La
polarización es la fractura de las sociedades en detrimento de la pluralidad
democrática y la cancelación de la política como el arte del consenso. Tiene
sus principales bases teóricas en la crítica al parlamentarismo de Carl Schmitt
(ideólogo del nazismo) y en teoría de la hegemonía gramsciana (mal digerida por Ernesto Laclau),
e irreductiblemente conduce al autoritarismo.
El demagogo
se dirige siempre a las vísceras de la gente, excita pulsiones, prejuicios y
deseos elementales. Rehúye en todo momento a la racionalización, siempre se
dirige a la masa vulnerable a las emociones. El demócrata procura tratar a los
ciudadanos como sujetos intelectual y moralmente autónomos.
Obviamente,
contraponer de manera rígida pasión y razón, o retórica y lógica, es asaz
arbitrario. Las neurociencias han destacado la contribución de la esfera
emocional incluso para el funcionamiento mismo de la razón. Es imposible, e
incluso indeseable, pretender depurar a la política de cualquier recurso simbólico,
identitario o de la “irracionalidad”.
Además, los
demagogos no vienen de la nada. La
fragilidad institucional es una condición para su éxito. El desprestigio de una
clase política incapaz de procesar las demandas populares provoca un desencanto
del cual necesariamente deviene la búsqueda de culpables, en el “blanco y
negro”.
Aristóteles
lo dijo: “el demagogo dice al pueblo aquello que el pueblo quiere oír; el
pueblo quiere oír aquello que dice el demagogo”. Todo un círculo vicioso,
fundamento de una narrativa bordada con elementos del “sentido común”. Cuando
señalan a la clase política tradicional como “corrupta” no hacen otra cosa sino
confirmar las certezas de la “sabiduría popular”.
La fuerza
del discurso demagógico reside en los estereotipos y los lugares comunes, forma
una retórica funcional en consonancia con esquemas (prejuicios, resentimientos)
enraizados. Alrededor de ello se construye la polarización, el maniqueísmo de
“buenos contra malos”, la “homogeneización de lo heterogéneo”.
Pero la polarización como estrategia para preservar el
poder tiene sus límites, tal y como hoy lo comprueba Donald Trump, quien
esperaba sacar provecho de los saqueos de los últimos días para afianzar el
voto de los blancos. Todavía muchos comparan su actitud autoritaria a la
estrategia de “ley y orden”, la cual tanto sirvió a Richard Nixon en los comicios
de 1968. En realidad la situación se parece más al año electoral de 1992, cuando
George Bush padre se vio seriamente afectado por los disturbios raciales
consecuencia de la golpiza recibida en Los Ángeles por el afroamericano Rodney
King.
Según las últimas encuestas, el 64 por ciento de los estadounidenses
simpatizan con los manifestantes. La derrota de Trump se antoja inevitable si
los votantes negros, los blancos con nivel universitario y los jóvenes millennials
asisten a las urnas en las proporciones
como lo hicieron en 2012, año del triunfo de Obama.
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna Hombres fuertes
10 de junio
No hay comentarios:
Publicar un comentario