante, estas últimas tienden a dificultarse más entre más exacerbado se encuentra el multipartidismo en ese régimen. Entre mayor sea el número de partidos representados en el Congreso, mayor será el número de actores cuyos intereses es necesario conciliar, la diversidad ideológica incrementará los obstáculos para construir coaliciones y aumentarán los costos del partido opositor dispuesto a coaligarse.
Asimismo, las coaliciones en los sistemas presidenciales, al ser únicamente alianzas congresionales, no tienen el doble soporte de las coaliciones en los sistemas parlamentarios: ser indispensables para formar y mantener el gobierno en el poder y estar sustentadas en la repartición de puestos a nivel del Poder Ejecutivo. Ingredientes que dan a las coaliciones mayor permanencia y estatus institucional.
La necesidad de concertar voluntades y construir coaliciones en un régimen presidencial tiene al menos dos ventajas. Por una parte, la necesidad de negociar da lugar a mejores leyes. Y por la otra, las coaliciones, al reflejar consensos, tienden a facilitar la implementación y el acatamiento de lo que se legisla. La experiencia empírica de los últimos años nos muestra que, por lo menos en nuestro país, presidencialismo y multipartidismo han podido convivir, si bien no de manera óptima, sí funcionalmente mediante la formación de coaliciones de gobierno, así como de otras formas de colaboración y entendimiento político, tales como la coparticipación y la concertación.
Ello implica, sin duda, un cambio en el paradigma que sostiene la imposibilidad de convivencia de presidencialismo y multipartidismo en un sistema democrático estable. Hoy en día la "peor" combinación para la estabilidad de la democracia presidencial no es el multipartidismo puro y llano, sino el multipartidismo sin coaliciones parlamentarias. Sin embargo, es necesario aclarar que las alianzas congresionales no resuelven el problema de fondo. A mediano plazo tendremos que pensar de cualquier forma en el cambio de régimen o de ajustes al sistema electoral o de partidos.
El análisis de las relaciones entre el Gobierno y los partidos de oposición, así como de las coaliciones entre partidos, empezó a cobrar relevancia en México apenas a finales del siglo pasado, ante el surgimiento por primera vez en la historia moderna del país de gobiernos divididos en el ámbito nacional y local. Desde cuando menos 1922 hasta 1988, el partido gobernante, el PRI, logró mantener no sólo un gobierno unificado en el ámbito nacional, sino también mayorías aplastantes en el Congreso, que dejaban prácticamente libre al Ejecutivo para gobernar sin cortapisas por parte de las minorías opositoras.
En 1988 dio inició un amplio proceso de transformación política y democrática en México. Como resultado de este proceso, en ese mismo año el partido del Presidente perdió la mayoría calificada de dos terceras partes necesaria para que pudiera por sí solo reformar la Constitución. Nueve años más tarde, el partido oficial perdió en la Cámara Baja la mayoría relativa para aprobar solo cualquier reforma legal en el seno de la Cámara de Diputados. Y en 2000, la Presidencia de la República.
No obstante y, contrario a lo que pudiera pensarse, el triunfo de la oposición no sólo no modificó, sino que consolidó el esquema de gobiernos divididos en nuestro país ya que, a pesar de que el PAN ganó la Presidencia de la República, no logró obtener ni siquiera la mayoría relativa en ninguna de las cámaras legislativas.
Un efecto directo de la aparición de gobiernos divididos en nuestro país fue el fortalecimiento del Poder Legislativo. Poder que a partir de 1988 comenzó a asumir de forma paulatina, y por primera vez en su historia, sus funciones esenciales de representación, de legislador y de contrapeso del Ejecutivo. Sin embargo, esta asunción real por parte del Legislativo de sus facultades ha sido vista por muchos analistas como un foco de inestabilidad y crisis en un sistema político como el mexicano, que combina multipartidismo y presidencialismo.
La doctrina dominante en el ámbito internacional considera que la estabilidad de un sistema presidencial sólo puede estar garantizada cuando a este sistema se encuentran asociados sistemas bipartidistas y gobiernos de partido con mayorías legislativas. El Presidente debe negociar con los partidos de la oposición, caso por caso, las modificaciones legislativas necesarias para concretar su proyecto de gobierno, lo cual representa un desgaste permanente y conlleva la posibilidad de generar una parálisis gubernamental o una crisis de gobernabilidad interna en caso de no lograrse un acuerdo.
El Ejecutivo, así, no puede ya sacar avante por sí solo las reformas constitucionales y legales necesarias para sustentar sus programas de gobierno. Y los partidos de oposición tienen poco o nulo interés en cooperar con el Ejecutivo debido a que, como lo señala Juan Linz, si cooperan y el resultado es exitoso, los beneficios del éxito tenderán a ser capitalizados por el Presidente y su partido, mientras que si la cooperación fracasa, ellos compartirán los costos políticos. Asimismo, como el mismo autor lo señala, en este comportamiento también influyen estrategias de crecimiento o sobrevivencia partidista, ya que entre más posibilidades reales tiene un partido de oposición de ganar la presidencia, menos incentivos tiene para cooperar con un partido que se encuentra apenas en crecimiento.
Ello resulta importante en México si consideramos que el espectro multipartidista se encuentra dominado fundamentalmente por tres partidos grandes que se encuentran en condiciones de ganar las elecciones, y los partidos pequeños sólo funcionan como contrapeso en el juego político.
Todo lo anterior ha afectado considerablemente el espectro político del país, alterado las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo y fortalecido el papel de negociación de la oposición hasta el grado de poder modificar sus preferencias de política.
A pesar de su derrota en las elecciones presidenciales del año 2000, el PRI es el partido que tiene más diputados, senadores, gobernadores y mayorías en las Legislaturas de los estados. Por ello, cualquier reforma a las instituciones nacionales requiere del consenso del PRI.
El PAN no puede por sí mismo aprobar leyes federales ni tampoco puede hacerlo con la participación de los otros partidos si no participa el PRI o el PRD. Y, si bien, PAN y el PRD pueden hacerlo de manera conjunta, la experiencia histórica muestra una muy baja propensión de estos dos partidos a formar coaliciones entre ellos.
PAN, PRD y los otros partidos, tampoco pueden aprobar sin el concurso del PRI reformas constitucionales.
Cabe subrayar, como ya lo hemos hecho antes en este blog, la importancia que ha tenido la formación de coaliciones para la gobernabilidad y consolidación democrática de varias n acciones con régimen presidencial en América Latina, como es el caso de Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Perú, por citar solo las más conspicuos casos.