Los “hombres fuertes” se presentan como defensores de
la gente común contra los elitismos políticos y académicos. Desconfían del razonamiento,
la ciencia y la técnica. Depositan toda la fe en los bondadosos instintos del pueblo
y en su infalible “sentido común”.
La irracionalidad ayuda al fortalecimiento del
Caudillo y su “conexión especial con el pueblo”. Por eso jamás enumeran entre
sus virtudes la capacidad técnica, sino más bien su maravillosa “sensibilidad”.
Por eso en sus discursos los llamamientos emocionales
dominan siempre sobre los planteamientos racionales. “La razón paraliza, la
acción moviliza”, decía Mussolini. No se trata de hacer pensar a los
seguidores, sino de movilizarlos.
Frente a las sofisticaciones intelectuales y
complejidades de la existencia humana contraponen una cosmovisión maniquea la
cual procura simplificar todo y reducirlo al sencillo contraste blanco/negro.
El antiintelectualismo tiene una larga tradición en
los Estados Unidos. Según Richard Hofstadter tuvo sus orígenes en
características estadounidenses anteriores a la fundación de la nación: la
desconfianza ante la modernización laica, la preferencia por soluciones
prácticas a los problemas y la influencia devastadora del evangelismo
protestante en la vida cotidiana.
Trump es reflejo de esto. Sabe emocionar a sus
auditorios, los cuales se sienten asediados por las minorías, marginados por el
establishment de Washington y perciben a sus valores conservadores
menospreciados por las elites políticas e intelectuales.
Pero no solo en Estados Unidos. En todos los
populismos de izquierda y de derecha y en las mendaces demagogias al alza hoy
en los cinco continentes siempre se encuentra un acendrado odio a la
inteligencia.
Acorde a esta tendencia, el internet se ha convertido en
el imperio de la antiinteligencia y los “hechos alternativos”. Es el paraíso
donde cualquier insensatez puede encontrar eco así sea de lo más disparatada,
peligrosa o falsa.
Este fenómeno debe mover a la reflexión a quienes defendemos
un orden político liberal porque evidencia la dificultad creciente de lograr consensos
racionales para unir a las sociedades, significa una discordia entre la libre deliberación
democrática y el conocimiento experto y contrapone a las distintas formas de
construir certezas sobre el mundo.
Ciencia frente a pensamiento mágico. Hechos contra posverdad.
Lo complejo versus lo simple.
Estas tensiones son los rasgos primordiales de un conflicto
cultural, el cual implica, entre otras cosas, el rechazo a ciertos cambios
económicos y tecnológicos muchas veces causantes de exclusión social. Por eso
comprenderlo en toda su amplitud es axial para poder superar la actual crisis
de la democracia.
La reacción antiintelectual debe ser concebida como una
oportunidad. La mejor forma de enfrentarla es entender, con cierta humildad, las
limitaciones del saber experto. Es fundamental, sí, gobernar de acuerdo a los
dictados de la racionalidad, pero es inaceptable hacerlo con una actitud
displicente ante las tradiciones culturales y las necesidades sociales.
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna
Hombres Fuertes, 21 de agosto de 2019
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